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Una viuda que lanza una mirada rápida a otra: «¿Te sucede a ti lo mismo? ¿Estás muerta tú también?».

… me costó mucho tiempo recuperarme del asombro por la muerte [de mi marido], pese a que había sido en realidad muy previsible (lo veo ahora).

Al releer la carta de mi amiga, me golpean estas palabras, que antes no había procesado del todo.

La autora de estas líneas es una escritora muy conocida cuyas memorias sobre la muerte de su marido y su propia supervivencia se vendieron muy bien y recibieron grandes elogios hace unos años. Al releer ahora su carta, me pregunto si fue precisamente el «asombro» lo que empujó a mi amiga a escribir las memorias, que combinan lo clínico y lo poético; si hubiera comprendido, en el momento de morir su marido, que su muerte era «en realidad muy previsible», ¿habría escrito el libro? ¿Habría podido?

Lo cual me lleva a pensar: ¿existe una perspectiva desde la que la pena de la viuda es pura vanidad, narcisismo, la pretensión de que su pérdida es tan especial, tan increíblemente especial, que no ha habido nunca otra como ella?

¿Existe una perspectiva desde la que la pena de la viuda no es más que una especie de pasatiempo patológico, un hobby, una tendencia como la que se diagnostica como TOC -«trastorno obsesivo compulsivo»-, como lavarse las manos sin parar, o acumular todo tipo de porquerías sin valor alguno; o ponerse a gatas para «dar cera» a los suelos de madera con toallas de papel y limpiamuebles, o pasar la aspiradora a altas horas de la noche por alfombras que están impolutas?… Si alguien ridiculizara en público a la viuda, le diera una buena patada a la viuda, abofeteara a la viuda o se riera de ella, quizá se rompería el hechizo.

A las cuatro de la mañana, estas epifanías me surgen como cometas en miniatura. Tanta sabiduría, que dentro de unas horas se perderá en el aturdimiento posterior al insomnio y la débil náusea de los antidepresivos, que nunca me permiten estar del todo despierta, nunca permite la claridad mental y emborrona hasta las ideas más urgentes como si fueran interferencias de radio. Esta vez, he buscado mi medicación en internet y no me sorprende lo que descubro.

La medicación antidepresiva está indicada para personas que padecen de pensamientos obsesivos, insomnio, depresión, fantasías suicidas; pero la medicación antidepresiva, a veces, puede exacerbar los pensamientos obsesivos, el insomnio, la depresión y las fantasías suicidas.

Sin lugar a dudas, la medicación antidepresiva causa retención de orina, estreñimiento, somnolencia, disminución del apetito y pérdida de peso. En algunas personas, parestesia, visión borrosa, pesadillas violentas, temblores, ansiedad, palpitaciones cardiacas, sudores, despersonalización.

¿Estas medicinas van a ayudarme? ¿O están empeorando las cosas?

No tengo forma de saberlo. Desde la muerte de Ray, he dejado de ser una persona que no pensaba prácticamente nunca en su «salud» ni su «estado de ánimo» para convertirme en un conjunto andante de síntomas, como si fuera un esqueleto metido en un saco de arpillera; algunos días, no puedo ni imaginar qué era la personalización; no puedo ni recordar haber sido una persona.

Mi médico de Pennington sugiere que empiece a tomar sesenta miligramos de Cymbalta, en vez de treinta. Puesto que parece que la dosis baja «no está ayudando».

En la farmacia de Pennington, como un personaje enloquecido y autodestructivo de una novela de Dostoievski, me trago una tableta de sesenta miligramos de Cymbalta en cuanto el farmacéutico me da el frasco. En el coche, de camino a casa, me imagino capas de algodón que obstruyen mi cerebro y mis arterias. Es verdad: tengo la visión borrosa. Y es verdad: mi corazón salta y se estremece en «palpitaciones». Pero ya no estoy obsesionada con Ray en la cama de hospital ni Ray en la funeraria, cuando no fui capaz de verlo por última vez. La medicación es una pantalla que permite ver los objetos pero de manera tan difuminada que no es posible saber exactamente qué son. No es posible tener una idea clara de por qué deben significar algo para ti ni para nadie.

74. «Avergonzado de ser "blanco"»

Esto ocurrió hace mucho tiempo, en Detroit, Michigan. En un barrio residencial, a una manzana al oeste de Woodward Avenue y una manzana al sur de Eight Mile Road, donde habíamos comprado una casa -¡nuestra primera casa!-, en Woodstock Drive.

Nos habíamos mudado desde Beaumont, Texas, en cuanto terminó el curso 1961-1962. De hecho, teníamos tantas ganas de dejar el desolado paisaje del este de Texas que Ray envió sus últimas notas por correo de camino a Detroit, donde los dos habíamos conseguido puestos de profesores para el curso siguiente; habíamos logrado meter todas nuestras posesiones en el Volkswagen negro con forma de bota, que traqueteaba cuando iba a noventa kilómetros por hora y no tenía más calefacción que las rachas de aire caliente que entraban desde el motor.

En Detroit vivimos un año en un edificio de pisos en Manderson Road, cerca de Palmer Park; luego compramos una casa de estilo colonial, de dos pisos y cuatro dormitorios, en Woodstock Drive, en un barrio conocido como Green Acres. El precio de nuestra casa en mayo de 1963 fue 17.900 dólares.

El salario anual de Ray como profesor auxiliar en la Universidad Estatal de Wayne era 5.000 dólares. Mi sueldo anual como profesora auxiliar en la Universidad de Detroit era 4.900 dólares. El educado caballero que me había contratado -su nombre, de gran prestigio en la zona por aquel entonces, era Clyde Craine- me confesó que el rector de la Universidad Estatal de Wayne y él se habían puesto de acuerdo para asegurarse de que el sueldo de Ray fuera un poco superior al mío.

En Woodstock Drive, en la primavera de 1963, nuestra casa relucía de puro nueva. Carpintería blanca de aluminio, ladrillos rojos anaranjados, contraventanas de color azul oscuro; la casa nos parecía bellísima, no nos cansábamos de mirarla. Antes de mudarnos a ella pasábamos por delante sin cesar, para admirarla y planear cómo íbamos a amueblarla. Por supuesto, la casa no era técnicamente nuestra. Era de la entidad hipotecaria.

Recuerdo lo dolida que me sentí cuando, en el banco, no tuvieron en cuenta mi modesto sueldo de la Universidad de Detroit. Sólo les importó el sueldo de Ray. Yo era una mujer casada, me dijo el empleado, con una expresión entre el desdén y la compasión. Seguramente iba a dejar de trabajar para tener hijos en cuestión de unos años.

– Pero no estamos pensando en tener un hijo.

– Lo siento. Son nuestras normas.

Juntos, los dos sueldos eran respetables. Pero para la hipoteca a treinta años no contaba más que el de Ray.

¡Treinta años! ¡Qué expresión tenía el rostro de Ray mientras firmaba los documentos!

– Esto nos llevará hasta 1993. En teoría.

Enseguida descubrimos que Detroit tenía una segregación racial casi tan intensa como la de Beaumont. La zona en la que vivíamos era completamente blanca. Los periódicos de la ciudad, el News y el Free Press, estaban llenos de noticias sobre incidentes que debían de estar relacionados con la «raza», si es que uno sabía leer entre líneas. Pero la violencia racial no iba a estallar hasta julio de 1967.

Antes de mudarnos a nuestra casa, antes incluso de tener la llave, íbamos por las tardes a trabajar en el jardín, que en esos días no era más que tierra desnuda y malas hierbas. Llevábamos cubos de mantillo, láminas de plástico para cubrir la tierra, arbolitos. Plantamos semillas de césped. El jardín trasero tenía mucho fondo y estaba bordeado por un callejón; al otro lado del callejón había otra fila de casas más pequeñas, y luego Eight Mile Road, que era una vía importante. Un día, cuando Ray estaba trabajando en la parte posterior y yo en la delantera, un niño se me acercó a preguntarme: