(¿Cómo no íbamos a estar pendientes, cómo no íbamos a mirar? Aunque no sabíamos casi nada de ninguna otra persona que vivía en Woodstock Drive y con toda probabilidad no habríamos reconocido a ninguno de nuestros vecinos fuera de contexto, estábamos perfectamente al tanto de la nueva familia negra. La raza nos vuelve hipervigilantes, en el sentido más primitivo y perturbador.)
Aguardamos con preocupación a que ocurriera algo, alguna pequeña muestra de vandalismo, de mezquindad. Si la familia negra sufrió algún tipo de acoso, nunca nos enteramos, y no nos lo habrían dicho en cualquier caso. Un día, Ray dijo:
– Vamos a saludarlos.
Así que cruzamos la calle, llamamos a la puerta, dimos la mano a nuestros nuevos vecinos y nos presentamos: «Ray Smith», «Joyce Smith».
No recuerdo una palabra de lo que dijimos, pero supongo que dimos la «bienvenida» a la nueva familia al barrio; tampoco recuerdo a la pareja negra, salvo que eran un poco mayores de lo que parecían de lejos, y que el marido era un médico que había estudiado en la Universidad Estatal de Wayne. Recuerdo que él y su mujer nos miraron con confusión, sonriendo, aunque no nos invitaron a entrar y no nos hicieron muchas preguntas.
Nunca más volvimos a hablar con ellos, ni ellos con nosotros. Con frecuencia nos saludábamos con la mano, cuando cada uno pasaba en su coche o trabajaba en el jardín. Sonreíamos, hacíamos gestos de alegre saludo: «¡Hola! ¡Cómo está!». Imaginábamos, tal vez, que así contribuíamos a remediar el racismo en Detroit.
Cuatro años después, la ciudad estalló en un brote de violencia racial. Tras años de «brutalidad policial contra los negros», una redada de la policía en la Liga Comunitaria Unida para la Acción Civil, el 23 de julio de 1967, desató un cataclismo social de incendios, saqueos, protestas e incluso tiroteos; en los disturbios participaron tanto blancos como negros, pero la furia negra fue predominante y se le dio mucha más publicidad; la violencia se prolongó varios días y convirtió Murder City, USA, en un monumento nacional al caos social y racial de Estados Unidos.
Al final murieron cuarenta y cuatro personas, cinco mil se quedaron sin hogar, se destruyeron mil trescientos edificios, se saquearon dos mil setecientas tiendas, y el olor a ruinas quemadas persistió en el aire durante mucho tiempo; se podría decir que para siempre. En la primera noche de los disturbios, los residentes blancos como nosotros nos refugiamos en nuestras casas con puertas y ventanas cerradas, las persianas echadas, oyendo el ruido aterrador de las sirenas, los gritos airados y los disparos esporádicos, y esperando a que se declarase la ley marcial y la Guardia Nacional de Michigan ocupase la ciudad.
Avergonzado de ser «blanco»; pero ¿qué alternativa había?
75 . No sirvió de nada
– … en mi viejo instituto de Los Ángeles, cuatro desde junio.
– … en mi instituto de Boston, dos desde Navidades.
– … un niño de once años, en New Brunswick.
– … tres chicas de instituto que eran amigas, en Toronto.
– … en Berkeley.
– … en Cornell.
– … en NYU.
Después de un sincero y doloroso relato sobre el suicidio de una joven de origen coreano que asiste a mi taller superior de ficción y que ya ha escrito anteriormente sobre este tema, los demás se han puesto a hablar de ello de una manera que indica que éste es un tabú sobre el que, en otras circunstancias, no hablarían; aquí, en el taller de ficción, el interés con el que hablan indica que es un asunto sobre el que han reflexionado mucho.
– … en Tokio, es, o sea, una epidemia.
– … en Delhi…
En sus demás asignaturas, lo impersonal es la norma. La única forma aceptable de comunicación es una modalidad de habla rigurosamente impersonal. Nuestros cursos de escritura creativa, en el edificio de las artes, en el número 185 de Nassau, ofrece unos mundos paralelos en los que es posible pronunciar las verdades más inquietantes. Aunque sea contradictorio, lo que es «ficción» es probablemente «más real»; al escribir sobre personas ficticias, el joven escritor tiene muchas probabilidades de estar escribiendo sobre sí mismo.
Por supuesto, estamos ante «ficción»; en un relato, el estudiante suicida que acaba por ahorcarse en la ducha de su residencia universitaria no es alumno de Princeton, sino de Yale.
O de Harvard.
(Todavía no he visto a ningún estudiante de una universidad fuera de la Ivy League que se haya ahorcado en algún relato de mis talleres. Hasta las fantasías suicidas se mantienen a flote gracias a cierto esnobismo residual.)
– … tienes que hacer el campus de Yale, o sea, más creíble.
– … tienes que hacer que parezca que no está en Princeton. Al leerlo, no puedes dejar de pensar que sí está.
Qué preocupante que mis jóvenes escritores -el mayor debe de tener veinte o veintiuno, el más joven, diecinueve- estén tan obsesionados con el suicidio; o, si no con el suicidio en sí, con la grave depresión que precede al suicidio. Las fantasías suicidas aparecen en forma serio-cómicas, a veces escritas a brochazos, como en una historieta de R. Crumb. Muchas veces dicen que las historias están basadas en una persona a la que conoció el escritor, o de la que oyó hablar -«en la escuela preparatoria», «el compañero de habitación de mi hermano en Stanford»-, y, si se discute o se critica el método de suicidio en el taller, la réplica es una protesta:
– Pero de verdad que pasó así.
En medio de esta animada discusión, hay algunos que están callados y escuchan. Como la chica coreano-americana que ha escrito los relatos más íntimos y perturbadores sobre fantasías suicidas, incluidos unos fragmentos asombrosamente detallados sobre una estudiante de instituto que está empeñada en «cortarse» como preludio de cuando se abre las muñecas.
¡Estos estudiantes de Princeton, tan inteligentes, con tanto talento, tan privilegiados! Es tentador pensar: «Éste es su tema secreto. Esto es lo que los une».
Desde luego, no voy a decirles que un amigo mío, un vicerrector en Rutgers, en New Brunswick, comentó la otra noche que el suicidio entre los estudiantes universitarios se ha convertido prácticamente en una «epidemia» en partes del país.
Desde luego, no voy a hablarles del basilisco.
(Porque ¿y si alguno de ellos conoce el basilisco? ¿Varios de ellos?)
No voy a decirles que Anne Sexton llamó al deseo de morir el «ansia casi innombrable».
Ni tampoco voy a decirles que he conocido al menos a un suicida muy de cerca.
Al menos a un suicida, entre los cientos de estudiantes a los que he dado clase desde Detroit en 1962.
Pareció casi una casualidad que Richard Wishnetsky se asomara a mi despacho de la Universidad de Detroit una tarde en la primavera de 1965; se asomara es el término apropiado, porque Richard parecía estar paseando sin hacer nada, aunque extraordinariamente bien vestido para ser un alumno, con el cabello corto, una camisa blanca de algodón y gafas relucientes. Su saludo fue sonriente y un tanto beligerante:
– ¿Usted es… «Joyce Smith»? Me han dicho que debía conocerla.
En la Universidad de Detroit, siempre fui «Joyce Smith». Pero algunos sabían, y en los periódicos locales se había escrito, que era también «Joyce Carol Oates», escritora. Cuando Richard Wishnetsky pronunció el nombre «Joyce Smith», lo hizo con un guiño o un temblor de mejilla, para indicar: ¡sé quién eres en realidad!, mi alma gemela.
Con una confianza absoluta en sí mismo, al menos en apariencia, Richard Wishnetsky se presentó dando por sentado que yo tenía tiempo para él o que le haría un hueco, pese a que era evidente que estaba muy ocupada; extendió la mano sin vacilación para darme un apretón como no había hecho ningún otro estudiante de la Universidad de Detroit hasta el momento. Tenía veintitrés años, y yo, veintisiete.