¿Era un choque de voluntades? En el aula, yo había aprendido a simular una especie de autoridad con picardía, mientras que, fuera de ella, todavía hoy tiendo a ser tímida y reticente. Las personalidades fuertes pueden conmigo y me dejan sin aire si no estoy atenta a defenderme.
Aquél era un joven que tenía buen concepto de sí mismo; se las arregló para que supiera, al cabo de unos minutos de conocernos, que se había graduado con matrícula de honor en la Universidad de Michigan y, más impresionante aún, tenía una beca Woodrow Wilson. (Esto me resultó enseguida extraño: ¿por qué un beneficiario de una beca Woodrow Wilson había decidido venir a la Universidad de Detroit a obtener un título en Sociología, en un departamento normalito dentro de una universidad normalita? Los agraciados con becas Woodrow Wilson pueden estudiar prácticamente en cualquier parte.) Pronto se vio, en esta conversación y otras posteriores, que los intereses de Richard no se limitaban a la sociología: filosofía, religión, literatura europea, el Holocausto, judaismo. Desde el principio también quedó claro que Richard era brillante y, al mismo tiempo, a la deriva; muy elocuente, aunque a menudo hablaba tan deprisa que casi tartamudeaba, y la saliva le relucía en los labios; y despreciaba enormemente a casi todo el mundo: «Son borregos», era un comentario (nietzscheano) frecuente. Hacía unas críticas feroces del Detroit residencial, donde había vivido la mayor parte de su vida, salvo cuatro años en Ann Arbor: sus familiares, parientes, amigos y vecinos de Southfield, los miembros de la acomodada sinagoga Shaarey Zadek, de ese mismo barrio. En 1965 era poco frecuente que alguien hablase tanto y con tanto conocimiento de causa sobre el Holocausto; casi todos los judíos, y la mayoría de los no judíos, preferían todavía negar la evidencia de la catastrófica campaña genocida de los nazis. Había un vasto sumidero cultural que muy pocos se habían atrevido aún a explorar. Como profesora de universidad, yo era demasiado joven e inexperta para comprender que aquel joven estudiante de posgrado tan interesante sufría un trastorno maníaco; al lado de mis alumnos católicos, menos exuberantes y mucho menos leídos, Richard brillaba como una llama.
Aunque Richard nunca se matriculó formalmente en ninguna asignatura mía, solía visitar mis clases magistrales, más numerosas, en las que yo podía hablar de Los hermanos Karamazov o Los demonios de Dostoievski (en aquellos idílicos días pasados en los que uno podía pretender que los alumnos leyeran novelas tan largas); Más allá del bien y del mal o Así habló Zaratustra, de Nietzsche; novelas y obras de teatro de Sartre, Camus, Beckett y Ionesco; La muerte de Ivan Ilich de Tolstoi, La metamorfosis de Kafka. Impaciente con los estudiantes más jóvenes y más torpes de la clase, Richard tenía la costumbre de intervenir en voz alta y dirigirse a mí en un tono personal, como en un diálogo íntimo e intenso; mientras los demás alumnos escuchaban asombrados y resentidos, Richard alcanzaba las más altas cotas de la elocuencia hablando de Goethe, Aristóteles, Heidegger, Nietzsche. Muchas veces empezaba a molestar a todo el mundo, y entonces tenía que pedirle que hablase más bajo y que hablase conmigo después de clase. Es apasionante -peligrosamente contagioso- estar en presencia de un caso de manía patológica, aunque uno no acabe de reconocer exactamente qué es.
De todas las ideas que le bullían en la cabeza, Richard estaba obsesionado sobre todo con dos: la «repugnante hipocresía» de los judíos «post-Holocausto» en el acomodado Estados Unidos y la proclamación del profeta Zaratustra en Nietzsche: «Dios ha muerto».
En años posteriores, «Dios ha muerto» se ha vuelto tan familiar, hasta el exceso, como El grito de Edvard Munch, unas aproximaciones angustiosas a la psique del hombre moderno que encuentran, en la cultura popular, el camino hasta la sensibilidad cómica y satírica de un Woody Allen. ¡Pobre Richard Wishnetsky! Iba a pagar un precio terrible por ser un adelantado a su tiempo.
Una tarde, al volver a mi despacho en el Departamento de Lengua y Literatura Inglesa, estaba Richard Wishnetsky sentado en mi mesa, curioseando descaradamente mis papeles. A pesar del supuesto igualitarismo entre los dos en nuestros debates intelectuales, me dejó clavada la imagen de Richard sentado en mi sitio; aquella violación de la relación profesor-alumno me pareció sorprendente y mezquina. Y había algo en los ojos de Richard que me ponía nerviosa.
– ¿Tienes miedo de mí, Joyce? ¿Por qué tienes miedo de mí?
La risa de Richard era aguda y prolongada. Su rostro brillaba de sudor. Le dije que no le temía. Aunque, en aquel instante, a solas en el despacho con Richard, tuve miedo.
Le había hablado a veces a Ray de Richard Wishnetsky. Pero no le conté que Richard se había sentado en mi mesa. No le mostré las diatribas y profecías descuidadamente escritas a máquina por Richard al estilo de Zaratustra.
Ray había visto a Richard en una sola ocasión. Había venido al campus de la Universidad de Detroit para recogerme y Richard me siguió afuera, con ganas de hablar. Mientras nos alejábamos luego en coche, Ray dijo:
– No creo que sea buena idea animarle. No me parece que sea una buena idea.
– No tiene a nadie con quien hablar, aparte de mí.
– Eso dice…
– Es enternecedor…
– No es alumno tuyo, ¿verdad?
– No, pero…
– Quiera lo que quiera de ti, no se lo puedes dar.
– Pero…
– No puedes.
No era habitual que Ray estuviera en desacuerdo conmigo o me dijera lo que tenía que hacer. No discutí con él -no me gusta discutir con la gente más cercana a mí y a la que respeto-, y, aunque no tuve en cuenta su intuición sobre Richard Wishnetsky, no se lo dije. Tardé muchos años en comprender que Ray debía de haber reconocido, en aquel joven atormentado, algún residuo de su propia adolescencia; no las ideas extravagantes de Richard, no su desprecio mesiánico hacia los demás, sino su soledad esencial, su alejamiento de sus padres y su obsesión con la «religión».
Era verdad, Richard Wishnetsky no era alumno mío. Aparecía y desaparecía de mi vida al mismo tiempo que se iba trastornando cada vez más y era cada vez menos capaz de coexistir con toda la gente despreciable que le rodeaba. Se dijo que sus padres habían tratado de ingresarlo en un hospital psiquiátrico en Ypsilanti, pero sin lograrlo. Quizá le prohibieron el acceso al campus de la Universidad de Detroit por causar disturbios en un aula. Había otro profesor con quien tenía una relación estrecha, aunque combativa, en el Departamento de Alemán.
(Mi relato «In the Region of Ice» es de esa época. Es un curioso híbrido de «realidad» e «imaginación» claramente estimulado por la irrupción de Richard Wishnetsky en mi vida, aunque narrado desde el punto de vista de una monja católica ficticia que entabla con un joven y brillante alumno judío una relación mucho más intensa que la que tuve yo; el joven se pelea con su familia, sus amigos, sus profesores, deja su cómodo hogar de clase media y huye al otro lado de la frontera, a Canadá, donde se suicida. Si me hubieran preguntado por qué había escrito esta historia, habría dicho: «Porque tengo presente a Richard Wishnetsky y éste es mi intento de exorcizarlo». También pensé que era un cuento con moraleja que quizá podría darle a Richard la siguiente vez que le viera.)
No volví a ver a Richard Wishnetsky jamás.
La mañana del 12 de febrero de 1966 -todavía no hacía un año que había entrado en mi vida-, Richard interrumpió los servicios del sabbat en la sinagoga de Shaarey Zadek, en Southfield, con la intención de cometer un asesinato y suicidarse. Con una pistola de calibre 32 que había comprado en Toledo, Ohio, Richard subió a la bimah, donde el rabino Morris Adler, de cincuenta y nueve años, acababa de hablar ante una congregación de casi ochocientas personas, entre ellas la familia de Richard; como un personaje de Los demonios de Dostoievski, Richard se dirigió a los reunidos en tono desafiante con una declaración escrita que le sobreviviría posteriormente, porque quedó grabada en el magnetofón de la sinagoga: