– Lo siento, Ray ha muerto. Ray… el mes pasado… Ray murió…
No es verdad: Ray no murió el mes pasado. Estamos a finales de abril, Ray murió hace más de dos meses.
Es como si hubiera abofeteado a Bob. Tiene una expresión de sorpresa e incredulidad. Sus ojos se aferran a los míos, llenos de miedo.
– ¿Ray ha muerto?
Llevo casi dos meses evitando esta confrontación. La veía venir y ahora me siento abrumada por la pena pese a la tableta de sesenta miligramos de Cymbalta que me tomé esta mañana. Mis dedos agarran el manillar del carro con tanta fuerza que tengo los nudillos blancos.
No hay escapatoria. Bob sigue mirándome, afligido. Este hombre bueno no conocía a Ray, en realidad, no creo que hablaran más de una docena de veces en total, y siempre conversaciones breves, pero Bob está tan conmocionado por la noticia como si hubiera sido un viejo amigo.
– Pero… ¿cómo sucedió? ¿Cuándo…?
Tengo las palabras preparadas y pronunciadas ya muchas veces a estas alturas. Neumonía, Centro Médico de Princeton, mejoraba, pronto le iban a dar el alta, infección, murió.
Infección, murió.
– Me extrañaba llevar un tiempo sin ver a Ray…
Ignorando a los demás clientes que esperan detrás de mí, Bob sigue mirándome fijamente. Mi boca empieza a tener el siniestro temblor que anuncia el peligro. Entre tartamudeos le digo a Bob que no puedo hablar en este momento, tengo que irme.
– Lo siento. No p-puedo hablar.
Al ver mi agitación, Bob me pide disculpas. Bob suma mis compras con el ceño fruncido. Parece extraño seguir con la rutina -tarjeta de crédito, firma- cuando estamos los dos tan trastornados. Sé -por Ray- que, cuando murió la esposa con la que Bob llevaba casado toda la vida -¿de cáncer?-, no hace mucho, Bob se sintió desesperado, solo y deprimido, e incluso físicamente enfermo durante un tiempo; sé que Bob vive solo en el área de Pennington, y sus hijos son adultos y están repartidos por otros lugares.
Éste es un sumidero que podía haberse evitado. Un sumidero agotador y terrible. Llevo el carro al aparcamiento y el lagarto repugnante me observa desde cierta distancia y se mofa de mí mientras, con torpeza, saco las bolsas del carro y las pongo en el maletero del coche. «¿Tú crees que puedes continuar así? ¿Estás tan desesperada por seguir viviendo que quieres continuar así?»
Meter la compra en el maletero del coche, descargar el maletero del coche en casa: qué raro, qué extraño, qué mal está hacer esto sola, sin mi marido.
«¿Es que no tienes orgullo ni vergüenza, para seguir viviendo así?»
(Lo que ha empezado a asustarme es que el basilisco, a veces, consigue penetrar en la neblina del Cymbalta, sin previo aviso. Por supuesto, si una está suficientemente drogada, comatosa, «automedicada», no hay basilisco que sea capaz de entrometerse en la conciencia; pero me da miedo ese grado de sedación, porque sé que debe aumentar. Es cruel comprender qué poco le importa la persona pública al basilisco; desde luego, el basilisco no se deja impresionar por ningún logro literario, ningún triunfo profesional, ninguna cátedra en una universidad de la Ivy League; me siento especialmente vulnerable cuando están presentándome en un acto público, delante de espectadores, cuando el basilisco se burla sin piedad y me distrae de manera terrible. El lagarto se da cuenta, con una inteligencia extraordinaria, de que estar solo, sin amor, abandonado, es más despreciable para alguien de «prestigio» que para otros, que quizá imaginen que si obtuvieran ese «prestigio» se sentirían menos desgraciados y, por tanto, menos vulnerables al basilisco.)
Todo Detroit sería un sumidero, por ejemplo. La casa de Woodstock Drive que tanto habíamos querido, y la casa, más grande, a la que nos mudamos unos años después, a kilómetro y medio al sur y más cerca del campus de la Universidad de Detroit, en Sherbourne Road, que habíamos querido menos y en la que, visto desde ahora, fuimos menos felices; porque fue en esta casa en la que nos refugiamos durante aquellas horas terribles y enloquecidas de los «disturbios», oyendo disparos en Livernois Avenue y oliendo a humo y esperando que no nos pasara nada.
Y la casa en Windsor, en el 6000 de Riverside Drive East.
Cuando abro la puerta de mi despacho en la universidad, a veces veo -sólo un instante- una figura espectral en mi mesa, rebuscando entre mis papeles. No es Ray, por supuesto -Ray no se sentó jamás en mi mesa, en treinta años pasó muy poco tiempo en mi despacho de la universidad-, sino Richard Wishnetsky, que lleva muerto, por su propia mano y desesperado, más de cuarenta y cinco años.
El sumidero interior.
A una amiga en Evanston, Illinois, 29 de abril de 2008.
… dificultad en vivir sola, Leigh. Mi vida ha cambiado por completo. Tardo más en hacer todo y no soy capaz de concentrarme… Mi mente está todo el tiempo zumbando, fuera de sí, llena de pensamientos inútiles. Sólo gracias a la medicación puedo desconectarla cuatro o cinco horas cada noche… Estoy tomando un antidepresivo que quizá ejerza algún efecto… Me siento cambiada por completo, como alguien al que han destripado y vaciado… Sin embargo, cuando me ven mis amigos, dicen que tengo el mismo aspecto y las mismas maneras que siempre. No creo que lo digan por ser educados, y por eso es tan raro. Lo que me preocupa es seguir viviendo así… Es un esfuerzo tal, y de un valor discutible. Todo el mundo dice que «el tiempo cura las heridas», pero cuando tenemos cierta edad, y estamos solos, no parece probable que nuestra situación vaya a mejorar. Los amigos siguen siendo maravillosos…
Con mucho cariño,
Joyce
La verdad franca es: no estaría (seguramente) viva si no fuera por mis amigos.
A un amigo poeta en Boston, cuya madre está muriéndose en una residencia de enfermos terminales en Virginia, 30 de abril de 2008.
Pienso en ti, Henri… Resistiremos, por supuesto, y volveremos a ser felices, alguna vez, aunque sea por sorpresa; quizás en julio.
Con mucho afecto,
Joyce
(La madre de mi amigo poeta sobrevive con una cosa que se llama «dieta blanda mecánica». Tengo que decirme que Ray se ha ahorrado esto, Ray no está muriéndose poco a poco en una residencia sino que ha muerto, Ray ha muerto de pronto y aparentemente sin dolor y quizá incluso sin la conciencia de su muerte inminente. No estoy al lado de su cama dándole cucharadas de comida «blanda mecánica».)