Una forma de escapar del sumidero del alma, de eludirlo, es sumergirme en el trabajo. Porque el trabajo es, si no siempre cordura, sí un contrapeso a la locura.
No puedes trabajar verdaderamente si estás loco; si estás loco, no puedes verdaderamente trabajar. ¡Es esperanzador!
En realidad, ya no puedo escribir ficción, salvo a ratos. Como una mujer borracha que se tambalea, choca con las paredes, atontada… He trabajado durante semanas en un relato breve que terminé por fin la semana pasada. Con todas las ideas que asaltan mi cerebro cuando se disipa el sopor del Cymbalta, no hay ni una que me sienta capaz de ejecutar; estoy demasiado exhausta, tengo muy poca concentración… Tengo tan pocas fuerzas para planear una novela como para atravesar el Sahara o la Antártida. Mi principal medio de comunicación en estas semanas póstumas es el correo electrónico.
Voy a sacar de un cajón una novela que había terminado antes de que muriese Ray. Para salvarme, igual que una persona que se está ahogando se agarra a una cuerda, a un salvavidas, para levantarse -para levantarse muy arriba-, voy a reescribir la novela por completo: cada sílaba. Cambiaré el título, cambiaré el tono, la «voz». En esta novela lloraré a mi marido, igual que creí que había llorado a mi padre cuando la escribí en un principio. Así trataré de derrotar al basilisco que se burla de mí, resistiré.
Al volver de noche y acercarme a casa, veo que la calle es una especie de túnel, con vehículos estacionados a ambos lados. ¿Hay una fiesta en el barrio? ¿Por qué tengo una sensación de peligro, de amenaza? Mi corazón empieza a latir deprisa cuando me veo obligada a pasar despacio por el estrecho carril entre los vehículos aparcados: todoterrenos y monovolúmenes en colores sobre todo oscuros, como los vehículos militares; me da miedo rayar alguno de los coches; tengo la impresión de tardar mucho en atravesar el túnel y empiezo a sudar dentro de mi ropa, hasta que, por fin, ahí está nuestra casa: sin luces, un lugar desolado, abandonado. «Sólo yo estoy sola en esta calle. Soy la única persona que está sola.» Como no he dejado encendida ninguna luz exterior, ni ninguna de dentro que ilumine el camino hasta el patio, tengo que entrar a tientas. «La única persona que debe entrar a tientas en su casa. ¡Quién va a ser tan ridículo!» Ni siquiera es el basilisco el que se ríe de mí, soy yo misma.
Hace unas semanas, si volvía a casa a estas horas, habría cosas dejadas para mí en el jardín: un guiso todavía tibio del horno de alguna amiga, una bolsa con bebidas frutales. Ahora estamos a finales de abril y lo único que me esperan son los paquetes de UPS y FedEx. El cornejo está en flor, un árbol fantasma en la penumbra. De día no puedo soportar verlo.
Pronto empezará a florecer el cornejo coreano de delante de la casa, delante de mi estudio. Ése también era uno de los árboles preferidos de Ray.
Nunca es fácil regresar a una casa vacía. Siempre, cuando entro, espero -medio espero- ver que ha pasado algún percance en mi ausencia. Cojines arrojados al suelo, sillas volcadas, lámparas rotas… Mi amiga Lois me dice:
– Estoy preocupada por ti, Joyce. Sola en esa casa. Es tan… accesible.
En Detroit, durante nuestro primer año en la casa de Woodstock Drive, regresamos una noche y descubrimos que habían entrado en casa.
Entramos con una actitud ingenua y descuidada. Ninguno de los dos pareció darse cuenta de que pasaba algo. Al ver las dos sillas de la cocina descolocadas, los cajones de la cocina abiertos, abierta en parte la puerta corredera que daba al patio, miramos en silencio como si estuviéramos ante una adivinanza demasiado enorme para abarcarla en nuestro cerebro.
Corrimos arriba. En nuestro dormitorio vimos los cajones de la cómoda volcados en el suelo, la ropa y las almohadas esparcidas. «¿Ha entrado alguien? ¿Qué es esto?» Es extraño lo lentos que fuimos para captar la situación, literalmente lentos, como a cámara lenta, o como debajo del agua; parece que es una reacción habitual ante un allanamiento de morada, porque es una violación tan íntima que el cerebro no logra asimilarla de inmediato.
Y en mi estudio, una habitación pequeña en la parte posterior de la casa, en la que había unos cuantos muebles -una mesa plegable en la que escribía, una silla, dos o tres estanterías pequeñas y sin acabar-, me quedé absorta un buen momento antes de comprender que faltaba mi máquina de escribir…
¡Mi máquina de escribir! En esa era en la que ni siquiera había todavía máquinas eléctricas, yo tenía una manual a la que me sentía tan unida como un esclavo esposado a unas esposas que hubieran crecido para adaptarse a los contornos de sus extremidades. Se podía decir, con razón: «¡Joyce ama su máquina de escribir! Joyce depende por completo de esa máquina de escribir».
Aunque he escrito a mano toda la vida, siempre he mecanografiado el borrador definitivo. Ahora, los ladrones se habían llevado mi máquina, no sabíamos con qué propósito; no era nueva, no era ni mucho menos un modelo caro, ¿pensaban venderla? ¿Empeñarla?
Ray llamó a la policía. Ray habló con los agentes de policía cuando llegaron. Para entonces ya era tarde, pasadas las once de la noche. Los policías revisaron la casa y nos preguntaron qué echábamos en falta, y se lo pudimos decir a duras penas, muy vagamente, como si nos hubieran atacado a nosotros, no conseguíamos pensar en lo que faltaba, aparte de mi máquina y unas cucharas y unos tenedores bañados en plata, que habían sido regalos de boda; teníamos dinero escondido en alguna parte, preguntaron los agentes, y dijimos que no; teníamos algún arma de fuego, preguntaron los agentes, y dijimos que no; estábamos asegurados, íbamos a presentar una reclamación, y dijimos que sí, suponíamos.
Los policías hicieron casi todas sus preguntas a Ray. No parecieron tomar notas más que por pura formalidad. Era evidente que, en la Ciudad de los Asesinatos, los robos como el que había sufrido nuestra casa no ocupaban un lugar destacado en las preocupaciones de la policía. Su registro de la casa fue rápido y mínimo. Antes de irse le explicaron a Ray lo peligroso que había sido que subiéramos al piso de arriba después de sospechar que habían robado la casa:
– Si hubieran estado arriba, y no hubieran tenido otra salida, su mujer y usted podrían haber resultado heridos, señor Smith.
El señor Smith, dicho con la mínima cortesía.
Hablaban de hombre a hombre. Su mujer estaba de más. Cuando se fueron, Ray se quedó muy callado. Y estuvo días enteros muy callado sobre el tema del robo.
Poco a poco me di cuenta de que se sintió insultado por ellos. Le hablaron sin ningún respeto. Un hombre que se había comportado de manera peligrosa y estúpida, que no había protegido a su mujer.
La casa de cristal. ¿Es prudente esto? Nada de persianas, ni contraventanas, un solo piso, «accesible».
En una casa de cristal, de día y de noche, hay reflejos inesperados, imágenes espectrales, figuras en sombras que vemos moverse con el rabillo del ojo. Los ciervos se reflejan en el cristal, y sus reflejos se reflejan en otro cristal, o ¿es una figura humana? ¿Es Ray? Porque tantas veces, a lo largo de los años, por supuesto que era Ray; y el corazón se llena de…
Una especie de equivalente adrenalínico de la esperanza.
Esperanza frente a sentido común.
Estar loco es -ésta es una definición parcial e improvisada- creer que algo es lo que queremos creer que es, a pesar de saber que no lo es. Estar cuerdo es reconocer que nuestros deseos más profundos e intensos no tienen nada que ver con lo que es.