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Mi conclusión es que no estoy loca. Todavía no.

Quizá es peligroso vivir aquí sola. Pero no creo que los peligros vengan de ladrones ni asesinos en serie.

Estoy pensando en los anónimos trabajadores de la película de Fritz Lang Metrópolis, dirigiéndose como zombis al mundo de las tinieblas en el que habitan.

Estoy pensando en un museo que visitamos Ray y yo, tal vez el Louvre, un sumidero de extenuación, aunque lleno de objetos «bellos», objetos «raros», en un ala de antigüedades, caminando juntos en silencio, porque nos habían callado las figuras de los reyes muertos, con los rostros reducidos a unos cuantos rasgos primitivos; algunas de las formas esculpidas no tenían brazos, piernas, cabezas -¿era el antiguo Egipto?-, unas figuras humanoides de una especie extinta, condenadas a «existir» en el museo; la luz gris y difusa había arrancado cualquier significado a aquellos personajes ciegos y vacíos; había arrancado cualquier significado a lo que estábamos haciendo allí, dar testimonio de alguna absurda reivindicación de la identidad humana: ¿el valor?, ¿la autoridad?

Ray me cogió de la mano:

– ¡Vámonos de aquí!

Viviendo sola, es muy fácil acabar desencarnada.

Pienso: «Debo dejar de tomar estas pastillas. Me estoy envenenando».

(En Nueva Jersey, se dice que el aire está contaminado incluso en las partes del estado, como Princeton, en las que se asegura que el aire no está contaminado.)

(A veces, en cualquier caso, una puede oler y saborear las toxinas; por ejemplo, una débil decoloración del aire similar al color del pis de gato seco en un certificado de defunción emitido por el estado de Nueva Jersey.)

Como le había pasado a su padre -su padre, del que había vivido emocionalmente apartado-, a Ray se le vio una vez llorando. En su despacho, ante su mesa, y yo entré en la habitación por completo asombrada, y preocupada, preguntando qué pasaba, qué pasaba, qué pasaba, porque era del todo impropio de mi marido, desde que yo le conocía; y Ray se volvió hacia otro lado y dijo que no era nada, que había estado acordándose de su padre, nada más.

En aquel entonces, su padre llevaba muerto tal vez uno o dos años.

Ray no hablaba con frecuencia de su familia, ni con facilidad. Pero me había contado que, en más de una ocasión, había descubierto a su padre llorando. Una vez, cuando Ray era muy joven, había encontrado a su padre encorvado, con la cabeza apoyada en los brazos. Se había asustado mucho. Asusta mucho ver a tu padre impotente y derrotado. Y otra vez, cuando Ray tenía dieciocho años, y había dejado de ir a misa los domingos, su padre lloró, parecía auténticamente disgustado, angustiado: «Si pierdes tu fe, me echarán la culpa a mí. Si vas al infierno. Será culpa mía si vas al infierno. Me echarán la culpa a mí».

¡Un hombre adulto, llorando! ¡Con miedo al infierno! Al contarme estas cosas, Ray se reía. Sus labios trazaban una media sonrisa amarga.

Pero ¿lo decía en serio tu padre?, preguntaba yo. Qué extraño me resultaba, porque mis padres nunca habían sido muy devotos, ni siquiera unos católicos muy serios; mi familia tenía tan pocas posibilidades de ponerse a hablar de Dios, Jesucristo, María, el diablo, el cielo y el infierno como de sumergirse en una discusión sobre matemáticas avanzadas. Por lo visto, en Millersport, Nueva York -un cruce de carreteras rurales con una docena de casas-, esos temas tan «profundos» parecen una estupidez.

Ray dijo que sí. Su padre había hablado en serio.

Le pregunté cómo era posible que cualquiera creyese en serio…

Irritado, Ray contestó que su padre había creído. Su padre era un católico devoto y «creía» lo que creen los católicos.

Pero…

Vamos a cambiar de tema, dijo Ray. Por favor.

En un matrimonio, como en cualquier relación íntima, existen sumideros.

O tal vez campos de minas.

Uno no tropieza con ellos. No comete ese error.

No comete ese error una segunda vez.

Para Ray, había un sumidero: su familia.

El agujero era inmenso, abarcaba muchas hectáreas: su familia, la Iglesia, el infierno.

Ese sumidero estuvo a punto de succionarlo, de ahogarlo. Antes de que nos conociéramos, decía Ray.

O eso supuse, cuando era joven.

Mi impresión era que Ray había conseguido salir del sumidero a costa de un precio elevado, emocional y psicológico. No podía preguntárselo, como no podía preguntarle por su padre. Una de esas balas que están alojadas demasiado cerca de la columna vertebral y no pueden quitarse mediante cirugía.

Al escribir estas líneas, me parece estar traicionando a Ray. Pero, si no las escribo, no seré totalmente sincera.

Unas memorias no tienen ningún sentido si no son sinceras. Igual que una declaración de amor no tiene ningún sentido si no es sincera.

Durante años vivimos sin hacer referencia al pasado de Ray, porque el pasado de Ray estaba cada vez más alejado en el tiempo. Pero, al comienzo de nuestro matrimonio, ese pasado estaba próximo, e incluso se inmiscuía en el presente, porque los padres de Ray estaban vivos en aquella época. (La madre de Ray vivió hasta bien pasados los noventa años; cuando murió, hacía cuarenta años que era viuda.)

¿Cómo se relaciona una joven esposa con la familia de su marido? Si su marido se lleva bien con sus familiares, no hay problema. Si no, lo normal es que haya problemas.

No me gusta criticar a otros. Aunque no soy lo que se considera una persona crédula, no quiero ser ni parecer despreciativa, escéptica ni desdeñosa con las creencias de otros.

Sobre todo, unas creencias religiosas mantenidas con fervor.

Por eso, respecto a la familia de Ray, nunca di mi opinión. No insistí en el asombro que me producía el hecho de que el padre de Ray hubiera podido creer que le iban a pedir cuentas -¿Dios?- si su hijo abandonaba la Iglesia Católica.

Como decía Ray, «cambiemos de tema».

En otra ocasión, cuando acabábamos de conocernos, y nos veíamos todas las noches en Madison, Wisconsin, en la emoción irrefrenable de estar viviendo lo que hasta entonces habíamos sido demasiado tímidos como para llamar «un nuevo amor», Ray me habló, vacilante, de su hermana, que estaba internada en una «institución».

¡Qué coincidencia! Mi hermana Lynn, dieciocho años más joven que yo, también estaba interna en un centro.

Lynn padecía un autismo tan grave que no pudo seguir en casa después de cumplir los once años. Se había vuelto violenta y amenazaba a mi madre. Fue un período desgarrador en las vidas de mis padres, cuando yo ya me había ido a la universidad; la cuestión implícita era que yo había dejado a la familia y Lynn quizá tenía que haber sido mi sustituta.

O quizá mi hermana fue un accidente. Concebida por accidente cuando mi madre tenía cuarenta y pocos años.

Pero la hermana de Ray no era autista. Su hermana Carol, según recordaba él, no tenía ninguna deficiencia mental, sino que era «excitable», «difícil», «desobediente».

De los cuatro hijos de la familia de Ray, Carol había sido la rebelde. Carol se había negado a obedecer a sus padres, y Carol había tenido una «reacción exagerada» al ambiente religioso de la casa.

¿Qué significaba eso?, pregunté.

No había sido una buena niña, una buena niñita católica. No tenía devoción. Era gritona y discutidora.

¿Y qué… qué fue de ella?, pregunté.

La ingresaron en un centro. Cuando tenía unos once años. Como tu hermana. Pero por motivos diferentes.

Aparte de esto, Ray no quería decir nada más. El tema le resultaba muy doloroso y yo no quise insistir.

Después conocí al hermano menor de Ray, Bob, un hombre muy agradable, aunque callado, que pasó toda su vida trabajando en una oficina de correos de Milwaukee; tan distinto de Ray en lo intelectual, lo emocional y todos los demás aspectos, que nadie habría pensado que eran hermanos. Y conocí a la hermana mayor de Ray, Mary, que se había casado y se había ido lejos de Milwaukee y de la fuerza de atracción de la familia católica, hacía muchos años. Ray admiraba a Mary por haberse labrado una «vida normal».