– Se escapó. Carol no pudo.
Cuando vivíamos en Princeton, creo, Carol murió de repente, en el hospital, o «centro» en el que residía, en el área de Milwaukee. Ray habló por teléfono con su hermano y con su hermana, pero no fue al funeral, si es que hubo un funeral; no quería hablar de su hermana desaparecida.
Debería decir que desaparecida no es la palabra que usaba Ray. Desaparecida es una palabra mía.
Cuando murió Ray, en la confusión de aquellas horas y aquellos días terribles, no conseguía encontrar la dirección de Mary en la agenda de Ray. Un funcionario del juzgado de los trámites testamentarios me había dicho que tenía que escribir a todos los familiares cercanos de mi difunto marido para informarles de su muerte, con el fin de que pudieran ver su testamento, si querían verlo; si tenían alguna reclamación en contra del testamento, debían hacerla cuanto antes. Era responsabilidad mía enviar una carta certificada a la hermana superviviente de Ray, pero no podía localizar su dirección, y, desesperada, rebusqué por los papeles de Ray, sus documentos, los cajones de su mesa, los armarios archivadores; cuando me llamó un periodista del New York Times, para otro asunto completamente distinto, aproveché la oportunidad y le pedí ayuda en la búsqueda de la escurridiza «Mary Samolis», residente en algún sitio de Massachusetts, creía, o quizá fuera Connecticut. Al final, por otras fuentes, encontré la dirección y escribí a mi cuñada, aunque con retraso.
¡Qué impresionada se quedó al saber que su hermano pequeño, Ray, había muerto, y tan de pronto! (El menor, Bob, había fallecido varios años antes.)
Sin embargo, el otro día, en el jardín, cuando revisaba la manoseada libreta de Ray, descubrí el nombre y la dirección de su hermana: siempre habían estado ahí.
Cuántas veces descubro cosas que antes no podía encontrar. Segura de que había mirado, y mirado, y mirado, pero no había visto lo que buscaba.
Todo esto es una novedad para mí, este aturdimiento.
Empezando por la grosera nota bajo el limpiaparabrisas de nuestro coche: aprende a aparcar, zorra estúpida. Ésa fue la primera señal de que no pienso con claridad, no me comporto de manera normal. La primera señal del mundo -el mundo al que no le importamos un pito ni Ray ni yo- de que he iniciado una nueva etapa de mi vida, de la que no habrá retroceso.
Unos kleenex húmedos y arrugados. Pero éstos son míos, esparcidos por la alfombra junto a la cama.
77. El jardín
Está claro que el jardín de Ray es un sumidero. Está claro que es un error terrible entrar en él.
Sin embargo, abro la verja y entro. Me inunda una emoción tal que creo que voy a desmayarme. La última vez que estuvimos juntos aquí, en otoño… qué distinto estaba entonces el jardín, y qué distintas nuestras vidas…
Están las tumbonas ligeras que habíamos sacado al jardín para sentarnos al sol y comer. A Ray le había enternecido que se lo propusiera; el jardín era siempre un lugar suyo, y le gustaba que viniera aquí con él.
Y los gatos también; al ver que yo estaba en el jardín con Ray, y que estábamos charlando, Reynard y Cherie quizá entraban en el jardín sin prestarse atención.
Me gusta pensar que Ray era muy feliz en esas ocasiones. Que no estaba pensando en la revista ni en la editorial; no pensaba en cuestiones de dinero, impuestos, ni el «mantenimiento» de la casa y el terreno, que era un trabajo a tiempo completo.
Si el espíritu de Ray está en algún lugar, es en este jardín.
Qué pena ver qué destrozado está el jardín tras el invierno. De los árboles cercanos han caído restos de tormenta. Intento recordar dónde estaban las caléndulas de Ray, y sus zinnias; todo está roto, los colores han perdido el brillo. Lo único que queda de las calabazas son trozos rotos y podridos de las cáscaras. Matas de tomates secas en palos torcidos, como nervios crispados. Un trozo de las matas de pepinos del año pasado, enredado en la alambrada.
¡En medio de las ruinas del jardín hay algunos brotes verdes que no parece que sean malas hierbas! Son lo que Ray llamaba (¿se inventó él el término?) «voluntarios».
Flores que habían recuperado sus propias semillas y habían sobrevivido al invierno. Cuando todo lo demás había muerto.
No puedo ver todavía de qué son estos brotes. Con el tiempo, veré que son claveles del Japón.
Desde luego, las campanillas vuelven todos los años. De color azul claro y blanco, puede que yo misma plantara unas cuantas hace varios años. Porque no siempre estuve apartada del jardín, también a mí me gustaba el jardín de Ray.
Ésta es la época del año en la que Ray habría encargado que arasen el jardín. Que removieran la tierra endurecida como preparativo para plantar. Empezaba con lechuga, rúcula, albahaca. «Te gustaría venir conmigo a Kale's», preguntaba Ray con ilusión, y en mi estudio, en mi mesa, yo murmuraba: «No, gracias, estoy ocupada con…».
Ahora es demasiado tarde. Mis insípidas ocupaciones han crecido, como un gas malévolo, hasta abarcar toda mi vida.
Ahora, en mayo de 2008, mi opción es: dejar que el jardín de Ray se lo coman las malas hierbas, o, cosa que parece igual de indeseable, plantar un jardín nuevo en su lugar.
Cuando un aficionado a la jardinería muere, su familia tiene que tomar esta decisión. Se ven jardines que se han dejado perder porque nadie se siente capaz de mantenerlos.
Cuando vinimos a vivir a esta casa, el jardín estaba sin cultivar, pero estaba rodeado por una verja de tres metros, que Ray reforzó. No era una verja muy sólida, aunque ha servido para impedir que entren los ciervos. Ahora pienso: «La verdad es que no puedo hacerlo. No puedo dedicarme al jardín. No sé cómo, y no tengo fuerza suficiente. No tengo suficiente tiempo. Éste será otro error póstumo del que me arrepentiré».
Otra alternativa es pagar a alguien para que se encargue del jardín. Pero eso es muy triste. Muy desesperado.
Una vez, tomé el pelo a Ray trayendo a casa una calabaza de forma preciosa para colarla en un amasijo de matas de calabaza que había en la parte posterior del jardín. Algún tipo de bicho horrible había destruido la mayor parte de sus calabazas, que florecieron y empezaron a formar los frutos, pero de pronto se marchitaron. Así que, de broma, introduje una calabaza de forma perfecta.
– ¡Mira! -dijo Ray, cuando llevó la calabaza a la cocina.
Me reí, y Ray me vio la cara y comprendió.
– No veo la gracia -dijo, con el ceño fruncido.
Mi marido se había sentido verdaderamente ofendido. Pero consiguió reírse, a pesar de todo.
¡No más bromas! Éste es un recuerdo agridulce.
Siento que, francamente, no tengo más remedio. No puedo dejar que se estropee el jardín de Ray, es una ironía demasiado dolorosa. Y nuestros amigos lo verán, sin duda.
De hecho, varios se han ofrecido a venir para «ayudarte con el jardín de Ray», porque el jardín será siempre de Ray, esté cultivado o no.
De modo que aquí estoy, de camino a Kale's. Es una decisión repentina, impetuosa, de la que espero no arrepentirme. En Millersport, en nuestra pequeña granja de frutales, ayudaba a mi madre en el huerto, y en el campo de maíz, y en un campo de fresas, igual que ayudaba a dar de comer a las gallinas y a recoger los huevos y a mantener sus apestosos gallineros razonablemente limpios, pero en realidad no se me da bien la jardinería, me falta algún gen fundamental, como el que se tiene para las matemáticas o para cantar con una bella voz de soprano.
En Kale's voy a pedir plantas perennes, exclusivamente, mientras que Ray ponía sólo plantas anuales. Voy a pedir plantas vivaces que sean tan duras como las hierbas, que tengan flores la mayor parte del verano; «cualquier cosa que exija un mínimo esfuerzo y tenga la supervivencia garantizada».