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De esta forma, sin saberlo, y en contra de su temperamento, la viuda ha tomado una decisión muy buena. La viuda ha tomado una decisión brillante. En vez de vagar por la casa como un fantasma, hundiéndose cada vez más, la viuda va a hacerse cargo del jardín abandonado de su marido y va a plantar cosas nuevas: vivaces, resistentes y anuales no perecederas, flores y no hortalizas, salvia rusa, que crece rápido, tiras de rudbeckias y margaritas, alceast bostas, azucenas, peonías. La viuda, ingenua, había previsto una o dos visitas al vivero, pero la verdad es que la viuda regresará al vivero muchas veces a lo largo del verano. Al preguntarle si tiene una cuenta en el vivero, que le proporciona un diez por ciento de descuento en sus compras, la viuda dice que sí, su marido tiene una cuenta: «Raymond Smith, Honey Brook Drive, número 9».

78. La peregrinación

Ahora empiezo a darme cuenta: estas memorias son una peregrinación.

Todas las memorias son viajes, investigaciones. Algunas memorias son peregrinaciones.

Empieza en X, y acabarás en Z. Acabarás, sea como sea.

Al principio, en los confusos días y noches de pesadilla tras la muerte de Ray, el terreno (conocido) en el que me movía se había vuelto aterrador, desconocido. La propia casa en la que vivía, nuestra casa, resultaba aterradora porque, aun siendo completamente conocida, era -y sigue siendo, a veces- desconocida.

Lo que había perdido, como el color desvaído por el sol, era el significado.

Ser humano es vivir con sentido. Vivir sin sentido es vivir de manera infrahumana. Como alguien que ha sufrido daños en una parte del cerebro en la que residen el lenguaje, las emociones y la memoria.

En los primeros días, semanas, meses de su nueva vida póstuma, la viuda debe vivir sin sentido como en una comedia negra ontológica en la que otros parecen recitar unos textos preparados, están unidos entre sí por el circuito de una trama elaborada aunque invisible, mientras que ella, la viuda, la que ha sufrido una pérdida irreparable, como una pierna, o un ojo, o la capacidad de razonar, debe andar a trompicones por las escenas, sin captar el vínculo esencial, el significado: ¿por qué?

¿Por qué? La pregunta que sólo hacen los desgraciados, los marginales, los desposeídos, los resentidos, los enfermos, los afligidos, las almas enfangadas al margen de la reluciente comedia social.

¿Por qué? La pregunta que, cuando se plantea, como si se proyectara una linterna en su rostro retorcido, revela que el que la hace tiene una carencia, está herido.

¿Por qué? La pregunta que no tiene respuesta.

¿Por qué te enamoraste de la persona de la que te enamoraste?

¿Por qué no te enamoraste de todos los demás de los que no te enamoraste?

¿Por qué se enamoró él/ella de ti? ¿Es posible que no te conociera como te conoces tú?

¿Por qué no te conocía? ¿Es posible que le ocultaras tu verdadero yo? ¿Y por qué?

¿Y por qué imaginas -porque, desde luego, siempre lo imaginamos- que conoces a la persona de la que te enamoraste?

Ésta es la posibilidad que asusta a la viuda.

Ésta es la posibilidad en la que la viuda no quiere pensar.

Por si no fuera suficientemente devastador perder a su marido, qué doloroso darse cuenta de que tal vez no lo conoció, en el sentido más profundo e intenso.

En el jardín de Ray se me ocurren estas cosas. No son cosas que se me ocurrirían en otro sitio, creo, sólo en el jardín de Ray.

Porque he contratado a un hombre para que venga a arar el suelo, como hacía Ray todos los años en esta época. He empezado a pasar la azada, cavar, rastrillar; llevo los viejos guantes de jardín de Ray, estoy usando las herramientas de jardín de Ray y usaré la manguera de Ray si consigo enroscarla como es debido en el grifo de la parte trasera de la casa.

A Ray le gustaría, creo, saber que estoy aquí. Ray pensaría: «¡Qué feliz fui aquí! Ojalá pudiera estar contigo allí, ahora».

En una esquina del jardín está la colorida casa para pájaros victoriana colocada sobre un poste, que está destrozado por el invierno y empezando a caerse. Ray habría enterrado mejor el poste en la tierra, pero me parece que yo no soy lo bastante fuerte. Apoyaré la casa para pájaros sobre la verja y confiaré en que se mantenga en pie.

En un montón al fondo del jardín están los palos que Ray empleaba para sostener sus matas de tomates. La verja está cubierta de parra, matas de campanillas, los restos secos de los pepinos del año pasado. Algunas ramas rotas han caído sobre el techo del cobertizo que hay al otro lado de la verja y parece que lo han abollado. Qué extraño me resulta estar en el jardín de Ray sin que él esté aquí; como si alguien entrara en mi estudio, fuera a mi mesa, viera mis papeles, sin estar yo.

La ausencia es una cosa terrible. La extinción, impensable.

Por tanto, prefiero pensar que el espíritu de Ray está aquí.

Pensaré que si el espíritu de Ray está en algún lugar; en cualquier lugar, es aquí.

En el vivero he comprado varias plantas; demasiadas, por lo que se ve. Me empieza a doler la cabeza ante la perspectiva de tener que cavar hoyos para todas estas plantas, sacarlas de sus tiestos, sacudirlas, colocarlas en el hoyo y apretar un poco la tierra a su alrededor. Y regarlas. Ray me diría: «Haz las que quieras hacer hoy. El resto aguantará. No te olvides de regarlas».

Hubo un momento de angustia en Kales, cuando el cajero buscó en el ordenador Raymond smith. De pronto temí que me dijera: «No hay aquí nadie con ese nombre. Lo siento».

Ray decía: al sacar una planta de su maceta, corta siempre las raíces que quedan al aire, sacude la tierra que se ha quedado deformada por la maceta para que las raíces puedan respirar. Por alguna razón, aunque habría dicho que no sé prácticamente nada de jardinería, me acuerdo de esto.

Ray decía: asegúrate de hacer un hoyo suficientemente hondo. Pero no demasiado hondo.

Asegúrate de regar bien las raíces de la planta. Pero no las ahogues.

Si una viuda es sincera sobre sus sentimientos, reconocerá que tiene miedo, desde que murió su marido, de descubrir algo sobre él, de que le salte a la cara alguna cosa sobre él de la que no sabía nada. La viuda tiene miedo de no haber conocido íntimamente a su marido, o, si lo conocía íntimamente, de no haberlo conocido en una faceta más pública, como lo conocían otros.

Porque la intimidad puede cegar. Cuanto más cerca estás, menos puedes ver.

Porque existe -en todos nosotros, tal vez; en algunos de nosotros, sin duda- algo imposible de conocer, inaccesible. Una otredad obstinada, inextricable e intransigente.

Por qué a Ray le costaba tanto hablar de su padre y, cuando lo hacía, era con una mueca extraña, herida y amarga en la boca; por qué Ray se apartaba de mí si yo quería acercarme demasiado: eso es un misterio, que nace de su otredad.

Una esposa tiene que respetar la otredad de su marido, debe aceptarla, nunca podrá conocerlo por completo.

Mientras cavo, corto, rastrillo -para protegerme las manos contra las ampollas llevo puestos los guantes sucios de Ray-, pienso estas cosas. Es un pensamiento deliberado, quiero desentrañar algo. Cuando una persona está sujeta a medicación psicotrópica, siempre está intentando pensar, intentando atravesar una pantalla, como un pájaro desesperado por atravesar una red. Así que estoy haciendo dos cosas: trabajar en el jardín de Ray para salvarlo de las malas hierbas, y crear un jardín nuevo en memoria de Ray; y estoy trabajando con las manos, y con la espalda, y las piernas, porque trabajar en la tierra es trabajar. Y así, mientras trabajo, pienso, pero el tipo de pensamiento que estoy practicando no tiene nada que ver con el tipo de pensamiento que practicaría en otro sitio, y mucho menos en la cama, en el nido. Éste es un tipo de pensamiento que va unido a trabajar; una parte o varias de mi cuerpo están despiertas, vivas.