Ahora, Jasmine se queda boquiabierta y se siente verdaderamente insultada.
Se sienta de golpe en la silla bajo el televisor. Suspira con fuerza y murmura. Su rostro carnoso se llena de sangre, los ojos relucen. Está enfurruñada, de mal humor, como una niña furiosa. Su odio hacia nosotros no es nada sutil, la hemos insultado porque no la hemos adorado. De pronto se me ocurre: «Me he creado una enemiga. Podría matar a mi marido durante la noche».
El corazón empieza a latirme deprisa de puro pánico. He traído a mi marido a este lugar terrible y ahora no puedo protegerlo. ¿Cómo puedo protegerlo?
«Ocurra lo que ocurra, la culpa será mía. Soy yo quien ha organizado esto.»
Al otro lado de la única ventana de la habitación, es de noche. Creo que probablemente es de noche desde hace mucho rato, porque anochece pronto en este perpetuo crepúsculo del invierno. Le digo a Jasmine que se vaya a cenar, si quiere -es un poco pronto-, éste es un buen momento porque todavía voy a estar aquí una hora o más.
Jasmine estaba rebuscando en una gran bolsa de tela que tiene sobre las rodillas, jadeando de exasperación. Al principio no parece oírme, así que, con el tono más amigable que puedo, repito lo que he dicho; Jasmine frunce el ceño, alza la vista; Jasmine hace un puchero y mira enfadada; entonces, Jasmine sonríe.
Jasmine cierra la enorme bolsa de tela y sonríe.
– ¡Gracias, señora! Muy amable por su parte, señora.
10 . Vigilia
14 de febrero de 2008 – 16 de febrero de 2008
¡Aquellos días! ¡Aquellas noches! Una cinta de Moebius que se enrollaba y se desenrollaba sin cesar.
La semana de pesadilla en mi vida; y sin embargo, durante esta semana, Ray continúa vivo.
«¡No te preocupes por eso, cariño! Me ocuparé de ello cuando llegue a casa.»
«Ponlo en mi mesa. La semana que viene estaremos a tiempo, supongo que ya habré vuelto a casa.»
Junto a su cama. Ray respira a través del inhalador nasal y trata de leer uno de los libros que le he traído de casa. Yo estoy leyendo, intentando leer, con toda la concentración fragmentada que soy capaz de reunir, las galeradas de un libro sobre la historia cultural del boxeo del que tengo que hacer una reseña para la New York Review of Books. Es hora de comer, pero a Ray no le apetece nada la comida de hospital. Es hora de sacarle sangre para hacer análisis, pero a la enfermera le cuesta mucho encontrar una vena; Ray tiene los brazos descoloridos, llenos de cardenales.
El aire de la habitación huele a rancio, agostado. Fuera hace un día oscuro e invernal de febrero. Esta tarde, en La universidad, hay una lectura patrocinada por el Departamento de Escritura Creativa; los lectores son Phillip Lopate y un autor israelí que está de visita. Por supuesto, no voy a poder ir, ni tampoco a la cena que hay después con mis colegas. Una vigilia de hospital consiste sobre todo en tiempo que transcurre con lentitud. Un tiempo detenido. Una situación estática en la que el miedo se reproduce como una bacteria virulenta.
Y entonces sucede que Ray empieza a hablar de algo que no logro seguir, con voz lenta y arrastrada, una historia confusa de que necesita traer algo de casa, llevarlo «a casa de Shannon». Shannon es su enfermera preferida, Shannon ha estado muy simpática con Ray, y por alguna razón, con la lógica del delirio, Ray piensa que no está en el hospital sino en una «casa» que pertenece a Shannon, que es invitado suyo y yo también.
Ha ocurrido tan deprisa, que no estoy preparada. Cuando traje a Ray a Urgencias hace unos días, dijo algunas cosas que me extrañaron, que no tenían sentido, pero ahora habla como si estuviera sonámbulo, y este cambio brusco de su estado me asombra y me asusta. Me apresuro a decirle que no: no está en casa de Shannon. Está en el hospital, en el Centro Médico de Princeton.
Ray no parece oírlo. O, si lo oye, no lo tiene en cuenta.
Lo que le preocupa es que tengo que traerle algo de casa, para usarlo aquí, en casa de Shannon. Tiene un «apartamento» en casa de Shannon.
Con calma, le digo que no, no está en casa de Shannon, está en el hospital, donde Shannon es enfermera.
– Cariño, has estado muy enfermo. Todavía estás enfermo.
Tienes…
Pero Ray se irrita conmigo. Ray tiene que discutir conmigo para convencerme de que sí, estamos en casa de Shannon.
– No, cariño. Shannon es una enfermera. Estás en el centro médico. Tienes neumonía, has estado muy mal. Pero estás mejorando, el médico dice que quizás puedas volver a casa la semana que viene.
No puedo recordar después cuánto tiempo discutimos este tema tan absurdo. Me siento inquieta, desorientada. Este hombre -este hombre infantil y cabezota, que habla despacio- no es el que yo conozco.
Voy al control de enfermería a buscar a Shannon, le pregunto qué le ha sucedido a mi marido y ella me dice que no me alarme, que este tipo de cosas ocurre a veces, es normal, se pasará. Le pregunto de dónde se ha sacado Ray la idea de que está en su casa -en un «apartamento» dentro de su casa- y Shannon se ríe y dice que «sí, su marido, que es un encanto», se lo ha estado diciendo también a ella, es mejor no desilusionarlo, más vale seguirle la corriente por ahora.
Seguirle la corriente. Por ahora.
Qué vergüenza sentiría Ray si supiera que le estamos «siguiendo la corriente»; esto es muy triste.
Busco a uno de los médicos de Ray, el doctor B.
El doctor B. es el médico que firmó el ingreso de Ray. Ray conoce mejor que yo al doctor B. un hombre de mediana edad muy simpático y cordial. El doctor B. será quien firme el certificado de defunción de mi marido.
El doctor B. también me dice que no me alarme, no es inusual que un paciente «delire» cuando su cerebro no está recibiendo suficiente oxígeno.
Mi marido, me asegura el doctor B., no tiene más que un «leve delirio», el inhalador nasal no debe de estar funcionando o Ray está respirando por la boca y no por la nariz como le han dicho. Por eso conviene que me quede con él todo lo que pueda, dice el doctor B., para «anclarle» en la realidad.
Me siento aliviada: Ray no tiene más que un «leve delirio».
Me siento aliviada: el doctor B. se muestra realista, incluso un poco perplejo. Como si, de tener tiempo, hubiera querido entretenerme con varios delirios cómicos de pacientes suyos, seguramente incluso pacientes que estuvieron antes en la habitación 541 con neumonía.
El doctor B. me dice que la situación es reversible.
¿Reversible?
Con qué indiferencia emplea este término tan crucial, ¡reversible!
Sí, señora Smith. Reversible, normalmente.
El doctor B. ordena que quiten el inhalador nasal y vuelvan a ponerle la máscara de oxígeno. Al cabo de un rato -un milagro por el que lloro agradecida, escondida en el aseo de señoras del hospital-, mi marido ha recobrado la normalidad, es él mismo.
Días y noches en una sucesión mareante, como en una montaña rusa, en el hospital, en casa, en el hospital y en casa, yendo a Princeton, volviendo de Princeton al campo; este febrero ha sido un mes triste y sin embargo esta semana, la última semana de nuestra vida conjunta -nuestra vida-, las mañanas de nubes están teñidas de una extraña luz que no se sabe de dónde viene.