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Cada pecador sabía que tendría su propio demonio para castigarlo.

Para ver unos sádicos castigos imaginarios del tipo de los que pueden esperarse en el infierno católico, no hay más que leer Retrato del artista adolescente de James Joyce. Y recordemos que, pese a su rechazo a la Iglesia, y su desdén por esa superstición primitiva, el personaje de Stephen Dedalus reconoce que sigue temiendo que aún haya algo de «realidad malévola» en eso en lo que ha dejado de creer.

Como la aspiración de la mayoría de los católicos era que al menos uno de sus hijos dedicara su vida a la religión -se «ordenara»-, el padre de Ray expresó su esperanza de que Ray se hiciera sacerdote. Después de graduarse en el Instituto Marquette de Milwaukee, un centro regido por los jesuitas con excelente fama académica, Ray entró en un seminario jesuita de la zona, a los dieciocho años.

En las fotografías, el Ray Smith de los dieciocho años parece jovencísimo, más bien de catorce o quince.

No sé qué sucedió exactamente en el seminario; Ray no hablaba nunca de él más que en términos muy generales y de refilón: «Las cosas no fueron bien. Me salí al cabo de unos meses».

Las emociones de Ray sobre la Iglesia y, por tanto, sobre su infancia y adolescencia en Milwaukee, eran muy complicadas. Una esposa más agresiva -una esposa que hubiera tenido una edad más parecida a la de su marido- quizá habría podido hacerle hablar con más franqueza, sobre eso y sobre sus sentimientos hacia sus padres; una esposa más agresiva quizá habría conocido mejor a los padres de Ray.

Aunque Ray quiso mucho a mis padres, como si fuera de su propia sangre, yo casi no conocí a los suyos. Él no me animó a hacerlo, y visitábamos muy poco Milwaukee.

Mis recuerdos de los padres de Ray son buenos. Ver a Ray con su familia en aquellos momentos -su padre, su madre, su hermano Bob- era ver al hombre del que me había enamorado en otro contexto como hijo y como hermano. No sentía tener más derecho que ellos a mi marido, sino que -como les pasa a muchas esposas jóvenes- temía tener menos.

Después de nuestra primera visita, Ray dijo:

– ¿Has visto cómo te miraba mi madre? ¿Cómo te sonreía? No podía dejar de tocarte…

A Ray le había gustado, y yo me alegré al oírlo.

Por ese motivo, siempre sentí cariño por la madre de Ray, a la que sólo vería en unas cuantas ocasiones a lo largo de su vida. Cuando murió, muy mayor -tal vez con noventa y nueve años-, la forma que tuvo Ray de llorarla me indicó que nunca había tenido el menor problema con ella.

Lo extraño, lo inquietante, es que, cuanto más envejecía, más se parecía Ray a su padre, Raymond Joseph Smith, en cuyo honor le habían bautizado.

Y más empezó Ray a no querer ver sus fotografías. Más insistía en ser quien hiciera las fotos, para que no se las hicieran a él.

En mis primeras noches de insomnio tras la muerte de Ray, cuando yacía aturdida y exhausta y desvelada, preguntándome qué nos había pasado -como debe de sentirse la víctima de un terremoto o un naufragio, asombrada y preguntándose qué ha ocurrido de forma totalmente independiente del dolor físico o incluso de cualquier miedo de que pueda volver a pasar-, por algún motivo pensaba en Ray y su padre, veía a Ray y a su padre casi como si se hubieran fundido sus rostros; pensaba: «Ray era mayor que su padre cuando murió. Ray debería haber perdonado a su padre».

No tenía una idea clara de qué podría haber «perdonado».

Nunca me habría atrevido a sugerirle algo así a Ray.

Luego recordé: no era sólo que Ray hubiera descubierto llorando a su padre, ni que su padre hubiera expresado su terror a ser «condenado» por culpa de Ray; a Ray le perturbaba también la costumbre de su padre de rezar en voz alta cuando podían oírle otras personas, de murmurar la jaculatoria «Jesús, María y José», que es, o era, una plegaria católica para vencer la tentación o un ruego de perdón.

Por ejemplo, cuando veía a una mujer atractiva en televisión, el padre de Ray se apresuraba a apartar la vista y murmuraba «Jesús, María y José», una forma de rechazar un pensamiento sexual pecaminoso y no deseado.

Tener pensamientos impuros era un pecado grave, en la cosmología católica. Si un católico no confesaba como debía sus pensamientos impuros a un sacerdote y comulgaba a pesar de ello, cometía un pecado mortal, y, si moría en ese estado de pecado mortal, sería castigado eternamente en el infierno.

¡Qué ridículas nos parecen esas ideas! A algunos de nosotros.

Y qué fundamentales para la vida, a otros. Debemos tener en cuenta que la mayor parte de la población mundial «cree» en algún tipo de relación divina personal y, a menudo, punitiva. La tierra está empapada de la sangre de quienes han muerto por sus creencias religiosas y también de quienes han muerto a manos de los creyentes.

El padre de Ray había luchado en la Primera Guerra Mundial, de joven. Era católico de nacimiento y, salvo en caso de enfermedad, no había faltado jamás a la misa de los domingos y las fiestas de guardar en toda su vida.

Era vendedor de coches en Milwaukee. Tuvo trabajo incluso durante la Depresión. Ray decía de éclass="underline" «Trabajaba muchísimo. Nunca dejaba de trabajar. Siempre estaba en el concesionario o al teléfono. Nunca descansaba. Acababa agotado. Su única alegría era la Iglesia, ir a comulgar».

No recuerdo haber oído nunca a Ray llamar a su padre nada más que «mi padre». No recuerdo que se dirigiera a su padre. Nunca oí pronunciar a Ray las palabras papá o papi.

Estoy pensando que fue un error no haberme esforzado en empujar a Ray a reconciliarse con su padre. Me da la impresión de que no pensé en esa posibilidad. Seguramente incluso me gustaba que Ray estuviera apartado de su familia y, por tanto, dependiera más de .

Mientras que, por otra parte, veíamos mucho a mis padres, y siempre tuvimos unas relaciones magníficas, muy cariñosas, con Carolina y Fred.

Al ver a Ray con mis padres, al ver lo bien que nos llevábamos todos, lo felices que éramos juntos, quizá pensaba: «No necesita tener más familia que nosotros. Nos tiene a nosotros».

Era una ingenuidad. Era un pensamiento típico de una esposa joven, los celos de alguien que todavía no está muy segura de sí misma.

Ahora que es demasiado tarde, varios decenios tarde, me arrepiento de eso. Ni siquiera sé si Ray quería a su padre, además de sentirse incómodo con él, y enfadado, y avergonzado. Ni siquiera sé si al padre de Ray le dolía que su hijo viviera tan lejos de él, que viera tan poco a sus padres. Y llegó el día, a finales de los sesenta, en el que el hermano de Ray llamó para decir que el padre de Ray había muerto. Y fuimos al funeral en Milwaukee, y Ray estuvo completamente atontado, callado; y lo que quiera que sintiera aquel día Ray, no lo compartió conmigo.

Yo era joven, e ingenua. Quizá imaginé, como Ray hablaba tan poco de su padre, que no sentía pena por su muerte. Que, cuando le preguntaba qué tal estaba, y él se encogía de hombros y decía: «Bien», ésa era una respuesta razonable.

Es un hecho que un hombre quiere a su padre, de una forma u otra.

Retorcidos y doblados como las raíces de un árbol gigantesco: así son los recovecos del amor familiar.

Pero, incluso ahora, si Ray pudiera regresar, ¿sería yo capaz de preguntarle por su padre? ¿Su familia? ¿Me atrevería? ¿O me desanimaría en cuanto Ray frunciera un poco el ceño, y desviaría la conversación hacia otro tema, como pasaba siempre?

Nunca quise ser una esposa que perturbara a su marido. Nunca quise pelearme, discrepar ni ser desagradable. Me parecía que el riesgo era quedarse sin amor, si una esposa se enfrentaba a su marido en contra de sus deseos.

Y ahora estoy sin amor. Y qué extraña lucidez parece otorgarme eso, como un desinfectante aplicado en una herida abierta.