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Si Ray hubiera terminado la novela, y si hubiera querido publicarla, seguramente habría eliminado esta parte. No porque esté sin refinar o le falte integración con la trama -con unas revisiones y algunos cambios de personajes, eso se podría haber arreglado-, sino porque es un tema demasiado personal. Los padres de Ray estaban vivos cuando escribió la novela, y también sus hermanas y su hermano.

O a lo mejor estoy equivocada. Quizá, audaz y desafiante, Ray habría estado dispuesto a incluir toda esta parte. Quizá habría querido que se incluyese, de esta forma póstuma y abreviada, en lo que estoy escribiendo sobre él.

Estoy despierta toda esta noche turbulenta, aunque la habitación está a oscuras; no intento leer ni ver la televisión, tengo dolores agudos y ardientes en la espalda y el pecho, no puedo encontrar una posición cómoda en la que tumbarme, como si unas columnas de hormigas rojas me recorrieran la piel; pienso en Ray, echo tanto de menos a Ray, porque no hay nadie con quien pueda hablar de lo que he leído y lo que he descubierto; intento recordar lo que me contó Ray de su hermana: ¿habían sometido a Carol también a «tratamientos de choque»? ¿O habían sugerido «tratamientos de choque» para el propio Ray, cuando había estado en la clínica? ¿Y qué tipo de «clínica» era? ¿Era un hospital privado, o un hospital de la Iglesia? Ray no me lo dijo nunca.

¿Había visto Ray a su hermana con frecuencia? ¿Cuando era joven? ¿La había visitado en la residencia en la que vivía, la llevaban a casa de visita a ella?

¿O será que estoy pensando en mi hermana Lynn, a la que mi padre iba a buscar los domingos para llevarla a casa, a Millersport? Decían que Lynn prestaba poca atención a mis padres, pero estaba deseando comer sus platos favoritos, que le hacía mi madre. Mi hermano Fred decía que las visitas eran pura «tensión» para mi madre, pero que mi padre «insistió» en llevar a Lynn a casa, domingo tras domingo, durante años. Y, para adaptarse a los deseos de mi padre y la presencia agotadora de mi hermana, mi madre, Carolina, empezó a tomar tranquilizantes -Xanax-, hasta que acabó siendo adicta a ellos… Porque mi madre era una persona tímida e incapaz de oponerse a mi padre en la menor cosa, y mucho menos en ésta; él tenía una fuerza de voluntad mucho mayor.

Mi hermano también me ha contado que cada domingo, cuando se acercaba la hora de que mi padre volviera a llevarse a Lynn a la residencia de Amherst, ella se agitaba y parecía ansiosa por marcharse. «No se siente cómoda en ningún otro sitio. Con gente como ella, parece (casi) feliz.»

Me pregunto si la hermana de Ray, Carol, se sentía así. Si, aunque su vida de mujer normal había quedado destruida por una locura médica, disfrutó de cierta felicidad humana en San Francisco de Asís, o su equivalente en la vida real.

82. «¡Buena chica!»

Nos turnamos para tirar el palo en el campo. Es una rama con las marcas de los dientes de la perra y mojada con su saliva. Cuando la perra corre a recobrar el palo, la observamos con admiración: una preciosa collie de pelo largo, con una piel exquisita, rojo fuego, oro viejo, blanco resplandeciente; tiene las orejas alerta, los ojos límpidos y húmedos, casi parece que Trixi nos sonríe, la sonrisa ansiosa y húmeda de una criatura para la que la felicidad consiste en agradar a su amo y su ama.

– ¡Buena chica! Qué buena chica es…

Nuestro amigo acaricia la cabeza de la perra con brusquedad, coge el palo y vuelve a arrojarlo más lejos; Trixi vuelve a salir corriendo para cogerlo.

– A que es muy buena chica…. ¡Vamos, Trixi!

Trixi trota de vuelta hacia nosotros con el palo, jadeando de alegría, con temblores en los costados, meneando la cola… Aunque el juego del palo pronto empieza a aburrirnos, sobre todo empieza a aburrir a los amos de Trixi, que lo juegan a menudo con ella en verano, en su casa de campo.

– Ya está bien por ahora, Trix. Buena chica. ¿Vale?

Estamos visitando a unos amigos que viven en los montes Poconos, en Pennsylvania, en una vieja casa de piedra sobre un pequeño lago. Vamos a dormir en su habitación de invitados, que tiene una chimenea de piedra sin cantear, estanterías abarrotadas de libros interesantes, sin duda habrá un nido de arañas en algún rincón de la habitación para que lo descubra uno de nosotros con un grito de alarma que evocará recuerdos de Beaumont, Texas, las cucarachas voladoras.

– ¡Menos mal que salí de allí con vida!

De qué verano se trata, no estoy segura. Puede que fuera hace cuatro años, o más. Porque el tiempo pasa muy deprisa últimamente. Es como si el sol y la luna se arremolinaran a nuestro alrededor, y nuestros ojos miraran confusos y sin comprender. Nuestra visita no fue el verano pasado y probablemente tampoco el anterior. Hay instantáneas de todos nosotros en la casa de vacaciones de nuestros amigos desde hace quince años, pero las fotos son intercambiables, cuando no tienen la fecha exacta: un verano se funde con el siguiente.

Parece que somos los mismos, que no cambiamos. Las fotos deben de mostrar cómo hemos envejecido, pero ha sido tan gradual, que no parecimos darnos cuenta.

Aunque, a veces, Ray ve una foto suya que acabo de revelar en la tienda de fotografía de Pennington, entre un montón de fotos de un viaje o una fiesta reciente, y la mira con desolación; si no estoy atenta y se la quito de los dedos, es capaz de tirarla.

¿Cariño? ¿Qué pasa?, le pregunto. Estás muy guapo en esa fotografía.

¡Guapo! Ray hace un gesto y se ríe.

No es nada presumido. ¡Al contrario! Observa su aspecto en un espejo, se pasa las manos por el pelo y frunce el ceño, como un poco avergonzado de lo que está haciendo.

Tus preciosos ojos. Ojos de color gris azulado.

Aun cuando son unos ojos un poco hundidos, de forma que, tras las lentes de sus gafas de montura metálica, los bellos ojos de ese gris azulado no destacan; pienso que nadie ha visto de verdad esos ojos, ha mirado a esos ojos, excepto su mujer que le quiere.

Pero Ray hace un gesto al ver una foto suya; el rostro en sombras de su padre fundido con el rostro joven de Ray.

(No en vida, curiosamente. Sólo en algunas fotografías, dependiendo de los ángulos.)

Una vez, pasamos Nochevieja con estos amigos en casa de otros amigos comunes en Princeton. En el alféizar de la ventana de mi estudio hay una fotografía que conmemora aquella noche. Somos ocho en la imagen, todos muy festivos, sonrientes; mi pelo está más largo y rizado; Ray está de pie al fondo, casi en la sombra. Veo que lleva la corbata del Tapiz del Unicornio que le compré en Los Claustros de Nueva York hace años, aquel mayo en el que nos escabullimos de la larguísima ceremonia de la Academia Americana de las Artes y las Letras, en medio de todos los anuncios de premios literarios, y subimos en coche unos kilómetros hasta el museo de Los Claustros, que era uno de los lugares en los que Ray era muy feliz…

Me veo arrojada aún más al pasado, como a un mar embravecido: creo que corro cierto peligro de ahogarme en este mar.

– ¡Buena chica!

El grito me trae de vuelta.

– Buena chica, ¿verdad? Pero creo que ya está bien por ahora, Trix.

No voy a ser capaz de pensar en estos amigos, a los que tanto queríamos -y que nos querían-, sin pensar en Ray, y no voy a ser capaz de verlos, creo, sin Ray.

He aquí algo de lo que me avergüenzo: cuando estos amigos llamaron al día siguiente de morir Ray, no pude descolgar el teléfono.