No me atreví a descolgarlo. El nombre en la pantalla… No podía contestar.
¿Joyce? ¿Hola? Hemos oído la terrible noticia…
¿Puedes llamarnos? ¿Por favor?
¿Cómo estás? ¿Quieres que vayamos a Princeton? Podríamos estar allí mañana por la tarde.
Por favor, llama, cuéntanos…
¿Joyce? ¿Nos oyes?
Pero ése es el futuro, inimaginable en este momento.
Esta media tarde de verano en los Poconos. Una bruma grisácea en las montañas y oscuras nubes de tormenta en el horizonte, pero en el resto, como si saliera de una fuente sobrenatural, hay una luz brillante que inunda las colinas, como en un paisaje extrañamente luminoso -siniestro- de Martin Johnson Heade: The Corning Storm («Tormenta inminente»).
La collie Trixi es una perra rescatada, una perra de refugio, en plena flor de la vida, llena de energía, con los ojos llenos de adoración hacia sus amos que son tan buenos con ella, y es precioso cómo frota su cabeza también contra nuestras manos, deseosa de que le demos palmaditas, le acariciemos las orejas, admiremos su bello pelo rojo fuego y su cola veloz. Aunque le prestamos atención, hasta cierto punto, hemos dejado de tirarle el palo para que vaya a buscarlo, lo cual la ha desilusionado, y ahora está nerviosa: ladra, pequeños gritos agudos como los de un niño, pidiendo más atención, una atención inmediata; porque la vida canina de Trixi está supeditada a nuestra vida humana, es inimaginable sin nosotros:
– ¡Buena chica! ¡Ve a por él! ¡Una última vez! Ésa es mi chica.
Una vez más vuelven a arrojar el palo lleno de saliva, a un macizo de zanahorias silvestres, y una vez más Trixi corre a cogerlo, ladrando excitada.
Entonces nuestro amigo nos sorprende al comentar, sin darle importancia:
– Cuando Trixi muera, vamos a buscar una raza de perro más pequeña. Para poder llevarlo en los aviones.
Me deja tan asombrada este comentario que no puedo responder. No me atrevo ni a mirar a Ray.
– … es tanto lío, dejarla en una perrera. Y se queda muy agitada, y nos echa mucho de menos. Si nos vamos por uno o dos días…
– … tratamos de llevarla con nosotros, pero normalmente no podemos, no…
– … no es muy cómodo. -Salvo si viajamos en coche…
– Si vamos en coche, no hay problema. No es ideal, pero…
– … no hay problema. Pero es un lío. Es una perra preciosa, es una perra magnífica y la queremos mucho, pero ¡Trix! ¡Deja el maldito palo, chica! Ya está bien.
83. La resolución
Por la mañana, en el espejo, la parte superior de mi espalda está llena de unas estrías verticales de color rojo, que arden y laten de dolor; ¿herpes? Durante un largo momento me miro, completamente asombrada.
Pienso: «¡Pero esto es algo real! Esto es visible».
En mi ingenuidad pienso -casi pienso-: «¡Esto es bueno!, me evitará pensar en lo otro».
En internet me entero de que el herpes es «una dolorosa erupción de ampollas causada por el virus de la varicela, que se cree que se activa debido a una enorme tensión»; me entero de que el nombre clínico es Herpes Zoster (qué gran nombre para un personaje de Thomas Pynchon); y que sus síntomas son «manchas rojas en la piel seguidas de pequeñas ampollas que se parecen a las primeras fases de la varicela… Las ampollas se abren y forman pequeñas úlceras que empiezan a secarse y caen al cabo de dos o tres semanas».
Es preciso comenzar la medicación en las primeras veinticuatro horas de aparición de los síntomas, para prevenir complicaciones graves.
Sin embargo, cuando el doctor M. me examina, dice sin dudarlo que no tengo herpes.
¿No tengo herpes? Pero…
El doctor M. me pregunta qué tal duermo y le digo que no muy bien; me pregunta si están funcionando los antidepresivos, y le digo que no sé, realmente no sé… Tengo la tentación de taparme la cara con las manos y gritar «¡no sé! ¡No sé cómo me siento! Creo que no estoy bien… Creo que hay algo que va muy mal, pero no sé».
El doctor M. me da más recetas de Lunesta y Cymbalta. No tengo valor para decirle que he dejado de tomar Lunesta por temor a volverme adicta y que me da miedo seguir tomando Cymbalta porque -creo- la medicación me hace sentirme muy extraña, pero no estoy segura… No estoy segura de muchas cosas, es como si me hubieran borrado el cerebro o hubieran cortado con un punzón de hielo los lóbulos frontales en los que residen los «sentimientos».
De modo que, aunque mi médico de cabecera me ha dicho que no tengo herpes, Herpes Zoster, y eso debería tranquilizarme, o tener el efecto de alivio de un placebo, las ronchas rojas siguen saliendo en mi espalda y, tras una espantosa noche de insomnio acompañada de malestar físico, por la mañana veo en el espejo que tengo el doble de estrías en el pecho, y en las costillas, ¡con un picor y un ardor insoportables!, así que, desesperada, llamo de nuevo a la consulta del doctor M. y pido otra cita, y esta vez, con cierta decepción, el doctor M. examina mi espalda dolorida, que parece como si me hubieran azotado, y llega a la conclusión de que sí, tengo herpes, después de todo.
– El peor caso que he visto nunca.
Pero han pasado más de veinticuatro horas desde que empezaron a asomar los síntomas, al menos cuarenta y ocho horas, así que la medicación antiviral que me receta el doctor M. va a tener un efecto limitado. Ahora, de pronto, padezco herpes, in medias res, y no logro imaginar cómo era mi vida antes de esto; ¡qué felicidad, estar libre de esta capa de nervios crispados, de este violento picor y este ardor! Mi vida indolora de hace sólo unos días me parece idílica, pero el hecho de que casi me alegre de esto da fe de mi capacidad de engaño, porque el herpes es algo real -«visible»-, y no algo ontológico como el seudolagarto que me insta a tragarme todas las pastillas del botiquín, acurrucarme y morir.
Salvo que ahora, cuando consulto internet, descubro que el herpes no es cuestión de dos o tres semanas sino una enfermedad mucho más seria:
A veces, el dolor puede durar meses, o años. El dolor, Postherpetic neuralgia, puede ser muy fuerte. Entre las posibles complicaciones se incluyen ceguera, si hay lesiones en los ojos; sordera, infecciones, lesiones en los órganos internos, sepsis, encefalitis…
De pronto tengo miedo: ¿el herpes es así de grave? ¿Y si me salen estas horribles ampollas en los ojos? La vida póstuma de la viuda ya es suficientemente pequeña, pero ¿una vida póstuma y ciega?
Mi remedio es huir de casa, donde demasiados pensamientos me bombardean como si estuviera atrapada en una telaraña. Hay unas cuantas perennes de Kale's que todavía no he plantado y este esfuerzo me exige toda mi concentración, de modo que el dolor del herpes no es predominante. Para cavar los hoyos para unas anémonas -unas preciosas «flores del viento»- y media docena de hostas, llevo los guantes de jardinero de Ray y utilizo las herramientas de jardín de Ray. Si no levanto la vista ni me doy la vuelta, puedo imaginar que Ray está en el jardín conmigo y que estamos trabajando juntos y en silencio, sin necesidad de hablar. No voy a contarle a Ray la mala noticia de que tengo toda la mitad superior del cuerpo llena de herpes -«lesiones»-, porque se preocuparía demasiado. No voy a contarle a Ray la mala noticia de que el doctor M., que le recetaba a él demasiados antibióticos, no reconoció los síntomas evidentes de herpes en su paciente y no me recetó los fármacos antivirales a tiempo.
Lo que a Ray le daría curiosidad, aquí en su jardín, es ver qué he plantado. Creo que admiraría lo que he hecho; me he tomado el tiempo de colocar las plantas en la tierra con cuidado y mantener húmedas las raíces. Éstas son equináceas moradas -«plantas de la pradera»- y hostas de flores blancas y moradas. Y una cosa nueva para mí: el iris de Siberia. La mitad del jardín de Ray está ya con plantas. La salvia rusa crece muy bien. En las campanillas que sembré están brotando unos finos tallos. Me asombra haber hecho tanto en unas pocas semanas, haber puesto cierto orden en el caos de malas hierbas… Me acuerdo de una conversación que tuve con Ray sobre la novela corta de D. H. Lawrence El gallo fugitivo/El hombre que murió, que había incluido en mis clases en Windsor, en un seminario de posgrado sobre la prosa y la poesía de Lawrence: una parábola muy poética y provocadora de la «verdadera» resurrección de Jesús, en la que se hace la pregunta «¿De qué, y hacia qué, podía "salvarse" este infinito torbellino?».