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No obstante, tengo que «automedicarme» si quiero dormir varias horas. No consigo llegar al momento en el que normalmente podría caer dormida tras horas, horas y más horas de vigilia angustiada, y ahora, con las lesiones del herpes provocado por el estrés, tengo miedo de arriesgarme.

No le he contado a nadie lo del herpes. He superado ya la fase de contagio y creía que, después de varias semanas, las ronchas, las ampollas y el pus se habrían pasado, junto con lo peor del dolor, pero no es así.

Pero qué cansada estoy de estar enferma. Cuando la gente me pregunta cómo estoy, siempre digo que me encuentro muy bien: «Mucho mejor».

Y mis amigos dicen:

– ¡Joyce! Tienes mucho mejor aspecto.

Y mis amigos dicen, hasta el punto de que, si Ray pudiera oírlos, se reiría conmigo, porque es un comentario constante:

– ¡Joyce! Tienes un aspecto mucho más descansado.

(Un cumplido que la viuda no sabe cómo tomar, porque sugiere que antes estaba destrozada, hecha una ruina, con un aspecto realmente terrible.)

Cuando mis amigos me dan abrazos, tengo que hacer un gran esfuerzo para no gritar y retorcerme de dolor, porque tocan las lesiones del herpes. Me corren lágrimas por las mejillas al tiempo que sonrío, sonrío para asegurarles que sí, de verdad, me encuentro mucho mejor.

Sí, de verdad, estoy viva. ¡Durante algún tiempo hubo alguna duda!

A menudo, los ojos se me llenan irremediablemente de lágrimas. A menudo, a escondidas, me seco los ojos con la punta de los dedos. Sobre todo aquí, en el Departamento de Vehículos de Motor, ante la triste tarea de obtener el «título de propiedad» del coche que llevo años conduciendo, como si no tuviera derecho a ser dueña del coche que compramos con el dinero de la cuenta corriente que compartía con mi marido. Cuando se interroga a la viuda sobre su viudedad, la viuda seguramente se siente amargada, resentida. La viuda seguramente se siente muy deprimida. Por suerte, Susan se ha ido a algún sitio y no es testigo de mi casi-ataque de nervios cuando una antipática funcionaria me lo hace pasar mal, por alguna razón. «¿Se cree que estoy fingiendo que mi marido está muerto? ¿Se cree que he impreso este certificado de defunción como un truco para quedarme con su coche?» Me hace esperar con gran grosería mientras comprueba una y otra vez mis documentos.

Certificado de defunción: «autenticado».

Certificado del título de propiedad.

Certificado abreviado de albacea.

Permiso de conducir. Permiso de circulación. Póliza de seguro. Papeles de identificación.

Viudas, supervivientes. Me pregunto cuántas personas estamos aquí. Mujeres solas, mujeres mayores, más mujeres que hombres en la sala de espera. En este lugar inhóspito trato de recordar a Ray. Le veo de pronto al otro lado de la ventana de mi estudio, haciéndome gestos con la mano:

– Sal a ver el coche nuevo.

Y salí, y vi el Honda blanco en la entrada…

– Pero es igual que el coche viejo.

– Claro.

Pero ahora pienso: ojalá a Ray se le hubiera ocurrido comprar el coche a nombre de los dos, no sólo el suyo. Ahora no estaría aquí, en el Departamento de Vehículos de Motor, presentando una solicitud para ser dueña del coche que conduzco desde enero de 2007, cuando Ray lo trajo a casa.

Meses después, en otoño, cuando me paren en Pretty Brook Road por «pisar la línea blanca» -es una carretera rural estrecha y llena de curvas, muchas de ellas sin visibilidad-, y el policía me pida los papeles del coche, los documentos que le daré no serán válidos, porque estarán incompletos. En mi desesperación volveré a buscar en la guantera, sin resultado; el policía me pondrá una multa por conducir sin permiso de circulación, y entonces me acordaré de que la funcionaria malhumorada del Departamento de Vehículos de Motor había arrancado parte de los documentos -un papel del tamaño de una tarjeta- y debió de quedárselos en vez de devolvérmelos con los demás papeles.

Me preguntaré: ¿es una venganza mezquina de la funcionaria? Pero venganza ¿por qué?

Me preguntaré: ¿fue un simple error? ¿La funcionaria había arrancado el permiso de circulación y se olvidó de devolverlo, y no fue intencionado, ninguna maldad encubierta para hacer que yo tenga que comparecer en el juzgado de tráfico de Titusville a primera hora de una mañana de octubre, si quiero evitar pagar una multa de trescientos dólares…?

El «certificado abreviado de albacea» es uno de los documentos que más he llegado a odiar. Es el documento que establece que «Joyce Smith» es la albacea de los bienes de «Raymond J. Smith, Jr.»; mirarlo es saber, en un instante, que «Joyce Smith» es la viuda y superviviente y que «Raymond J. Smith, Jr.» está muerto.

Qué mal, qué antinatural. Cualquiera que conociese a Ray sabe que nunca se habría ido ni me habría abandonado. Nunca se habría ido para dejarme sola en esta vorágine infinita.

Otro documento que odio es el certificado de defunción «autenticado» -es decir, con el sello del estado de Nueva Jersey- de Raymond J. Smith, Jr.

Palabras como causa del fallecimiento: parada cardiorrespiratoria, neumonía.

Hora de la muerte: 18/2/08 12.50 a.m.

Después de casi cuatro meses, puedo leer estas palabras sin pensar: «Quiero morirme. Debería morirme». Soy casi capaz de leer estas palabras como si fueran unas palabras corrientes y no las terribles palabras que marcan de forma tan mecánica y despreocupada el final de mi vida anterior.

Cuando estoy sola en la casa en la que Ray y yo vivimos tantos años, me imagino familias, la felicidad de las familias, que parece siempre mucho mayor que cualquier felicidad que yo pueda experimentar; pero, cuando estoy en público, al ver a la gente con sus familias, no siento en absoluto la tentación de cambiarme por ellos… ni siquiera en la imaginación. La verdad, por melancólica que resulte, es que esas personas con lazos de sangre no permanecen unidas durante mucho tiempo. Muchas son mayores, ancianas, no les queda mucho de vida. Al ver a una mujer más o menos de mi edad con otra mucho mayor, sin duda su madre, pienso: «Pero no vas a tenerla mucho más tiempo a tu lado. Yo perdí a mi madre hace seis años. Pensé que nunca volvería a reír, ni siquiera a sonreír, pero, por supuesto… Por supuesto que lo he hecho».

Susan, que ha aprovechado que estábamos en el Departamento de Vehículos de Motor para que inspeccionaran su coche, vuelve y se sorprende al ver que todavía no me han dado mi título de propiedad; sigo en la cola, aunque estoy ya delante del todo.

– ¡Pero bueno! ¿Cómo puede ser esta gente tan lenta?

Susan es una de mis maravillosas amigas escritoras, tiene un marido estupendo y, aunque estoy segura de que sabe que su energía, su seguridad, su buen humor y su empuje para trabajar están inextricablemente unidos a su marido y su matrimonio, creo que no acaba de comprender hasta qué punto es así. Y me alegro de que Susan, y mis otras amigas que no son viudas, no lo puedan saber.

Tal vez nunca lo sepan. Es posible.

– No tenemos ninguna prisa -dice Susan, apretándome la mano-. Podemos esperar.

86. «Su marido está vivo todavía»

«Vuestra vida en común fue pura suerte. No debes olvidar, fue un regalo dado libremente que no habrías podido merecer.»

Una tarde de domingo, en una reunión de estudiantes de posgrado en la Universidad de Wisconsin, en Madison, en una sala del viejo y legendario Sindicato de Estudiantes que daba al lago Mendota, vino a sentarse a mi lado.

Al principio sólo tuve una impresión muy pasajera de ese joven alto y delgado, de cabello oscuro. No quería mirarle. Estaba hablando con otros, otros estaban hablando conmigo, era un encuentro social, todos sonreíamos.

Quizá éramos gente solitaria, en nuestras habitaciones de la residencia.