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Quizá éramos gente muy solitaria. Algunos recién llegados a Madison y sin conocer prácticamente a nadie.

Pero allí estábamos, habíamos ido a conocernos, y él cruzó la habitación para sentarse a mi lado, antes incluso de ver bien su rostro empecé a pensar: «Aquí hay algo… alguien especial… Tal vez».

Cogió una silla de la mesa y me la trajo. Y se sentó a mi lado. Se presentó: «Ray Smith». Me contó alguna cosa de sí mismo: era estudiante de doctorado en Lengua y Literatura Inglesa, estaba terminando su tesis sobre Jonathan Swift, tenía una beca y este semestre no estaba dando clase; cuando me preguntó le dije que estaba estudiando para obtener el máster en Lengua y Literatura Inglesa, tenía una beca Knapp y tampoco estaba dando clase. Me preguntó qué estaba estudiando y se lo dije; le expliqué que me estaba costando mucho el inglés antiguo y él se rió y contestó:

– Yo te puedo ayudar con el «gran cambio de las vocales».

Y me preguntó si me gustaría cenar con él esa noche, que era la noche del 23 de octubre de I960, y le dije que sí -sí me gustaría-, así que esa noche, y la noche siguiente, y la noche siguiente, cenamos juntos en Madison, y una de esas noches hicimos una cena improvisada en la pequeña habitación que alquilaba Ray en Henry Street, y decidimos casarnos el 23 de noviembre y nos casamos -en Madison, en la sacristía de la capilla católica- el 23 de enero de 1961; y durante cuarenta y siete años y veinticinco días estuvimos juntos prácticamente cada día y cada noche hasta la mañana del 11 de febrero de 2008, cuando llevé a mi marido a Urgencias del Centro Médico de Princeton; y hablamos todos los días de esos cuarenta y siete años y veinticinco días hasta la madrugada del 18 de febrero de 2008, cuando recibí la llamada que me sacó del sueño y me convocó al hospital ¡deprisa!, ¡deprisa!:

– ¡Señora Smith! Su marido está vivo todavía.

Epílogo

Tres pequeñas imágenes de agosto

11 de agosto de 2008. Anoche el jardín estaba lleno de luz, una extraña especie de luz que venía de ningún sitio y de todas partes. No podía ver con claridad pero el jardín parecía al mismo tiempo el mío -el nuestro, de Ray y mío- y otro más grande y menos cuidado. Y Ray estaba ¿en alguna parte?, Ray estaba cerca, Ray estaba vuelto hacia mí, aunque no podía ver bien su rostro, y sentí un gran alivio, y dije: «Estás bien, entonces. Estás aquí».

19 de agosto de 2008. ¡Qué extraño! ¡Qué misterioso!, y, sin embargo, totalmente normaclass="underline" poco después de las once de la noche, leyendo en la cama, empecé a tener sueño; una sensación de que me hundía, me disolvía en agua caliente y tranquila; una sensación que no había tenido desde que llevé a Ray al hospital, que se me había olvidado y sólo recordaba de forma vaga, igual que los enfermos crónicos no tienen más que un vago recuerdo de sus días de buena salud; una sensación tan maravillosa, tan dulce, tan cómoda, porque (todavía) no había tomado nada para dormir; porque iba a tomar una sola pastilla, sin receta y en teoría de las que no crean hábito, hacia medianoche; y otra vez, si me despertaba, una segunda pastilla quizá a las cuatro de la mañana, porque así solían ser mis noches, ésa era mi estrategia habitual para soportar la noche, tendida en una posición cuidadosamente calibrada entre las sábanas, para reducir lo más posible el picor y dolor de las lesiones del herpes, que habían empezado a cerrarse e incluso a desaparecer, pero seguían teniendo una curiosa vida autónoma -una sensación «reptante»-, como si el feo lagarto se me hubiera metido en la piel, dejando grietas, cicatrices y decoloraciones como si fueran lunares y antojos; pero la sensación de somnolencia venció a todo lo demás, el fenómeno de la somnolencia se alzó como el crepúsculo se eleva de la tierra; y no tuve tiempo de comprender lo que pasaba, lo extraño que era lo que pasaba; apenas tiempo de cerrar el libro que estaba leyendo, o intentando leer, porque llevaba varios minutos con el mismo párrafo, y ponerlo en la mesilla, y volverme para apagar la luz, y caer dormida. Y a partir de esa noche, la mayoría de las noches he dormido sin medicación; he dormido hasta siete u ocho horas, lo que me parecía un milagro; no se lo he dicho a nadie, por miedo a que el milagro desaparezca tan bruscamente como se produjo. Pensé: «¿Estoy abandonando a Ray? Qué me está pasando…».

30 de agosto de 2008. Al levantarme esta mañana, o en el duermevela, una sensación de añoranza, ansiedad, de que debe de haber algún error, algún malentendido, ya no estaba casada. Y me pareció que podía volver a casarme con Ray; era lo que iba a hacer, y me invadió un gran alivio.

Y entonces, al despertarme del todo, recordé por qué no estaba ya casada con Ray y por qué no podía pensar en volver a casarme con él.

Me sentí golpeada de tristeza, muy deprimida. Como si fuera algo nuevo para mí, haber perdido a Ray. Como si hasta ahora no hubiera sabido cómo había perdido a Ray. Y ahora tenía que ver la situación desde otra perspectiva, como alguien que recorre el lugar de una catástrofe y observa el desastre desde distintos puntos de vista. Ahora que mi insomnio se había evaporado y, después de todas esas semanas, seguía viva y a veces feliz, al menos en presencia de amigos, ahora que el último número de Ontario Review estaba impreso, publicado y repartido como le habría gustado a Ray, había empezado a pensar, con precaución: «Quizá estoy bien ya, las cosas ya están bien. Tal vez pueda salir adelante».

Pero el sueño me ha dicho: «No. Las cosas no están bien».

Y esa misma mañana, al fondo del camino de entrada, al ver uno de los cubos de basura caído sobre un costado, y el contenido groseramente esparcido por el suelo: deben de haber sido mapaches, buscando restos de comida, o la posibilidad de restos de comida; porque la noche anterior, mi amiga Ebet y yo dimos una cena en mi casa, una pequeña cena para el filósofo de Princeton Harry Frankfurt, cuya mujer estaba de viaje, y a esta cena habían venido invitados variados, personas cuyos cónyuges estaban fuera por ser finales de agosto, o los habían abandonado, o ambas cosas; no había más que seis personas, incluida yo; y a uno de los invitados no lo conocía, un neurocientífico en la Universidad de Princeton al que había invitado Ebet; y yo no podía imaginarme que una vez más, por pura casualidad -como hace años en Madison, Wisconsin, fue pura casualidad que Ray viniera a sentarse a mi lado-, mi vida iba a verse alterada. No debes olvidar que fue un regalo dado libremente, que no habrías podido merecer.

Arrodillada en el camino de entrada, recogiendo las cosas esparcidas por los mapaches: servilletas arrugadas, toallitas de papel, trozos de papel de aluminio, envoltorios, envases de yogures, una bandeja de aluminio arrugada en la que Ebet había traído pizza hecha en casa, y allí, en medio de la basura, un destello de algo plateado: ¡un pendiente!, que creía haber perdido; este pendiente debía de estar en la encimera de la cocina, y se había ido con la basura, que había sacado la noche anterior; me había quitado los dos pendientes, los había puesto en la encimera, después de que se fueran los invitados; sin darme cuenta, los había tirado a la basura, y ahora, de rodillas en la entrada, veo el segundo pendiente a unos metros de distancia… Son unos de mis pendientes favoritos, aunque no valen gran cosa, ni me los había regalado Ray, pero me los ponía mucho. Y pensé: «Ésta es mi vida ahora. Absurda pero impredecible. No absurda por impredecible, sino impredecible por absurda. Si he perdido el sentido de mi vida y al amor de mi vida, quizá pueda encontrar todavía pequeñas cosas que valoro entre la basura derramada y saqueada».

Manual para viudas

De los innumerables deberes mortuorios que tiene la viuda, sólo hay uno realmente importante: en el primer aniversario de la muerte de su marido, la viuda debe pensar: «Me he mantenido viva».