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Seis pares de ojos se clavaron en el vaso que sostenía Carol.

– Vamos -dijo-. ¿Quién quiere beber? -Hablaba despreocupadamente, teatralmente alto-. Fue bastante difícil conseguir esto.

– ¿Cómo lo lograste? -preguntó Richard, que era, sin contar a Tony, el miembro del grupo con menos contactos familiares y menos dinero-. ¡Y en forma bebible!

– Mi primo Brian es proveedor de farmacia del Instituto Biotech. Y es curioso. -Hubo señales de asentimiento en el círculo; excepto Leisha, eran insomnes precisamente porque tenían parientes relacionados de algún modo con Biotech. Y todos eran curiosos. El vaso contenía interleukin-1, un reforzador del sistema inmune, una de las muchas sustancias que como efecto colateral inducían al cerebro a un sueño rápido y profundo.

Leisha se quedó mirando el vaso. Sintió que le subía un calor en el bajo vientre, no muy distinto del que sentía cuando ella y Richard hacían el amor.

Tony dijo: -¡Dámelo!

Carol lo hizo.

– Recuerda que sólo necesitas un sorbito.

Tony se llevó el vaso a la boca, se detuvo, los miró desafiante por sobre el borde del vaso y bebió.

Carol tomó de vuelta el vaso.

Todos vigilaron a Tony. En un minuto se tendía en el desnudo suelo; en dos cerraba los ojos, dormido.

No era como mirar dormir a los padres, a los hermanos, a amigos. Era Tony. Apartaron la vista, de él y de los demás.

Leisha sintió que el calor en su entrepierna hormigueaba, casi obsceno.

Cuando fue su turno, bebió lentamente, luego pasó el vaso a Jeanine. Comenzó a sentir la cabeza pesada, como rellena de estopa húmeda. Los árboles que bordeaban el claro se hicieron borrosos. La lámpara también… ya no era brillante y clara sino sucia y salpicada; si la tocaba, mancharía. Luego la oscuridad invadió su cerebro, llevándoselo: llevándose su mente. Trató de llamar "¡Papá!", para que la retuviera, pero entonces la oscuridad la cubrió.

Todos tuvieron dolor de cabeza después. Arrastrarse entre los bosques en la tenue luz matinal fue una tortura, mezclada con una extraña vergüenza. No se tocaron. Leisha caminaba lo más lejos posible de Richard. Pasó un día hasta que desaparecieron las puntadas de la base de su cráneo y las náuseas de su estómago.

Ni siquiera habían soñado.

– Quiero que vengas conmigo esta noche -dijo Leisha por décima o undécima vez-. En sólo dos días nos vamos a la universidad; es la última oportunidad. Realmente quiero que conozcas a Richard.

Alice estaba de bruces sobre su cama. El cabello, castaño y opaco, le caía sobre la cara.

Vestía un caro mono de seda amarilla, de Ann Patterson, que se plegaba en frunces sobre sus rodillas.

– ¿Por qué? ¿Qué te importa que lo conozca o no?

– Porque eres mi hermana -dijo Leisha. Se cuidó mucho de no decir "melliza". Nada enojaba tanto a Alice.

– No quiero. -Al momento el rostro de Alice cambió-. ¡Oh!, lo siento, Leisha… no quise parecer tan irritada. Pero… pero no quiero.

– No a todos, sólo a Richard.

Y sólo por una hora más o menos.

Luego te vuelves y empacas para ir a la Universidad del Noroeste.

– No voy a la Universidad.

Leisha se quedó mirándola.

– Estoy embarazada -dijo Alice.

Leisha se sentó en la cama.

Alice giró sobre su espalda, se apartó el cabello de los ojos y rió. Leisha trató de no escucharla.

– ¡Mírate! -dijo Alice-. Se podría pensar que la embarazada eres tú. Pero no lo estarás, ¿verdad Leisha?, no antes de lo conveniente. No tú.

– ¿Y cómo? -preguntó Leisha-. Ambas tenemos los casquetes…

– Me lo hice sacar -dijo Alice.

– ¿Querías embarazarte?

– ¡Maldición, sí! Y Papá no puede hacer nada al respecto.

Excepto, por supuesto, cortarme el crédito totalmente, pero no creo que lo haga, ¿y tú? -volvió a reír-. Ni siquiera tratándose de mí.

– Pero Alice… ¿por qué? ¡No será sólo para enojar a Papá!

– No -dijo Alice-. Hasta tú podrías suponerlo, ¿o no? Es porque quiero tener algo que amar. Algo propio. Algo que no tenga nada que ver con esta casa.

Leisha pensó en ella y Alice corriendo por el invernadero, años atrás, ella y Alice entrando y saliendo de la luz.

– No fue tan malo crecer en esta casa.

– Leisha, eres estúpida. No sé cómo alguien tan despierto puede ser tan estúpido. ¡Sal de mi habitación! ¡Fuera!

– Pero Alice… un bebé

– ¡Vete! -gritó Alice-.

¡Vete a Harvard, a tener éxito!

¡Sal de aquí!

Leisha saltó de la cama.

– ¡Con gusto! Eres irracional, Alice. No piensas en el futuro, no planificas un bebé

– Pero nunca podía mantener el enojo. Éste se esfumó, dejando su mente vacía. Miró a Alice, quien repentinamente extendió los brazos, y se arrojó en ellos.

– Tú eres el bebé -dijo Alice encantada-. Tú lo eres.

Eres tan… no sé qué. Eres un bebé.

Leisha no dijo nada. Se sentía tibia en los brazos de Alice, se sentía completa, como dos niñitas entrando y saliendo de la luz.

– Yo te ayudaré, Alice. Si Papá no lo hace.

Alice la empujó abruptamente:

– No necesito tu ayuda.

Se quedó parada. Leisha frotó sus brazos vacíos, con los dedos aferrados al codo opuesto. Alice pateó la maleta vacía y abierta que se suponía debía empacar para ir a la Universidad, y repentinamente sonrió, con una sonrisa que hizo que Leisha apartara la vista. Se preparó para más agresiones. Pero lo que Alice dijo fue:

– Que la pases bien en Harvard.

V

Le encantó Harvard.

A la primera vista del Massachusetts Hall, medio siglo más viejo que los Estados Unidos, Leisha sintió algo que le había estado faltando en Chicago: tiempo, raíces, tradición. Tocó los ladrillos de la Biblioteca Widener, las vitrinas del Museo Peabody, como si fueran el grial. Nunca había sido particularmente sensible al mito o al drama; la angustia de Julieta le parecía artificial, la de Willy Loman una pérdida de tiempo.

Sólo el Rey Arturo, luchando por crear un orden social mejor, le había interesado. Pero ahora, caminando bajo los enormes árboles otoñales, percibió un destello de una fuerza que podía abarcar generaciones, fortunas legadas para fomentar aprendizajes y logros que los benefactores nunca verían, el esfuerzo individual expandiéndose y dando forma a los siglos por venir. Se detuvo y miró el cielo por entre las hojas, miró los edificios deliberadamente sólidos. En ese momento pensó en Camden, torciendo la voluntad de todo un instituto de investigaciones genéticas para crearla a ella a imagen de lo que deseaba.

En un mes se había olvidado de semejantes disquisiciones.

El volumen de trabajo era increíble, aún para ella. En la Escuela Sauley fomentaban la exploración individual a su propio ritmo; en Harvard sabían lo que querían de ella, y marcaban el ritmo. En los últimos veinte años, bajo la dirección académica de un hombre que en su juventud había presenciado consternado la dominación económica japonesa, Harvard se había convertido en controvertido líder de un retorno al duro aprendizaje de los hechos, las teorías, las aplicaciones, la resolución de problemas, la eficiencia intelectual. La escuela aceptaba una de cada doscientas solicitudes de inscripción llegadas de todo el mundo. La hija del Primer Ministro Británico había fracasado en su primer año y la habían mandado de vuelta a casa.