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Creéis que la competencia entre los más capaces lleva a mejores condiciones de intercambio para todos, fuertes y débiles. Los insomnes están haciendo contribuciones reales y concretas a la sociedad, en un montón de campos. Eso tiene que contrapesar las incomodidades que causamos.

Somos valiosos para vosotros. Tú lo sabes.

Stewart sacudió las migas de las sábanas.

– Sí, yo sí. Y los demás yagaístas.

– Los yagaístas controlan el mundo de los negocios y de las finanzas y el académico. O los controlarán pronto. Deberían hacerlo en una meritocracia. Subestimas a las mayorías, Stew.

La ética no es privativa de los que se destacan.

– Espero que tengas razón -dijo Stewart-. Porque, sabes, estoy enamorado de ti.

Leisha abandonó su emparedado.

– Alegría -murmuró Stewart contra su pecho-, tú eres alegría.

Cuando Leisha fue a su casa para el día de Acción de Gracias, le contó a Richard de Stewart. Él la escuchó con los labios apretados.

– Un durmiente.

– Una persona -replicó Leisha-. Una persona buena, inteligente y exitosa.

– ¿Sabes lo que han hecho tus buenos, inteligentes y exitosos durmientes, Leisha? Han eliminado a Jeanine del patinaje olímpico. Por "alteración genética, análoga al abuso de esteroides para crear una ventaja no deportiva". Chris Devereaux dejó Stanford: le hicieron trizas el laboratorio, destruyendo dos años de trabajo en proteínas de conformación de memoria. La compañía de software de Kevin Baker está luchando contra una asquerosa campaña, por supuesto clandestina, sobre los niños que usan software diseñado por "mentes no humanas". Corrupción, esclavitud mental, influencias satánicas: toda la cantilena de la caza de brujas. ¡Despierta, Leisha!

El eco de sus palabras resonó por un momento en ambos. Richard estaba en guardia, como un boxeador, con los dientes apretados. Finalmente dijo, muy quedo:

– ¿Lo amas?

– Sí -respondió Leisha-, lo siento.

– Es tu elección -dijo fríamente Richard-. ¿Qué haces mientras duerme? ¿Mirarlo?

– ¡Haces que suene como una perversión!

Richard no dijo nada. Leisha respiró hondo. Habló rápido pero con calma, en un torrente controlado de palabras:

– Mientras duerme Stewart, trabajo. Lo mismo que tú. Richard… no me hagas esto. Yo no quería herirte. Y no quiero perder al grupo. Creo que los durmientes pertenecen a nuestra misma especie… ¿vas a castigarme por eso? ¿Vas a sumarte al odio? ¿Vas a decirme que no puedo pertenecer a un mundo más amplio que incluya a toda la gente honesta y valiosa, duerma o no?

¿Vas a decirme que la división más importante es la genética y no la de la espiritualidad económica? ¿Vas a obligarme a hacer una elección artificial, "nosotros" o "ellos"?

Richard tomó una pulsera.

Leisha la reconoció: se la había regalado ella en el verano. Su voz era tranquila:

– No, no es una elección -jugó un momento con los eslabones, y luego levantó la vista hacia ella-. No por ahora.

Al comenzar la primavera, Camden caminaba más lentamente. Tomaba medicinas para la presión, para el corazón. Él y Susan, le dijo a Leisha, se iban a divorciar.

– Cambió, Leisha, después que me casé con ella. Tú lo viste.

Era independiente, productiva, feliz, y en unos años dejó todo y se convirtió en una arpía, en una arpía quejosa -sacudió la cabeza, genuinamente asombrado-. Tú viste el cambio.

Así era. Un recuerdo le brotó: Susan planteándoles a ella y Alice "juegos" que en realidad eran pruebas mentales de control, con sus cabellos bailoteando en torno a sus ojos alegres. En ese entonces Alice amaba a Susan, tanto como Leisha.

– Papá, quiero la dirección de Alice.

– Ya te dije en Harvard que no la tengo -dijo Camden. Se revolvió en su silla, con el gesto impaciente de un cuerpo que no esperaba el deterioro. En enero había muerto Kenzo Yagai de un cáncer de páncreas, y a Camden le había caído muy mal-.

Le paso su pensión por intermedio de un abogado, por elección de ella.

– Entonces quiero la dirección del abogado.

Pero el abogado se negó a decirle dónde estaba Alice.

– No quiere que la encuentren, señorita Camden. Quiso romper completamente.

– No conmigo -dijo Leisha.

– Sí -respondió el abogado, con un cierto brillo en los ojos, el mismo que había visto en los de Dave Hannaway.

Voló a Austin antes de regresar a Boston, retrasándose un día en retomar las clases. Kevin Baker la recibió de inmediato, cancelando una reunión con la IBM. Ella le explicó lo que necesitaba y él puso a trabajar en ello a sus mejores expertos en redes de datos, sin decirles por qué. En dos horas tenía la dirección de Alice, tomada de los archivos electrónicos del abogado. Se dio cuenta de que era la primera vez que recurría a la ayuda de uno de los insomnes, y se la habían brindado instantáneamente. Sin intercambio.

Alice estaba en Pennsylvania.

El fin de semana siguiente Leisha rentó un hovercar con chófer (había aprendido a manejar, pero sólo autos terrestres) y fue a High Ridge, en los montes Apalaches.

Era un caserío aislado, a cuarenta kilómetros del hospital más cercano. Alice vivía con un hombre llamado Ed, un silencioso carpintero veinte años mayor que ella, en una cabaña en los bosques. Tenía agua corriente y electricidad, pero no red de noticias. La tierra se veía pelada y desnuda a la luz de comienzos de primavera, moteada con parches de hielo. Aparentemente Alice y Ed no trabajaban. Alice estaba embarazada de ocho meses.

– No te quería aquí -le dijo a Leisha-. ¿Por qué viniste?

– Porque eres mi hermana.

– ¡Dios, mírate! ¿Es eso lo que usan en Harvard?, ¿esas botas? ¿Desde cuando sigues la moda, Leisha? Siempre estuviste demasiado ocupada siendo una intelectual para preocuparte por la ropa.

– ¿Qué es todo esto Alice?

¿Por qué estás aquí?, ¿qué haces?

– Vivo -dijo Alice-. Lejos del querido Papá, lejos de Chicago, lejos de la borracha y quebrada Susan… ¿sabías que bebe? Igualito que Mamá. Hace eso con la gente, pero no a mí.

Yo me salí. Me pregunto si tú lo harás algún día.

– ¿Salir? ¿Para esto?

– Soy feliz -dijo enojada Alice-. ¿No se supone que de eso se trata? ¿No es ese el objetivo de vuestro gran Kenzo Yagai, la felicidad por el esfuerzo individual?

Leisha pensó en decir que no veía que Alice hiciera ningún esfuerzo. Pero no lo dijo. Una gallina cruzó corriendo el patio de la cabaña. Detrás, se alzaban las Montañas Great Smoky por sobre una bruma azul. Leisha pensó en cómo sería el lugar en invierno: aislado del mundo en el que la gente luchaba por sus metas, aprendía, cambiaba.

– Me alegra que seas feliz, Alice.

– ¿Tú lo eres?

– Sí.

– Entonces también me alegro -dijo, casi desafiante, Alice.

Y al minuto siguiente abrazó abruptamente a Leisha, con fiereza, aplastando entre ellas el gran bulto de su vientre. Su cabello tenía un perfume dulce, como el césped fresco del atardecer.