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Si es así, tal vez debamos pensar en los fundadores de esta nación: Jefferson, Washington, Paine, Adams… todos habitantes de la Edad de la Razón. Estos hombres crearon nuestro sistema de leyes, ordenado y equilibrado, precisamente para proteger la propiedad y los logros creados por los esfuerzos individuales de mentes equilibradas y racionales. Los insomnes pueden ser la prueba interna más severa de nuestra sensata creencia en la ley y el orden. No, los insomnes no fueron "creados iguales", pero debemos examinar nuestra actitud hacia ellos con igual cuidado que nuestra jurisprudencia más sensata. Puede que no nos guste lo que encontremos sobre nuestras motivaciones, pero nuestra credibilidad como pueblo puede depender de la racionalidad y la inteligencia de este examen.

Ambas cosas estuvieron escasas en la reacción del público ante los resultados de la investigación del mes pasado.

La ley no es teatro. Antes de redactar leyes que reflejen sentimientos dramáticos y exaltados, debemos estar muy seguros de comprender la diferencia.

Leisha se arrebujó feliz, sonriente, contemplando con deleite la pantalla. Llamó al Times: ¿quién había escrito el editorial? La recepcionista, que la había atendido con cordialidad, se volvió reticente. El Times no proporcionaba esa información, "sin investigación interna previa".

No logró deprimirla. Rondó por todo el departamento, tras días de estar sentada ante su escritorio o la pantalla. El contento le exigía acción física. Lavó platos, ordenó libros.

Habían quedado huecos en el mobiliario cuando Richard se llevó sus pertenencias; algo más calmada, reordenó los muebles para cubrirlos.

Susan Melling la llamó para hablar del editorial del Times, y charlaron cálidamente unos minutos. Cuando Susan cortó la comunicación el teléfono volvió a sonar.

– ¿Leisha? Tu voz es la misma de antes. Habla Stewart Sutter.

– ¡Stewart! -No lo había visto en años. El romance había durado dos años y luego se había disuelto, no por algún suceso desagradable sino por la presión de los estudios de ambos. Parada frente a la terminal, oyendo su voz, Leisha sintió nuevamente sus manos en los pechos como en la estrecha cama del dormitorio: tantos años hasta encontrarle un buen uso a una cama. Las manos fantasmales se convirtieron en las de Richard, y la atenazó una repentina pena.

– Escucha -dijo Stewart-, te llamo porque hay cierta información que creo que debes conocer. Das tus exámenes la semana próxima, ¿verdad? Y luego tienes un posible trabajo con Morehouse, Kennedy amp; Anderson.

– ¿Cómo sabes todo eso, Stewart?

– Rumores en el "Caballeros".

Bueno, no exageremos, pero la comunidad legal de Nueva York (al menos esta parte) es más pequeña de lo que crees. Y tú eres una figura muy visible.

– Sí -admitió Leisha, neutral.

– Nadie duda que obtendrás el título, pero sí hay dudas respecto al trabajo con Morehouse, Kennedy. Tienes dos socios principales, Alan Morehouse y Seth Brown, que cambiaron de idea desde este… sacudón. "Publicidad negativa para la firma", "convertir la ley en un circo", bla, bla, bla. Conoces el paño.

Pero tienes también dos ardientes defensores, Ann Carlyle y Michael Kennedy, el propio patriarca. Es todo un cerebro. De cualquier modo, quería que te enteraras de todo esto para que supieras cómo es la situación exactamente y con quiénes contar llegado el momento de la lucha interna.

– Gracias -dijo Leisha-.

Stew… ¿Por qué te preocupas por si entro o no. ¿Por qué te importa?

Hubo un silencio al otro extremo de la línea. Luego Stewart dijo, muy bajo: -No somos todos cabezas huecas aquí, Leisha. A algunos todavía nos importa la justicia. Y también el progreso.

Leisha se iluminó, como una burbuja de luz animada.

– También tienen mucho apoyo aquí -dijo Stewart- para esa estúpida demanda por la zonificación en Santuario. Puede que no se den cuenta, pero la tienen. Lo que los de la Comisión de Parques tratan de conseguir es… pero sólo están siendo usados de fachada. Tú lo sabes.

De todos modos, cuando llegue a la corte tendrán toda la ayuda que necesiten.

– Santuario no es obra mía, para nada.

– ¿No? Bueno, hablaba de vosotros en conjunto.

– Gracias, en serio. ¿Como están tus cosas?

– Bien. Soy papá.

– ¿En serio? ¿Niño o niña?

– Una niña. Una hermosa brujita que me tiene loco. Me gustaría que conocieras a mi esposa, Leisha.

– A mí también -respondió Leisha.

Pasó el resto de la noche estudiando. Seguía sintiendo la burbuja, y reconoció exactamente qué era: alegría.

Todo estaría bien. El contrato, no escrito, entre ella y su sociedad -la sociedad de Kenzo Yagai, la de su padre- se cumpliría. Con disenso y conflictos y, sí, algo de odio: de repente pensó en los mendigos en España de Tony, furiosos ante el fuerte por no serlo ellos. Sí, pero se cumpliría.

Creía en eso. Decididamente.

VII

Leisha pasó los exámenes finales en julio. No le parecieron difíciles. A la salida tres compañeros, dos hombres y una mujer, siguieron charlando con Leisha, como por casualidad, hasta que subió a salvo a un taxi cuyo conductor no la reconoció, o no dio muestras de ello. Los tres eran durmientes. Un par de estudiantes, unos rubios prolijamente rasurados con las caras largas y la arrogancia sin motivo de los tontos con dinero, vieron a Leisha y le hicieron muecas.

La compañera de Leisha les respondió.

Leisha debía volar a Chicago la mañana siguiente. Se encontraría allí con Alicia, para ordenar la gran casa sobre el lago, disponer de los efectos personales de Roger Camden y poner la propiedad en venta. No había tenido tiempo hasta entonces.

Recordaba a su padre en el invernadero, con un sombrero de copa chata que había encontrado al algún sitio, plantando orquídeas, jazmines y pasionarias.

Cuando sonó el timbre de la puerta se sobresaltó; casi nunca tenía visitantes.

Se apresuró a encender la cámara exterior -puede que fueran Jonathan o Martha, de vuelta en Boston para sorprenderla, para celebrar-, ¿por qué no había pensado antes en algún tipo de celebración?

Richard contemplaba la cámara. Había estado llorando.

Abrió de un tirón la puerta.

Richard no hizo el menor intento de entrar. Leisha vio que lo que por la cámara había registrado como pena era en realidad algo más: lágrimas de bronca.

– Tony murió.

Leisha extendió ciegamente la mano. Él no la tomó.

– Lo mataron en prisión. No las autoridades… los otros prisioneros. En el patio. Asesinos, violadores, saqueadores, la escoria de la tierra… y pensaron que tenían derecho a matarlo a él por ser diferente.

Ahora Richard le agarró el brazo, con tanta fuerza que algo, algún hueso, se desplazó bajo la carne y le oprimió un nervio.

– No sólo diferente… mejor.

Porque era mejor, porque todos lo somos, no nos ponemos de pie y lo gritamos, por un condenado sentimiento de no querer herir sus sentimientos… ¡Dios!