Tiré ese vestido. Ni siquiera se lo expliqué a Susan, aunque pienso que debe de haber entendido. Lo que era tuyo era tuyo, y lo que no era tuyo era tuyo también. Así lo decidió Papá.
Así lo inscribió en nuestros genes.
– ¿Tú también? -dijo Leisha-. ¿No difieres en nada de los demás mendigos envidiosos?
Alice se levantó de la alfombra. Lo hizo lentamente, tomándose tiempo para sacudirse el polvo de la parte trasera de su arrugada falda, para alisar la tela estampada. Luego caminó hacia Leisha y la golpeó en la boca.
– ¿Ahora te parezco más real?
– preguntó tranquilamente.
Leisha se llevó la mano a la boca y sintió sangre. En ese momento sonó el teléfono, la línea personal no registrada de Camden. Alice se acercó al aparato, levantó el auricular, escuchó y se lo entregó con calma a Leisha.
– Es para ti.
Muda, Leisha lo tomó.
– ¿Leisha? Habla Kevin. Escucha, sucedió algo. Me llamó Stella Bevington, por teléfono, no por la Red, creo que sus padres le desconectaron el módem. Cuando levanté el tubo ella gritó "¡Habla Stella! ¡Me están pegando, está borracho…!" y se cortó la comunicación. Randy se fue a Santuario… diablos, se fueron todos. Tú eres la que está más cerca, sigue en Skokie. Mas vale que llegues rápido. ¿Tienes guardaespaldas de confianza?
– Sí -dijo Leisha, aunque no los tenía; finalmente, la furia tomaba forma-. Puedo hacerme cargo.
– No sé cómo harás para sacarla de allí -dijo Kevin-. Te reconocerán, saben que llamó a alguien, hasta puede que la hayan desmayado…
– Yo me haré cargo -dijo Leisha.
– ¿Hacerte cargo de qué?
– preguntó Alice.
Leisha la encaró, y aun sintiendo al mismo tiempo que no debía hacerlo, le dijo:
– De lo que tu gente hace. A uno de nosotros. Una niña de siete años que está siendo golpeada por sus padres porque es insomne… por ser mejor que vosotros… -corrió escaleras abajo y hacia el automóvil rentado en el que había llegado del aeropuerto.
Alice corrió tras ella.
– Tu auto no, Leisha. Pueden rastrear un auto rentado como si nada. El mío.
Leisha gritó: -Si crees que eres…
Alice abrió de un tirón la puerta de su baqueteado Toyota, un modelo tan viejo que las cámaras de energía-Y no estaban en el interior sino que colgaban burdamente a los costados. Le indicó a Leisha el asiento del acompañante, cerró de un portazo y se coló tras el asiento del conductor. Tenía las manos firmes.
– ¿A dónde?
Leisha sintió que todo se volvía negro. Metió la cabeza entre las piernas, tanto como el estrecho Toyota le permitía. Hacía dos… no, tres días que no comía. Desde la noche anterior a los exámenes. El desvanecimiento se alivió, reapareciendo en cuanto levantó la cabeza.
Le dio a Alice la dirección en Skokie.
– Quédate en la parte trasera -dijo Alice-. Y en la guantera hay un pañuelo… póntelo. Bajo, como para taparte la cara lo más posible.
Alice había parado el auto en la carretera 42. Leisha dijo:
– Pero aquí no…
– Es una oficina para emergencias del sindicato de guardias. Debe parecer que tenemos alguna protección, Leisha. No le diremos nada. Enseguida vuelvo.
En tres minutos salió con un hombre enorme con un barato traje oscuro. Éste se deslizó en el asiento delantero, junto a Alice, sin decir nada. Alice no los presentó.
La casa era pequeña, un poco deslucida, y se veía luz en la planta baja, pero no en el piso alto. Al norte, lejos de Chicago, brillaban las primeras estrellas. Alice dijo al guarda:
– Salga del auto y quédese junto a la portezuela… no, más a la luz… y no haga nada a menos que me ataquen de algún modo.
El hombre asintió. Alice se adentró en el sendero. Leisha se deslizó del asiento trasero y la alcanzó a los dos tercios del camino hacia la puerta de plástico del frente.
– Alice, ¿qué demonios estás haciendo? Yo tengo que…
– Baja la voz -dijo Alice, mirando al guardia-. Leisha, piensa. Te reconocerían. Aquí, cerca de Chicago, con una hija insomne… esta gente ha estado viendo tu retrato en las revistas por años. Te conocen. Saben que serás abogada. A mí no me vieron nunca. Yo no soy nadie.
– Alice…
– ¡Por el amor de Dios, vuelve al auto! -susurró Alice, y llamó a la puerta.
Leisha se apartó del sendero, escondiéndose en la sombra de un sauce. Un hombre abrió la puerta, con el rostro totalmente inexpresivo. Alice dijo:
– Agencia de Protección Infantil. Recibimos un llamado de una niña, de este número. Déjeme entrar.
– Aquí no hay ninguna niña.
– Esto es una emergencia, prioridad uno -dijo Alice-.
Acta de Protección Infantil 186.
¡Déjeme entrar!
El hombre, con rostro aún sin expresión, echó un vistazo a la enorme figura junto al auto.
– ¿Tiene orden de registro?
– No la necesito en una emergencia infantil prioridad uno.
Si no me deja entrar, tendrá un problema legal como nunca siquiera imaginó.
Leisha apretó los labios. Nadie creería eso; era charlatanería legal… Le dolió la boca donde la había golpeado Alice.
El hombre se apartó para dejar pasar a Alice.
El guardia se adelantó. Leisha dudó, y lo dejó pasar. Él entró con Alice.
Leisha esperó, sola, en la oscuridad.
En tres minutos habían salido, llevando el guardia una niña. A la luz del porche se destacó la palidez del rostro de Alice. Leisha saltó a abrir la puerta del auto, ayudando al guardia a acomodar a la niña adentro. Éste fruncía el entrecejo, con un gesto entre intrigado y cauteloso. Alice dijo:
– Aquí tiene. Son cien dólares extra. Para que se vuelva a la ciudad por su cuenta.
– ¡Hey…! -exclamó el guardia, pero tomó el dinero. Se quedó mirándolas mientras Alice arrancaba.
– Irá directo a la policía -dijo Leisha desanimada-. Tiene que ir, o pierde su puesto en el sindicato.
– Lo sé -dijo Alice-. Pero para entonces no estaremos en el auto.
– ¿Dónde?
– En el hospital -dijo Alice.
– Alice, no podemos… -Leisha no terminó la frase, y se volvió hacia el asiento trasero-. ¿Stella, estás consciente?
– Sí -dijo una vocecita.
Leisha tanteó hasta encontrar la luz del asiento trasero. Stella yacía encogida, con el rostro contorsionado de dolor. Se sostenía el brazo izquierdo con el derecho. Tenía un sólo moretón en la cara, sobre el ojo izquierdo.
– Tú eres Leisha Camden -dijo la niña, y comenzó a llorar.
– Tiene el brazo roto -dijo Alice.
– Querida, ¿puedes… -Leisha sentía la garganta cerrada, le costaba articular las palabras-…puedes aguantar hasta que te llevemos a un doctor?
– Sí -dijo Stella-. ¡Pero que no me lleven allá de vuelta!
– No lo haremos -dijo Leisha-. Nunca.
Miraba a Alice y veía la cara de Tony. Alice dijo: