– Hay un hospital comunal a unos quince kilómetros hacia el sur.
– ¿Cómo lo sabes?
– Estuve allí una vez. Sobredosis de drogas -dijo brevemente Alice. Conducía inclinada sobre el volante, con cara de estar pensando furiosamente. Leisha también pensaba, tratando de ver la forma de evitar el cargo legal de secuestro. Probablemente no podrían decir que la niña fue voluntariamente con ellas: sin duda Stella cooperaría, pero a su edad y en su condición probablemente sería considerada non sui juris, y su palabra no tendría peso legal…
– Alice, no podremos ni siquiera entrar al hospital sin datos de seguro social. Verificables por red.
– Escucha -dijo Alice, no a Leisha sino por sobre su hombro, hacia el asiento trasero-, te diré lo que haremos, Stella. Yo les diré que eres mi hija y que te caíste desde una roca grande que trepabas cuando paramos a merendar en una zona para acampar de la carretera. Estamos viajando de California a Philadelphia para visitar a tu abuela. Tu nombre es Jordan Watrous y tienes cinco años.
– Tengo siete, para ocho -dijo Stella.
– Eres una niñita de cinco muy alta. Tu cumpleaños es el 23 de marzo. ¿Podrás hacerlo, Stella?
– Sí -dijo la niña, con voz algo más segura.
Leisha miró fijo a Alice:
– ¿Tú puedes hacer esto?
– Por supuesto -dijo Alice-. Soy hija de Roger Camden.
Alice llevó, medio alzada, a Stella a la Sala de Guardia del pequeño hospital comunal. Leisha las contempló desde el automóviclass="underline" una mujer regordeta y baja, una niña delgada con el brazo torcido. Luego condujo el auto hasta el lugar más apartado del estacionamiento, bajo la dudosa sombra de un arce raquítico, y lo cerró con llave. Se ajustó el pañuelo tapándose más la cara.
El número de matrícula y el nombre de Alicia estarían ya en todas las comisarías y en todas las agencias de alquiler de automóviles. Los bancos de datos médicos eran más lentos; a menudo solamente volcaban datos de servicios locales una vez al día, celosos de la interferencia gubernamental en lo que, a pesar de medio siglo de batallas legales, aún era un sector privado.
Alice y Stella probablemente no tuvieran problemas en el hospital. Probablemente. Pero Alice no podría rentar otro automóvil.
Leisha sí.
Pero los archivos que alertarían a las agencias de alquiler sobre Alice Camden Watrous podrían o no incluir como dato que era la melliza de Leisha Camden.
Leisha contempló las hileras de vehículos del estacionamiento. Un lujoso y despampanante Chrysler, una furgoneta Ikeda, una línea de Toyotas y Mercedes clase media, un antiguo Cadillac '99 -podía imaginar la cara de su dueño si desaparecía- diez o doce autos pequeños baratos, un hovercar con el chófer de uniforme dormido ante el volante. Y una camioneta granjera destartalada.
Leisha se dirigió a la camioneta. Había un hombre al volante, fumando. Se acordó de su padre.
– Hola -dijo Leisha.
El hombre bajó la ventanilla pero no contestó. Tenía un cabello castaño grasiento.
– ¿Ve ese hovercar allí? -dijo Leisha, tratando de que su voz sonara aguda y juvenil.
El hombre lo miró de reojo, con indiferencia; no alcanzaba a ver que el conductor dormía.
– Es mi guardaespaldas. Cree que estoy en el hospital, como me ordenó mi padre, haciéndome ver este labio -sentía la hinchazón donde la había golpeado Alice.
– ¿Y con eso?
Leisha dio una patadita en el piso.
– Que no quiero ir. Es una mierda y Papá también. Quiero largarme. Le daré 4.000 créditos bancarios por su camioneta. En efectivo.
El hombre abrió grandes los ojos, arrojó el cigarrillo y volvió a mirar el hovercar. El chófer era corpulento y estaba lo bastante cerca como para oír un grito.
– Todo lindo y legal -dijo Leisha, afectando una sonrisa.
Sentía que se le doblaban las rodillas.
– Déjeme ver el dinero.
Leisha se alejó de la camioneta, hasta donde no pudiera alcanzarla, y sacó el dinero de su portamonedas. Acostumbraba llevar mucho efectivo, porque siempre había tenido a Bruce, o a alguien. Siempre había estado segura.
– Salga de la camioneta por el otro lado -dijo Leisha- y trabe la puerta al salir. Deje las llaves en el asiento, donde pueda verlas desde aquí. Entonces pondré el dinero sobre el techo, en un lugar donde lo pueda ver.
El hombre rió, con una risa como pedregullo cayendo.
– Eres una pequeña Dabney Engh, ¿no? ¿Es esto lo que les enseñan a las jovencitas de alta sociedad en las escuelas caras?
Leisha no tenía idea de quién era Dabney Engh. Esperó, observando como el hombre trataba de encontrar la forma de engañarla, y tratando de ocultar su alegría. Pensó en Tony.
– Está bien -dijo él, saliendo de la camioneta.
– ¡Trabe la puerta!
Con una mueca, volvió a abrir la puerta y puso la traba. Leisha puso el dinero sobre el techo, abrió la puerta del lado del volante, se trepó, trabó la puerta y cerró las ventanillas.
El hombre rió. Ella puso la llave en encendido, arrancó y condujo hacia la calle. Le temblaban las manos.
Dio dos vueltas a la manzana.
Cuando volvió, el hombre se había ido y el conductor del hovercar seguía durmiendo. Había considerado la posibilidad de que el hombre lo despertara, por pura maldad, pero no. Estacionó la camioneta y esperó.
Una hora y media más tarde Alice y una enfermera sacaban a Stella en una silla de ruedas por la entrada de Emergencias.
Leisha saltó de la camioneta y gritó "¡Aquí, Alice!", agitando los brazos. Estaba demasiado oscuro como para ver la expresión de Alice, de modo que sólo le restaba esperar que no mostrara asombro ante la baqueteada camioneta y que no le hubiera dicho a la enfermera que las esperaba un auto rojo.
Alice dijo:
– Esta es Julie Bergadon, una amiga a quien llamé mientras le curaba el brazo a Jordan -la enfermera asintió sin interés.
Las mujeres ayudaron a Stella a subir a la alta cabina de la camioneta; no había asiento trasero. Stella tenía el brazo enyesado y se veía drogada.
– ¿Cómo? -preguntó Alice mientras partían.
Leisha no contestó. Estaba mirando un hovercar de la policía que aterrizaba en el otro extremo del estacionamiento. Bajaron dos oficiales y se encaminaron directamente hacia el auto de Alice bajo el raquítico arce.
– ¡Mi Dios! -exclamó Alice.
Por primera vez parecía asustada.
– No nos seguirán el rastro -dijo Leisha-. No a esta camioneta. Puedes estar tranquila.
– Leisha -la voz de Alice se alzaba, atemorizada-. Stella está dormida.
Leisha echó un vistazo a la criatura, recostada contra el hombro de Alice.
– No, no está dormida, está inconsciente por los calmantes.
– ¿Está bien?, ¿es normal para… ella?
– Podemos perder el sentido.
Incluso podemos experimentar el sueño inducido químicamente.
– Tony, ella, Richard y Jeanine en el bosque a medianoche…-.
¿No lo sabías, Alice?
– No.
– No sabemos mucho una de la otra, ¿verdad?