– Si me disculpan, seré rápida y concisa -dijo Susan-, porque no quiero que esto sea para ustedes más difícil de lo necesario. Tenemos los resultados de todas las pruebas de amniocentesis, ultrasonido y Langston. El feto está bien, desarrollándose como corresponde para dos semanas, sin problemas de implantación en la pared uterina. Pero surgió una complicación.
– ¿Cuál? -dijo Camden. Sacó un cigarrillo, miró a su mujer y lo guardó sin encender.
Susan dijo serenamente:
– Señora Camden, por casualidad, sus dos ovarios produjeron óvulos el mes pasado. Sacamos uno para la cirugía genética.
Por una casualidad aún mayor el segundo quedó fertilizado y se implantó. Lleva dos fetos.
Elizabeth Camden se quedó dura:
– ¿Mellizos?
– No -dijo Susan. Luego se dio cuenta de lo que había dicho-. Quiero decir sí. Son mellizos pero no idénticos. Sólo uno ha sido alterado genéticamente. El otro no se le parecerá más que dos hermanos cualesquiera. Es lo que se llama un bebé normal. Y tengo entendido que no deseaban lo que se llama un bebé normal.
– No. Yo no -dijo Camden.
– Yo sí -dijo Elizabeth Camden.
Camden le dirigió una fiera mirada que Susan no pudo entender. Volvió a sacar el cigarrillo y lo encendió. Estaba de perfil, concentrado en sus pensamientos, y Susan dudó que supiera que el cigarrillo estaba allí o que lo estaba encendiendo.
– ¿Afecta al bebé que el otro esté allí?
– No -dijo Susan-. Por supuesto que no. Simplemente… coexisten.
– ¿Puede abortarlo?
– No sin correr el riesgo de abortarlos a ambos. Remover el feto no alterado puede producir cambios en el revestimiento uterino que lleven a malograr espontáneamente el otro -inspiró profundamente-. Por supuesto, la opción existe. Podemos reiniciar todo el proceso. Pero ya les dije oportunamente que tuvieron suerte en que la fertilización in vitro se lograra recién en el segundo intento. A algunas parejas les lleva ocho o diez. Si empezáramos de nuevo podría ser un largo proceso.
– La presencia de ese segundo feto -dijo Camden-, ¿perjudica a mi hija? ¿Le quita nutrientes o algo así, o cambiará algo para ella durante el resto del embarazo?
– No. Excepto que existe una posibilidad de parto prematuro.
Dos fetos ocupan mucho espacio en el vientre, y si están muy apretados el nacimiento puede ser prematuro. Pero…
– ¿Cuánto? ¿Como para amenazar la supervivencia?
– Es improbable.
Camden siguió fumando. Apareció un hombre en la puerta:
– Señor, llamada de Londres.
James Kendall para el señor Yagai.
– La tomaré-. Camden se levantó. Susan lo miró estudiar el rostro de su esposa. Cuando habló, se dirigió a ésta:
– Bueno, Elizabeth, está bien -y salió.
Las dos mujeres se quedaron sentadas en silencio por un largo momento. Susan era consciente de su propia perplejidad; no era el Camden que esperaba. Notó que Elizabeth Camden la miraba divertida.
– Oh sí, Doctora. Él es así.
Susan no dijo nada.
– Absolutamente dominante.
Pero esta vez no -rió suavemente, excitada-. Dos. ¿Sabe…
sabe el sexo del otro?
– Ambos fetos son femeninos.
– Yo quería una niña, sabe usted. Ahora la tendré.
– Entonces seguirá con el embarazo.
– ¡Oh, sí! Gracias por venir, Doctora.
La despedían. Nadie la acompañó a la puerta. Pero cuando estaba por subir a su auto, Camden salió corriendo, sin abrigo.
– ¡Susan, quería agradecerte!
Por venir hasta aquí a decírnoslo personalmente.
– Ya lo has hecho.
– Sí, bueno. ¿Seguro que el segundo feto no puede perjudicar a mi hija?
Susan contestó, deliberadamente:
– Ni el feto genéticamente alterado puede perjudicar al concebido naturalmente.
Él sonrió. Su voz era baja y ansiosa:
– Y tú piensas que eso debería preocuparme en igual medida.
Pero no es así. ¿Y por qué debería disimular lo que siento, especialmente contigo?
Susan abrió la puerta del auto. No estaba preparada para esto, o había cambiado de idea, o algo. Pero entonces Camden se inclinó a cerrar la puerta del auto, sin trazas de flirteo ni de intenciones de congraciarse:
– Mejor que encargue otro corralito.
– Sí.
– Y un segundo cochecito.
– Sí.
– Pero no otra niñera nocturna.
– Eso queda de tu cuenta.
– Y de la tuya.
Se inclinó, abruptamente, y la besó; un beso tan cortés y respetuoso que chocó a Susan.
Una actitud conquistadora o anhelante no le hubiera chocado; esto sí. Camden no le dio oportunidad de reaccionar; cerró la puerta del auto y se volvió a la casa. Susan manejó hacia la salida, con las manos temblorosas en el volante hasta que la diversión reemplazó a la sorpresa: había sido un beso deliberadamente distante, respetuoso, un enigma preparado. Y nada podía garantizar mejor que debería haber sido de otro modo.
Se preguntó qué nombre pondría Camden a sus hijas.
El Doctor Ong recorrió el corredor del hospital, sumergido en una media luz. De la guardia de Maternidad salió una enfermera dispuesta a detenerlo -era medianoche, había pasado la hora de visitas-, lo reconoció y volvió a su sitio. A la vuelta estaba la ventana de observación de la nursery. Para sorpresa de Ong, Susan Melling estaba parada contra el vidrio. Para más sorpresa de su parte, estaba llorando.
Ong se dio cuenta de que nunca le había gustado esa mujer; y tal vez ninguna otra. Aún las dotadas de mentes superiores parecían no poder evitar volverse tontas por sus emociones.
– Mire -dijo Susan con una risita y tapándose un poco la cara-. Mire, Doctor.
Tras el cristal, Roger Camden, con bata y mascarilla, sostenía un bebé con camisita blanca y sabanita rosa. Los ojos azules de Camden -teatralmente azules, realmente un hombre no debería tener ojos tan llamativos- relucían. El bebé tenía la cabeza cubierta de una pelusa rubia, grandes ojos y piel rosada. Los ojos de Camden, por sobre la mascarilla, proclamaban que ningún bebé había tenido nunca tales atributos.
– ¿Un nacimiento sin complicaciones? -preguntó Ong.
– Sí -Susan sollozó-. Todo en orden. Elizabeth está bien, duerme. ¿No es hermosa? Tiene el espíritu más audaz que he conocido. -Se secó la nariz en la manga; Ong notó que estaba bebida-. ¿Le dije que una vez estuve comprometida? Hace quince años, en la facultad de medicina. Rompí porque empezó a resultar tan aburrido, tan vulgar.
¡Oh, Dios!, no debería estar contándole todo esto, lo siento.
Ong se alejó. Tras el cristal, Roger Camden dejó al bebé en una cunita de ruedas. La placa decía NIÑA CAMDEN, 1.9.5 LIBRAS. Una enfermera nocturna miraba, indulgente.