– Ahora, ¿qué pasó Leisha?
¿Qué estabas haciendo?
Leisha no contestó.
– Estabas mirando dormir a la gente, ¿verdad? -dijo Papá, y como su voz era más suave Leisha murmuró: "Sí". Inmediatamente se sintió mejor; hacía bien no mentir.
– Estabas mirando dormir a la gente porque tú no duermes y sentías curiosidad, ¿no? Como George el Curioso en tu libro.
– Sí -dijo Leisha-. ¡Yo pensé que me habías dicho que de noche hacías plata en tu estudio!
Papá sonrió.
– No toda la noche. Parte.
Pero después duermo, aunque no mucho -subió a Leisha a su regazo-. Yo no necesito dormir mucho, de modo que hago de noche más que la mayor parte de la gente. Distintas personas necesitan distinta cantidad de sueño. Y unos pocos, muy pocos, son como tú. No necesitas dormir nada.
– ¿Por qué no?
– Porque eres especial. Mejor que otra gente. Antes de que nacieras hice que unos doctores me ayudaran a hacerte así.
– ¿Por qué?
– Para que puedas hacer lo que quieras y manifiestes tu personalidad.
Leisha se retorció en sus brazos para mirarlo interrogante; no entendía sus palabras.
Papá se estiró y tocó una flor solitaria que crecía en un árbol alto de maceta. La flor tenía unos gruesos pétalos, como la crema que él ponía al café, y el centro era rosa pálido.
– Mira, Leisha… este árbol hizo esta flor. Porque puede.
Sólo este árbol puede hacer este tipo de flor maravillosa. Esa planta que cuelga allí no puede, ni tampoco aquellas. Sólo este árbol. Por lo tanto, la cosa más importante en el mundo para este árbol es producir esta flor. La flor es la individualidad del árbol -es decir, él mismo y no otra cosa- puesta de manifiesto. Nada más importa.
– No entiendo, Papá.
– Algún día lo entenderás.
– Pero yo quiero entender ahora -dijo Leisha, y Papá rió, encantado, y la abrazó. El abrazo le hizo bien, pero aún quería entender.
– Cuando haces plata, ¿esa es tu indivi… eso?
– Sí -dijo alegremente Papá.
– Entonces, ¿nadie más puede hacer plata, como sólo ese árbol puede hacer esa flor?
– Nadie más puede hacerla de la forma en que yo lo hago.
– ¿Y qué haces con la plata?
– Compro cosas para ti. Esta casa, tus vestidos, Mademoiselle para enseñarte, el auto para viajar en él.
– ¿Qué hace el árbol con la flor?
– Se vanagloria con ella -dijo Papá, lo que no tenía sentido-. La excelencia es lo que cuenta, Leisha. La excelencia basada en el esfuerzo individual. Y eso es lo único que cuenta.
– Tengo frío, Papá.
– Entonces mejor te llevo de vuelta con Mademoiselle.
Leisha no se movió. Tocó con un dedo la flor.
– Quiero dormir, Papá.
– No, no quieres, mi amor.
Dormir es perder el tiempo, perder vida. Es una pequeña muerte.
– Alice duerme.
– Alice no es como tú.
– ¿Alice no es especial?
– No, tú lo eres.
– ¿Por qué no hiciste especial a Alice también?
– Alice se hizo sola. No tuve oportunidad de hacerla especial.
Era demasiado duro todo. Leisha dejó de acariciar la flor y se deslizó de la falda de Papá.
Él le sonrió.
– Mi querida preguntona.
Cuando crezcas, encontrarás tu propia excelencia, y será de una clase nueva, de una especie que el mundo nunca ha visto. Incluso puedes ser como Kenzo Yagai. Él creó el generador Yagai, que da energía al mundo.
– Papá, quedas cómico envuelto en el plástico de las flores -rió Leisha. Papá también rió.
Pero entonces ella dijo:
– Cuando sea grande aprovecharé que soy especial para encontrar la forma de que Alice también sea especial -y Papá dejó de reír.
La llevó de vuelta con Mademoiselle, quien le enseñó a escribir su nombre, y eso fue tan excitante que olvidó la intrigante conversación con Papá.
Eran seis letras, todas diferentes, y juntas eran su nombre.
Leisha lo escribió una y otra vez, riendo, y Mademoiselle rió también. Pero después, en la mañana, Leisha pensó de nuevo en la conversación con Papá. Pensó en ella a menudo, dando vueltas en su mente a las poco familiares palabras como si fueran piedritas, pero la parte en la que más pensó no era una palabra; era la cara contraída de Papá cuando ella le dijo que usaría su condición de especial para hacer especial a Alice también.
Todas las semanas la doctora Melling venía a ver a Leisha y Alice, a veces sola, a veces con otra gente. A Leisha y Alice les gustaba la doctora Melling, porque reía mucho y sus ojos eran brillantes y cálidos. A menudo también estaba Papá allí. La doctora Melling jugaba con ella, primero con Alice y Leisha por separado y luego juntas. Les tomaba fotos y las pesaba. Las hacía recostar sobre una mesa y les pegaba cositas de metal en las sienes, lo que sonaría alarmante pero no lo era porque había muchas máquinas para mirar, todas haciendo ruidos interesantes, mientras estaban tendidas allí. La doctora Melling era tan buena contestando preguntas como Papá. Una vez Leisha preguntó:
– ¿La doctora Melling es una persona especial, como Kenzo Yagai?
Y Papá rió y miró a la doctora Melling y dijo: "Oh, sí, por supuesto".
Cuando Leisha tenía cinco años, ella y Alice empezaron la escuela. El chófer de Papá las llevaba todos los días a Chicago. Estaban en aulas diferentes, lo que molestaba a Leisha. Los niños del aula de Leisha eran todos mayores. Pero desde el primer día adoró la escuela, con su fascinante equipo de ciencias y cajones electrónicos llenos de rompecabezas matemáticos y otros niños con quienes buscar países en el mapa. En medio año ya la habían pasado a otra aula diferente, donde los niños eran aún mayores, pero igual le eran agradables. Leisha comenzó a estudiar japonés. Le encantaba dibujar los hermosos caracteres en grueso papel. Papá dijo:
– La Escuela Sauley fue una buena elección.
Pero a Alice no le gustaba la Escuela Sauley. Quería ir a la escuela en el ómnibus amarillo como la hija de la cocinera.
Lloró y tiró al suelo sus pinturas en la Escuela Sauley. Después Mamá salió de su habitación -hacía semanas que Leisha no la veía, pero sabía que Alice sí- y tiró al suelo unos candelabros que había en la repisa. Los candelabros, que eran de porcelana, se rompieron. Leisha corrió a juntar los trozos mientras Mamá y Papá se gritaban en el vestíbulo, junto a la gran escalera.
– ¡También es mi hija! ¡Y yo digo que puede ir!
– ¡No tienes derecho a opinar! ¡Una borracha perdida, el peor ejemplo posible para ambas… y yo creí que obtenía una fina aristócrata inglesa!
– ¡Obtuviste lo que pagaste!
¡Nada! ¡Nunca necesitaste nada de mí ni de nadie!
– ¡Paren! -gritó Leisha-.