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– Por cierto, no lo es. Roger, ¿qué hay de esa reunión en Buenos Aires el jueves? ¿Se confirma o no? -Al no tener respuesta, su voz se tornó más aguda:- ¡Roger, te estoy hablando!

Leisha apartó la vista. Dos años antes, Susan dejó finalmente la investigación genética para ocuparse de la casa y la agenda de Camden; antes había intentado infructuosamente hacer las dos cosas. A Leisha le parecía que, desde que dejara Biotech, Susan había cambiado. Su voz era más tensa, insistía en que la cocinera y el jardinero cumplieran sus instrucciones al pie de la letra. Su cabellera rubia se había convertido en rígidas ondas platinadas.

– Confirmada -dijo Roger.

– Bueno, gracias por al menos contestarme. ¿Iré yo?

– Si quieres.

– Quiero.

Susan salió. Leisha se puso de pie y se estiró, levantándose sobre las puntas de los pies.

Era agradable alzarse, estirarse, sentir que la luz del sol, entrando por los amplios ventanales, le bañaba la cara. Sonrió a su padre y se encontró con que la miraba con una expresión inesperada.

– Leisha…

– ¿Qué?

– Ve a Keller, pero sé prudente.

– ¿En qué?

Pero Camden no contestó.

La voz en el teléfono sonaba evasiva. -¿Leisha Camden? Sí, sé quién eres. ¿El jueves a las tres?

La casa era modesta, colonial de haría unos treinta años, en una tranquila calle suburbana en la que se podía vigilar desde la ventana a los niñitos que andaban en bicicleta. Pocos techos tenían más de una célula de energía-Y. Los árboles, enormes viejos arces, eran hermosos.

– Adelante -dijo Richard Keller.

No era más alto que ella, rechoncho, con un feo acné. Probablemente no tenía otras alteraciones genéticas aparte del sueño, supuso Leisha. Tenía un espeso cabello oscuro, la frente baja y gruesas cejas negras como cepillos. Antes de cerrar la puerta Leisha vio que miraba su coche con chófer, estacionado en la entrada junto a una oxidada bicicleta.

– Todavía no puedo manejar -dijo ella-. Sólo tengo quince.

– Es fácil aprender -dijo Keller-. ¿Me dices a qué has venido?

A Leisha le gustó que fuera tan directo. -A conocer a otro insomne.

– ¿Quieres decir que nunca te encontraste con ninguno de nosotros?

– ¿Quieres decir que todos los demás se conocen? -No se lo esperaba.

– Ven a mi habitación, Leisha.

Lo siguió hasta el fondo de la casa, en la que no parecía haber nadie más. Su habitación era amplia y aireada, llena de computadoras y archivadores. En un rincón había un aparato de remo. Parecía una versión zaparrastrosa del cuarto de cualquier compañero brillante de la Escuela Sauley, excepto porque había más espacio sin la cama.

Se dirigió a la pantalla de la computadora.

– ¡Vaya!… ¿trabajas en ecuaciones de Boesc?

– En una aplicación.

– ¿A qué?

– A patrones migratorios de peces.

Leisha sonrió: -Sí… funcionaría. Nunca lo había pensado.

Keller parecía no saber qué hacer con esa sonrisa. Miró primero a la pared, luego a su barbilla.

– ¿Estás interesada en modelos Gaea?, ¿en el ambiente?

– Bueno, no -confesó Leisha-. No particularmente. Estudiaré ciencias políticas en Harvard. Derecho. Pero por supuesto vimos modelos Gaea en la escuela.

Keller logró finalmente despegar la vista de ella. Se pasó la mano por el oscuro cabello y le dijo:

– Siéntate, si quieres.

Leisha se sentó, mirando apreciativamente las láminas de la pared, que mezclaban el verde con el azul, como corrientes oceánicas.

– Me gustan esos dibujos, ¿los programaste tú?

– No eres para nada como te imaginaba -fue la respuesta de Keller.

– ¿Cómo habías pensado que era?

Sin dudar, él contestó:

– Estirada. Engreída. Superficial, a pesar de tu cociente intelectual.

Se sintió más dolida de lo que hubiera esperado. Keller le espetó:

– Eres la única insomne realmente rica. Pero seguramente lo sabías.

– No, nunca me fijé en ese punto.

Tomó asiento a su lado, estirando sus piernas regordetas frente a sí, con una indolencia que no tenía nada que ver con relajarse.

– En realidad tiene sentido.

La gente rica no hace modificaciones genéticas a sus hijos para que sean superiores… piensan que por ser sus descendientes ya lo serán. Y los pobres no pueden pagárselo. Los insomnes somos de clase media alta, a lo sumo. Hijos de profesores, científicos, gente que valora el cerebro y el tiempo.

– Mi padre valora el cerebro y el tiempo -dijo Leisha-. Es el principal colaborador de Kenzo Yagai.

– ¡Leisha!, ¿piensas que no lo sé? ¿Quieres deslumbrarme o qué?

Ella contestó, intencionadamente: -Estoy conversando contigo. -Pero al minuto siguiente sintió cómo el dolor alteraba sus facciones.

– Lo siento -murmuró Keller.

Saltó de la silla y retrocedió hacia la computadora-. Lo siento. Pero… no entiendo qué haces aquí.

– Me siento sola -respondió Leisha, para su propia sorpresa.

Lo miró-. Es cierto, estoy sola. Tengo amigos, y a Papá y a Alice… pero nadie sabe realmente, nadie entiende… ¿qué?

Ni sé lo que estoy diciendo.

Keller sonrió. La sonrisa cambiaba completamente su rostro, lo iluminaba.

– ¡Oh, yo sí lo sé! ¿Qué hacer cuando dicen "¡Anoche tuve un sueño tan especial!"?

– ¡Sí! -replicó Leisha-.

Pero eso no es nada… la cosa es cuando yo digo "Esta noche te lo busco" y me miran con esa expresión rara que significa "Lo hará mientras yo duermo".

– Aún eso no es nada -dijo Keller-. La cosa es cuando juegas básquet después de la cena en el gimnasio y vas por algo para comer y dices "Demos un paseo junto al lago" y te contestan "Estoy muy cansado. Ya me voy a la cama".

– Pero eso realmente no es nada -saltó Leisha-. La cosa es cuando estás realmente absorto en la película y llegas a un punto en que es tan divinamente hermosa que saltas y dices "¡Sí, sí!", y Susan dice "Leisha, realmente… crees que eres la primera persona que disfruta algo".

– ¿Quién es Susan? -dijo Keller.

El encanto estaba roto. Pero no del todo; Leisha pudo decir "Mi madrastra" sin sentirse muy incómoda respecto a lo que Susan había parecido ser y lo que resultó. Allí, muy cerca, estaba Keller, sonriendo tan alegremente, comprendiendo, y repentinamente la invadió un alivio tan grande que fue derecho hacia él y le rodeó el cuello con sus brazos, apretándolos recién cuando notó que se apartaba por la sorpresa. Comenzó a sollozar… ella, Leisha, que nunca lloraba.

– ¡Epa! -dijo Richard-.

¡Epa!

– Brillante -dijo riendo Leisha-. Brillante respuesta.

Ella pudo sentir su sonrisa incómoda: -¿Prefieres ver mis curvas de migración de peces?

– No -sollozó Leisha, y él continuó sosteniéndola, palmeándole la espalda, diciéndole sin palabras que estaba en su hogar.