– Mi padre valora el cerebro y el tiempo -dijo Leisha-. Es el principal colaborador de Kenzo Yagai.
– ¡Leisha!, ¿piensas que no lo sé? ¿Quieres deslumbrarme o qué?
Ella contestó, intencionadamente: -Estoy conversando contigo. -Pero al minuto siguiente sintió cómo el dolor alteraba sus facciones.
– Lo siento -murmuró Keller.
Saltó de la silla y retrocedió hacia la computadora-. Lo siento. Pero… no entiendo qué haces aquí.
– Me siento sola -respondió Leisha, para su propia sorpresa.
Lo miró-. Es cierto, estoy sola. Tengo amigos, y a Papá y a Alice… pero nadie sabe realmente, nadie entiende… ¿qué?
Ni sé lo que estoy diciendo.
Keller sonrió. La sonrisa cambiaba completamente su rostro, lo iluminaba.
– ¡Oh, yo sí lo sé! ¿Qué hacer cuando dicen "¡Anoche tuve un sueño tan especial!"?
– ¡Sí! -replicó Leisha-.
Pero eso no es nada… la cosa es cuando yo digo "Esta noche te lo busco" y me miran con esa expresión rara que significa "Lo hará mientras yo duermo".
– Aún eso no es nada -dijo Keller-. La cosa es cuando juegas básquet después de la cena en el gimnasio y vas por algo para comer y dices "Demos un paseo junto al lago" y te contestan "Estoy muy cansado. Ya me voy a la cama".
– Pero eso realmente no es nada -saltó Leisha-. La cosa es cuando estás realmente absorto en la película y llegas a un punto en que es tan divinamente hermosa que saltas y dices "¡Sí, sí!", y Susan dice "Leisha, realmente… crees que eres la primera persona que disfruta algo".
– ¿Quién es Susan? -dijo Keller.
El encanto estaba roto. Pero no del todo; Leisha pudo decir "Mi madrastra" sin sentirse muy incómoda respecto a lo que Susan había parecido ser y lo que resultó. Allí, muy cerca, estaba Keller, sonriendo tan alegremente, comprendiendo, y repentinamente la invadió un alivio tan grande que fue derecho hacia él y le rodeó el cuello con sus brazos, apretándolos recién cuando notó que se apartaba por la sorpresa. Comenzó a sollozar… ella, Leisha, que nunca lloraba.
– ¡Epa! -dijo Richard-.
¡Epa!
– Brillante -dijo riendo Leisha-. Brillante respuesta.
Ella pudo sentir su sonrisa incómoda: -¿Prefieres ver mis curvas de migración de peces?
– No -sollozó Leisha, y él continuó sosteniéndola, palmeándole la espalda, diciéndole sin palabras que estaba en su hogar.
Camden la esperaba, aunque era más de medianoche. Había estado fumando mucho. Le dijo pausadamente tras el aire azulado:
– ¿La pasaste bien, Leisha?
– Sí.
– Me alegro -dijo él, apagando su último cigarrillo, y subió la escalera, lentamente y algo rígido, pues tenía cerca de setenta ya, rumbo a la cama.
Por casi un año fueron a todas partes juntos: a nadar, a bailar, a los museos, al teatro, a la biblioteca. Richard le presentó a los otros, un grupo de doce muchachos entre catorce y diecinueve, todos inteligentes y vivaces. Todos insomnes.
Leisha aprendió.
Los padres de Tony, como los suyos, se habían divorciado. Pero él, de catorce años, vivía con su madre, quien no había querido especialmente un niño insomne, mientras su padre que sí lo quería había adquirido un hovercar rojo y una amiguita joven que diseñaba sillas ergonómicas en París. Tony tenía prohibido decirle a nadie -ni a parientes o compañeros de escuela- que era insomne. "Te considerarían un monstruo", decía su madre, evitando mirarlo a la cara. La única vez que la desobedeció recibió una paliza y se mudaron a otro barrio. Tenía entonces nueve años.
Jeanine, casi tan delgada y zanquilarga como Leisha, se estaba entrenando en patinaje sobre hielo para las Olimpíadas.
Practicaba doce horas al día, cosa que nunca podría hacer un durmiente que aún asistiera a la escuela. Todavía el periodismo no se había enterado. Jeanine temía que, si lo hacían, de algún modo le impedirían competir.
Jack, como Leisha, entraría a la universidad en setiembre. A diferencia de Leisha, ya había comenzado su carrera. La práctica del derecho debía esperar a que terminara sus estudios; la práctica de las finanzas sólo requería dinero. Jack no tenía mucho, pero sus precisos análisis convirtieron $600 ahorrados de trabajos veraniegos en $3.000 con inversiones en la bolsa de valores, luego en $10.000, y entonces tenía suficiente como para poder especular con datos.
Jack tenía quince, lo cual significaba que era demasiado joven para hacer inversiones legalmente, de modo que las transacciones se hacían a nombre de Kevin Baker, el mayor de los insomnes, que vivía en Austin. Jack le contaba a Leisha:
– Cuando alcancé una ganancia del 84% en dos trimestres consecutivos, los analistas de datos me detectaron. Sólo estaban husmeando. Bueno, era su trabajo; aunque los montos totales fueran realmente pequeños. Lo que les llama la atención son los patrones. Si se toman el trabajo de relacionar bancos de datos y se topan con que Kevin es un insomne, ¿tratarán de impedirnos de algún modo invertir?
– Eso es paranoia -dijo Leisha.
– No, no lo es -dijo Jeanine-. Leisha, no sabes.
– Quieres decir porque he estado protegida por el dinero y los cuidados de mi padre -replicó Leisha. Nadie sonrió; confrontaban sus ideas abiertamente, sin alusiones veladas. Sin sueños.
– Sí -dijo Jeanine-. Tu padre suena terrible. Y te educó para creer que no deben ponerse trabas en el camino del progreso… ¡Jesús, es un yagaísta!
Bueno, pues nos alegramos por ti -lo dijo sin sarcasmo, y Leisha asintió-. Pero no siempre el mundo es así. Nos odian.
– Eso es demasiado fuerte -dijo Carol-. No es odio.
– Bueno, puede ser -asintió Jeanine-. Pero son diferentes de nosotros. Somos mejores, y naturalmente se resienten.
– No veo qué tiene de natural -dijo Tony-. ¿No sería igual de natural admirar lo que es mejor? Eso hacemos nosotros. ¿Alguno siente resentimiento hacia Kenzo Yagai por su genio? ¿O hacia Nelson Wade, el físico? ¿O hacia Catherine Raduski?
– No nos resentimos porque somos mejores -dijo Richard-.
Y con esto queda demostrado.
– Lo que deberíamos hacer es tener nuestra propia sociedad -dijo Tony-. ¿Por qué permitir que sus regulaciones restrinjan nuestro progreso natural y honesto? ¿Por qué deben impedirle a Jeanine competir con ellos y a Jack invertir en sus propios términos porque somos insomnes?
Algunos de ellos son más brillantes que otros. Algunos son más persistentes. Bueno, nosotros tenemos más concentración, más estabilidad bioquímica y más tiempo. Los hombres no son creados iguales.
– Sé justo, Jack; nadie nos ha impedido nada todavía -dijo Jeanine.
– Pero lo harán.
– Espera -dijo Jeanine. La conversación la perturbaba profundamente-. Quiero decir, sí, en muchos sentidos somos mejores. Pero estás citando fuera de contexto. La Declaración de la Independencia no dice que todos los hombres sean iguales en capacidades. Habla de derechos y posibilidades; significa que son iguales ante la ley. No tenemos mayor derecho a una sociedad separada o a estar libres de restricciones sociales que cualquier otro. No existe otra forma de intercambiar libremente los resultados del esfuerzo propio más que el que se apliquen a todos las mismas reglas.