– Lo sé. Por amabilidad. Por compasión.
– Ves seis mendigos. ¿A todos les das un dólar?
– Probablemente -dijo Leisha.
– Lo harías. Ves cien mendigos y no tienes la fortuna de Leisha Camden… ¿A todos les das un dólar?
– No.
– ¿Por qué?
Leisha se armó de paciencia.
Poca gente podía hacerla desear interrumpir una comunicación.
Tony era uno de ellos.
– Reduciría demasiado mis recursos. Mi vida tiene prioridad en cuanto a los recursos que obtengo.
– Muy bien. Ahora considera esto: en el Instituto Biotech (donde tú y yo comenzamos, mi querida pseudo hermana) la doctora Melling ayer…
– ¿Quién?
– La doctora Susan Melling. ¡Oh, Dios!, me había olvidado… ¡Estuvo casada con tu padre!
– La perdí de vista -dijo Leisha-. No me enteré de que había vuelto a la investigación. Alice dijo… no importa. ¿Qué pasa en Biotech?
– Dos hechos cruciales, que acaban de difundir. Hicieron el análisis genético fetal a Carla Dutcher. El gen de insomnes es dominante. La próxima generación del grupo tampoco dormirá.
– Ya todos lo sabíamos -dijo Leisha. Carla Dutcher era la primera insomne embarazada. Su esposo era durmiente-. Todo el mundo esperaba eso.
– Pero para la prensa de todos modos será un regalo de los dioses. Imagina: ¡CRIA DE MUTANTES! ¡NUEVA RAZA PUEDE DOMINAR LA NUEVA GENERACION!
Leisha no lo negó.
– ¿Y el segundo?
– Es triste, Leisha. Acabamos de tener nuestro primer muerto.
Se le encogió el estómago:
– ¿Quién?
– Bernie Kuhn, de Seatle -ella no lo conocía-. Un accidente automovilístico. Parece bastante claro: perdió el control en una curva pronunciada al fallarle los frenos. Llevaba sólo unos meses de conducir, tenía diecisiete. Pero lo significativo aquí es que los padres donaron su cuerpo y su cerebro a Biotech conjuntamente con la Escuela de Medicina de Chicago. Lo disecarán para poder ver por primera vez los efectos sobre el cuerpo y el cerebro de la falta prolongada de sueño.
– Hacen lo correcto -dijo Leisha-. Pobre chico. ¿Pero qué temes que encuentren?
– No lo sé. No soy médico.
Pero sea lo que sea, si los cultores del odio pueden usarlo en nuestra contra lo harán.
– Estás paranoico, Tony.
– Imposible. Los insomnes tenemos personalidades calmas y más conectadas con la realidad de lo corriente. ¿No lees la literatura sobre el tema?
– Tony…
– ¿Que tal si caminas por esa calle de España y un centenar de mendigos quieren cada uno un dólar y tú dices que no y ellos no tienen nada que intercambiar contigo pero están tan corroídos por la ira por lo que tú tienes que te atacan, te lo sacan y te golpean por mera envidia y desesperanza?
Leisha no contestó.
– ¿Dirás que no es una actitud humana, Leisha? ¿Que nunca sucede?
– Sucede -contestó Leisha serenamente-. Pero no tan seguido.
– Una mierda. Lee más historia. Lee más periódicos. Pero el asunto es: ¿qué hace un buen yagaísta que cree en los contratos de mutuo beneficio con la gente que no tiene nada que intercambiar y solamente puede recibir?
– Tú no eres…
– ¿Qué, Leisha? En los términos más objetivos que puedas aplicar, ¿qué les debemos a los necesitados ávidos y no productivos?
– Lo que dije originalmente: amabilidad, compasión.
– ¿Aunque no la retribuyan? ¿Por qué?
– Porque… -se detuvo.
– ¿Por qué? ¿Por qué los seres humanos productivos y respetuosos de las leyes deberían algo a los que no producen mucho ni respetan las leyes? ¿Qué justificación filosófica, económica o espiritual existe para deberles algo? Sé tan honesta como conozco que eres.
Leisha puso su cabeza entre las rodillas. La pregunta la superaba, pero no trató de evadirla.
– No lo sé. Sólo sé que es así.
– ¿Por qué?
Ella no contestó. Tras una pausa, lo hizo Tony. Había desaparecido de su voz el desafío intelectual. Dijo, casi tiernamente: -Ven en la primavera a ver el emplazamiento de Santuario. La construcción estará adelantada para entonces.
– No -dijo Leisha.
– Me complacería.
– No. El camino no es un retiro armado.
– Los mendigos se están volviendo más agresivos, Leisha -dijo Tony-. A medida que los insomnes se hacen más ricos, y no me refiero a dinero.
– Tony… -dijo ella, y se detuvo. No podía pensar en nada que decir.
– No andes mucho por las calles armada sólo con las obras de Kenzo Yagai.
En marzo, un marzo de frío cortante con vientos que bajaban por el río Charles, Richard Keller llegó a Cambridge. Hacía cuatro años que Leisha no lo veía. No le avisó que venía por la red del Grupo. Ella bajaba apurada por la acera de su casa, arropada hasta los ojos en un echarpe rojo para protegerse del frío helado, y lo encontró parado ante la puerta. Detrás de Leisha, su guardaespaldas se puso en guardia.
– ¡Richard! Está bien, Bruce, es un viejo amigo.
– Hola Leisha.
Se veía más pesado, más robusto, con los hombros más anchos de lo que ella recordaba.
Pero la cara era la de Richard, más adulta pero sin cambios: oscuras cejas bajas, oscuro cabello rebelde. Se había dejado la barba.
– Luces hermosa -dijo él.
Ella le alcanzó una taza de café:
– ¿Vienes por negocios?
Sabía, por la red, que había terminado su Maestría y realizado un trabajo destacado de biología marina en el Caribe, pero lo había dejado hacía un año y desaparecido de la red.
– No, placer. -Sonrió repentinamente, la misma vieja sonrisa que iluminaba su cara oscura-. Casi no me acordé de qué era eso por un largo tiempo. Satisfacción sí, todos somos buenos para la satisfacción del trabajo cumplido, pero, ¿placer?, ¿antojo?, ¿capricho? ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo tonto, Leisha?
Ella sonrió.
– Comí azúcar hilada en la ducha.
– ¿En serio? ¿Y por qué?
– Para ver si se disolvía en dibujos pegajosos rosados.
– ¿Y lo hizo?
– Sí. Encantadores.
– ¿Y esa fue tu última tontería? ¿Cuándo fue?
– El verano pasado -contestó, riendo, Leisha.
– Bueno, la mía es más reciente. Es esta, estoy en Boston por el mero placer espontáneo de verte.
Leisha dejó de reír.
– Usas un tono demasiado intenso para un placer espontáneo, Richard.
– Ssíí -dijo él, intensamente. Ella volvió a reír. Él no.