Leisha cerró los ojos. Tony a los catorce años, en la playa.
Tony, con los ojos fieros e iluminados, el primero en extender la mano para tomar el interleukin-1. Mendigos en España.
– Iré.
Nunca había conocido una furia igual. La asustaba, apareciendo en oleadas a lo largo de la noche, retrocediendo pero volviendo a brotar. Richard la sostenía entre sus brazos, recostados contra la pared de la biblioteca, y el abrazo no hacía mayor diferencia. En la sala Dan y Vernon hablaban en voz baja.
La furia surgía a veces en gritos, y Leisha se oía y pensaba no me reconozco. A veces se tornaba en llanto, o en hablar de Tony, de todos ellos. Ni los gritos ni el llanto ni el hablar la aplacaban.
El planificar sí, un poco.
Con una voz fría que le sonaba ajena, Leisha le contó a Richard del viaje para cerrar la casa de Chicago. Tenía que ir; Alice ya estaba allí. Si Richard, Dan y Vernon la ponían en el avión, y Alice la esperaba al otro lado con guardias del sindicato, estaría bastante segura. Cambiaría el pasaje de vuelta de Boston a Belmont e iría de allí a Santuario con Richard.
– La gente ya está llegando -explicó Richard-. Jennifer Sharifi lo está organizando todo, aceitando a los proveedores durmientes con tanto dinero que no pueden resistirse. ¿Qué harás con esta casa, Leisha?, ¿con tus muebles, la terminal, la ropa?
Leisha contempló su familiar entorno. En las paredes se alineaban los libros de leyes, rojos, verdes, castaños, pero la misma información estaba disponible por red. Sobre el escritorio, había una taza de café descansando sobre un impreso. A su lado estaba el recibo que le había pedido al taxista esa tarde, un frívolo souvenir del día en que se había recibido; había pensado enmarcarlo. Por encima del escritorio había un retrato holográfico de Kenzo Yagai.
– Que se pudra -contestó.
Richard la estrechó más entre sus brazos.
– Nunca te había visto así -dijo Alice, con prudencia-. Es algo más que el levantar la casa, ¿verdad?
– Pongamos manos a la obra -dijo Leisha. Sacó bruscamente un traje del armario de su padre. -¿Quieres algo de esto para tu esposo?
– No le irían bien.
– ¿Los sombreros?
– No -dijo Alice-. Leisha, ¿qué te pasa?
– ¡Hagamos esto! -Arrojó todas las ropas del armario de Roger Camden en una pila en el suelo, garabateó en un papel PARA LA AGENCIA DE VOLUNTARIOS y lo puso sobre la pila. Silenciosamente, Alice comenzó a agregar ropas de los cajones de la cómoda, que ya tenía pegado un papel que decía SUBASTA PUBLICA.
Ya estaban descolgadas todas las cortinas de la casa; Alice lo había hecho el día anterior.
También había arrollado las alfombras. El sol se reflejaba rojizo sobre la madera desnuda de los pisos.
– ¿Y qué hay de tu vieja habitación? -preguntó Leisha-. ¿Qué quieres de allí?
– Ya lo etiqueté -dijo Alice-. El jueves vendrá la mudadora.
– Bien. ¿Qué más?
– El invernadero. Sanderson ha estado regando todo, pero realmente no sabía cuánta agua necesitaba cada planta, de modo que algunas están…
– Despide a Sanderson -espetó Leisha-. Las exóticas pueden morirse. O que las envíen a un hospital, si prefieres. Ten cuidado solamente con las venenosas. Vamos, ocupémonos de la biblioteca.
Se había cortado el cabello, a Leisha le pareció que le quedaba horrible, formando mechones castaños en punta en torno a su ancho rostro. Además había engordado. Comenzaba a parecerse a su madre.
– ¿Recuerdas -dijo- la noche en que te dije que estaba embarazada, justo antes de irte a Harvard?
– ¡Acomodemos la biblioteca!
– ¿Recuerdas? -dijo Alice-.
¡Por Dios, Leisha! ¿No puedes escuchar a nadie más que a ti misma? ¿Tienes que ser tan como Papá cada minuto?
– ¡No soy como Papá!
– ¡Un cuerno no lo eres! Eres exactamente como él te hizo. Pero no se trata de eso. ¿Recuerdas esa noche?
Leisha pasó sobre la alfombra y salió. Alice se quedó sentada.
Leisha volvió a entrar.
– Lo recuerdo.
– Estabas al borde de las lágrimas -dijo, implacable, Alice, con voz tranquila-. Ni siquiera recuerdo exactamente por qué. Puede que porque después de todo no iría a la universidad.
Pero te rodeé con mis brazos y por primera vez en años (en años, Leisha) sentí realmente que eras mi hermana. A pesar de todo, de tus vagabundeos de noche por los pasillos y la exhibición de discusiones con Papá y la escuela especial y las largas piernas y el cabello dorado artificiales; de toda esa mierda.
Parecías necesitar que te abrazara. Parecías necesitarme. Parecías necesitar algo.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó Leisha-. ¿Es que sólo puedes estar cerca de alguien cuando está en problemas y te necesita? ¿Es que sólo puedes ser mi hermana si sufro por alguna pena, alguna herida abierta? ¿Es ese el lazo entre vosotros, los durmientes: "Protégeme mientras estoy inconsciente, estoy tan desvalido como tú."?
– No -contestó Alice-. Estoy diciendo que tú eres mi hermana sólo cuando estás sufriendo alguna pena.
Leisha la miró fijamente.
– Eres estúpida, Alice.
– Lo sé -contestó con calma Alice-. Comparada contigo lo soy, y lo sé.
Alice se irguió enojada. Se sentía avergonzada por lo que había dicho Alice, aunque fuera verdad y ambas lo supieran, y la furia seguía en ella, como un vacío oscuro, informe y ardiente. Lo que más le molestaba era la carencia de forma. Sin forma no podía haber acción; sin acción, la furia seguía bullendo en su interior, ahogándola.
– Cuando tenía doce -dijo Alice-, Susan me regaló un vestido para nuestro cumpleaños. Tú estabas fuera, en alguno de esos viajes de estudios que tu fantasiosa escuela progresiva organizaba siempre. El vestido era de seda celeste, con encaje antiguo… muy hermoso. Estaba emocionada, no sólo porque era hermoso sino porque Susan me lo había traído a mí y para ti había traído software. El vestido era mío. Sentía que el vestido era yo -en la oscuridad creciente, Leisha apenas distinguía sus toscas facciones-. La primera vez que me lo puse un muchacho dijo: "¿Le robaste el vestido a tu hermana, Alice?, ¿se lo sacaste mientras dormía?". Después se rió como loco, como hacían siempre.
Tiré ese vestido. Ni siquiera se lo expliqué a Susan, aunque pienso que debe de haber entendido. Lo que era tuyo era tuyo, y lo que no era tuyo era tuyo también. Así lo decidió Papá.
Así lo inscribió en nuestros genes.
– ¿Tú también? -dijo Leisha-. ¿No difieres en nada de los demás mendigos envidiosos?
Alice se levantó de la alfombra. Lo hizo lentamente, tomándose tiempo para sacudirse el polvo de la parte trasera de su arrugada falda, para alisar la tela estampada. Luego caminó hacia Leisha y la golpeó en la boca.