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– Mire -dijo Susan con una risita y tapándose un poco la cara-. Mire, Doctor.

Tras el cristal, Roger Camden, con bata y mascarilla, sostenía un bebé con camisita blanca y sabanita rosa. Los ojos azules de Camden -teatralmente azules, realmente un hombre no debería tener ojos tan llamativos- relucían. El bebé tenía la cabeza cubierta de una pelusa rubia, grandes ojos y piel rosada. Los ojos de Camden, por sobre la mascarilla, proclamaban que ningún bebé había tenido nunca tales atributos.

– ¿Un nacimiento sin complicaciones? -preguntó Ong.

– Sí -Susan sollozó-. Todo en orden. Elizabeth está bien, duerme. ¿No es hermosa? Tiene el espíritu más audaz que he conocido. -Se secó la nariz en la manga; Ong notó que estaba bebida-. ¿Le dije que una vez estuve comprometida? Hace quince años, en la facultad de medicina. Rompí porque empezó a resultar tan aburrido, tan vulgar.

¡Oh, Dios!, no debería estar contándole todo esto, lo siento.

Ong se alejó. Tras el cristal, Roger Camden dejó al bebé en una cunita de ruedas. La placa decía NIÑA CAMDEN, 1.9.5 LIBRAS. Una enfermera nocturna miraba, indulgente.

Ong no se quedó para ver a Camden salir de la nursery o para escuchar lo que Susan Melling le decía, fuera lo que fuera. Ong fue a preparar la factura. Bajo las presentes circunstancias, el informe de Melling no era confiable. Una oportunidad perfecta, sin antecedentes, para registrar en detalle una alteración genética con un control no alterado, y Melling estaba más interesada en sus propias melosas emociones.

Obviamente, Ong tendría que hacer él mismo el informe, después de arreglar la cuenta. Estaba ávido de detalles, y no sólo sobre el bebé de rosadas mejillas que había alzado Camden. Quería saberlo todo sobre el nacimiento del bebé de la otra cuna: NIÑA CAMDEN, 2.5.1 LIBRAS. La beba de cabello oscuro y rostro con manchas rojizas, que yacía bajo su sabanita rosada, dormida.

II

El primer recuerdo de Leisha eran unas líneas flotantes que en realidad no existían. Lo sabía porque cuando extendía el puño para tocarlas no había nada. Después se dio cuenta de que las líneas flotantes eran luz: la luz del sol colándose en franjas por las cortinas de su habitación, por entre las persianas de madera del comedor, por el enrejado del invernadero.

El día en que descubrió que el flujo dorado era luz se rió en voz alta, con la alegría del descubrimiento, y Papá se volvió desde donde ponía flores en macetas y le sonrió.

Toda la casa estaba llena de luz. La luz desbordaba el lago, recorría los altos cielos rasos blancos, formaba charcos en los brillantes pisos de madera. Ella y Alice se movían siempre entre la luz, y a veces Leisha se detenía y echaba hacia atrás la cabeza para que le corriera por la cara. Podía sentirla, como si fuera agua.

La mejor luz, por supuesto, era la del invernadero. Allí le gustaba estar a Papá cuando volvía a casa de hacer dinero. Papá plantaba y regaba, tarareando, y Leisha y Alice corrían entre los tablones de flores, con sus maravillosos olores de tierra, pasando del lado oscuro del invernadero, donde crecían las grandes flores púrpura, al soleado, con su despliegue de flores amarillas, yendo y viniendo, entrando y saliendo de la luz.

– ¡Prosperan! -le decía Papá-, todas las flores cumpliendo sus promesas. ¡Alice, ten cuidado! Casi volteas esa orquídea. -Alice, obediente, dejaba de correr por un rato. Papá nunca le decía a Leisha que no corriera.

Un rato después se iría la luz. Alice y Leisha tomarían su baño, y luego Alice se pondría apática o irritable. No jugaría con Leisha, aún cuando le dejara elegir el juego o tener todas las mejores muñecas. La Nana llevaría a Alice a "la cama" y Leisha charlaría un poco más con Papá, hasta que le dijera que tenía que ir a su estudio con los papeles que hacían dinero.

Leisha siempre sentía cierto pesar cuando él tenía que irse, pero nunca duraba mucho porque llegaba Mademoiselle y comenzaban las lecciones, que le gustaban. ¡Era tan interesante aprender cosas! Ya podía cantar veinte canciones y escribir todas las letras del alfabeto y contar hasta cincuenta. Y para cuando terminaran las lecciones, volvería la luz y sería el momento del desayuno.

El desayuno era el único momento que no le gustaba a Leisha. Papá se había marchado a la oficina, y Leisha y Alice tomaban el desayuno con Mamá en el gran comedor. Mamá llevaba su bata, que gustaba a Leisha, y no olía raro ni hablaba raro como después durante el día, pero igual el desayuno no era divertido. Mamá siempre empezaba con La Pregunta.

– Alice, querida, ¿cómo dormiste?

– Bien, Mamá.

– ¿Tuviste lindos sueños?

Por mucho tiempo Alice dijo que no. Luego un día dijo:

– Soñé con un caballo. Yo lo montaba.

Mamá aplaudió, besó a Alice y le dio un buñuelo dulce extra.

Después de esto Alice siempre tuvo un sueño para contarle a Mamá.

Una vez Leisha dijo:

– Yo también tuve un sueño.

Soñé que la luz entraba por la ventana y me envolvía toda como una sábana, y entonces me besó en los ojos.

Mamá dejó su taza tan bruscamente que el café se volcó.

– No me mientas, Leisha. No tuviste un sueño.

– Sí que lo tuve -dijo Leisha.

– Sólo los niños que duermen pueden tener sueños. No me mientas, no tuviste un sueño.

– ¡Sí, lo tuve, lo tuve!

– gritó Leisha. Casi podía verlo: la luz fluyendo por la ventana y envolviéndola como una sábana dorada.

– ¡No toleraré una niña mentirosa!, ¿me oyes, Leisha? ¡No lo toleraré!

– ¡Tú eres mentirosa! -gritó Leisha, sabiendo que no era verdad lo que decía, odiándose por ello pero odiando a Mamá mucho más y eso también estaba mal, y allí estaba Alice, dura y como congelada; Alice estaba espantada y todo por culpa de Leisha.

Mamá dio un grito agudo:

– ¡Nana, Nana! ¡Lleve inmediatamente a Leisha a su habitación! ¡No puede sentarse con gente civilizada si no es capaz de dejar de decir mentiras!

Leisha comenzó a llorar. La Nana la llevó a su habitación.

Ni siquiera había tomado el desayuno, pero eso no le importaba; mientras lloraba lo único que veía eran los ojos azorados de Alice, con sus quebrados reflejos de luz.

Pero Leisha no lloró mucho tiempo. La Nana le leyó una historia, y luego jugó con ella al Salto de Datos, y luego subió Alice y la Nana las llevó a las dos a Chicago, al Zoo, donde había maravillosos animales que ver, animales que Leisha ni soñaba… ni tampoco Alice. Y para cuando volvieron Mamá ya se había ido a su habitación y Leisha sabía que estaría allí con los vasos que olían raro, y que no tendría que verla por el resto del día.

Pero esa noche fue a la habitación de su madre.

– Debo ir al baño -le dijo a Mademoiselle. Mademoiselle le preguntó:

– ¿Necesitas ayuda? -tal vez porque Alice aún necesitaba ayuda en el baño. Pero Leisha no, y agradeció. Luego se sentó un minuto en el toilet aunque no viniera nada, para que no fuera mentira lo que dijo.