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– ¿La doctora Melling es una persona especial, como Kenzo Yagai?

Y Papá rió y miró a la doctora Melling y dijo: "Oh, sí, por supuesto".

Cuando Leisha tenía cinco años, ella y Alice empezaron la escuela. El chófer de Papá las llevaba todos los días a Chicago. Estaban en aulas diferentes, lo que molestaba a Leisha. Los niños del aula de Leisha eran todos mayores. Pero desde el primer día adoró la escuela, con su fascinante equipo de ciencias y cajones electrónicos llenos de rompecabezas matemáticos y otros niños con quienes buscar países en el mapa. En medio año ya la habían pasado a otra aula diferente, donde los niños eran aún mayores, pero igual le eran agradables. Leisha comenzó a estudiar japonés. Le encantaba dibujar los hermosos caracteres en grueso papel. Papá dijo:

– La Escuela Sauley fue una buena elección.

Pero a Alice no le gustaba la Escuela Sauley. Quería ir a la escuela en el ómnibus amarillo como la hija de la cocinera.

Lloró y tiró al suelo sus pinturas en la Escuela Sauley. Después Mamá salió de su habitación -hacía semanas que Leisha no la veía, pero sabía que Alice sí- y tiró al suelo unos candelabros que había en la repisa. Los candelabros, que eran de porcelana, se rompieron. Leisha corrió a juntar los trozos mientras Mamá y Papá se gritaban en el vestíbulo, junto a la gran escalera.

– ¡También es mi hija! ¡Y yo digo que puede ir!

– ¡No tienes derecho a opinar! ¡Una borracha perdida, el peor ejemplo posible para ambas… y yo creí que obtenía una fina aristócrata inglesa!

– ¡Obtuviste lo que pagaste!

¡Nada! ¡Nunca necesitaste nada de mí ni de nadie!

– ¡Paren! -gritó Leisha-.

¡Paren! -Y se hizo silencio en el vestíbulo. Leisha se cortó con la porcelana; la sangre goteó en la alfombra. Papá corrió a levantarla.

– ¡Paren! -sollozó Leisha, y no entendió cuando Papá dijo quedamente:- Páralo tú, Leisha.

Nada de lo que hagan debe siquiera tocarte. Debes ser lo suficientemente fuerte.

Leisha hundió la cabeza en el hombro de Papá.

Transfirieron a Alice a la Escuela Elemental Carl Sandburg, a la cual viajaba en el ómnibus amarillo con la hija de la cocinera.

Unas semanas después Papá les dijo que Mamá se iba por unas semanas a un hospital, para dejar de tomar tanto. Cuando saliera, dijo, se iría a vivir un tiempo a otro lado. Ella y Papá no eran felices. Leisha y Alice se quedarían con Papá y podrían visitar a Mamá a veces. Se los dijo con mucho cuidado, eligiendo las palabras pero respetando la verdad. Leisha ya sabía que la verdad era muy importante.

Ser fiel a la verdad era ser fiel a uno mismo, a su propia especial condición; a su individualidad. Un individuo respeta los hechos, y por lo tanto dice siempre la verdad.

Mamá, Papá no lo dijo pero Leisha lo sabía, no respetaba los hechos.

– No quiero que Mamá se vaya -dijo Alice, y comenzó a llorar. Leisha pensó que Papá la alzaría, pero no lo hizo. Sólo se quedó allí mirándolas.

Leisha rodeó a Alice con sus brazos:

– ¡Está bien, Alice, está bien! ¡Haremos que todo esté bien! Jugaré contigo todo el tiempo que no estemos en la escuela, para que no extrañes a Mamá.

Alice se abrazó a Leisha, y ésta le hizo girar la cabeza para que no viera la cara de Papá.

III

Kenzo Yagai venía a dictar conferencias en Estados Unidos. El título de su charla, que ofrecería en Nueva York, Los Angeles, Chicago y Washington, y repetiría en Washington dirigiéndose especialmente al parlamento, era "Implicancias Políticas Futuras de la Energía Barata ". Leisha Camden, de once años, tendría con él una entrevista privada al finalizar la conferencia de Chicago, concertada por su padre.

Había estudiado la teoría de la fusión fría en la escuela, y su profesora de Estudios Globales había explicado los cambios que producía en el mundo la aplicación, patentada por Yagai, de lo que hasta entonces había sido una teoría impracticable.

La creciente prosperidad del Tercer Mundo, la mortal agonía de los viejos sistemas comunistas, la declinación de los países petroleros, la recuperación del poderío económico de los Estados Unidos. Su grupo de trabajo había escrito el guión de un noticiero, que filmaron con el equipo de calidad profesional que tenía la escuela, sobre cómo vivía una familia en Estados Unidos en 1985, con energía cara y confiando en la seguridad social basada en los impuestos, mientras que una familia del 2019 vivía con energía barata y confiando en el contrato como base de la civilización. Algunas partes de su propia investigación la habían intrigado.

– Japón cree que Kenzo Yagai fue un traidor a su propio país -le dijo a Papá durante la cena.

– No -replicó Camden-. Algunos japoneses piensan eso. Ten cuidado con las generalizaciones, Leisha. Yagai patentó y comercializó primero la energía-Y en los Estados Unidos porque aquí al menos quedaba una chispa de empresa individual. Gracias a su invento, nuestro país ha vuelto a inclinarse hacia una meritocracia individual, y Japón se ha visto obligado a seguirlo.

– Tu padre siempre ha creído en ello -dijo Susan-. Come tus arvejas, Leisha.

Leisha comió sus arvejas. Hacía menos de un año que Susan y Papá se habían casado, y aún resultaba extraño tenerla allí; aunque agradable. Papá decía que Susan era una valiosa incorporación a su hogar: inteligente, con iniciativa y alegre. Como la propia Leisha.

– Recuerda, Leisha -dijo Camden-, el valor de un hombre para la sociedad no descansa en lo que piense que harán, serán o dirán los demás, sino en sí mismo. En lo que realmente puede hacer, y hacerlo bien. La herramienta básica de la civilización es el contrato. Los contratos son voluntarios y mutuamente beneficiosos. Al contrario de la coerción, que está mal.

– El fuerte no tiene derecho a sacarle algo al débil por la fuerza -dijo Susan-. Alice, come tú también las arvejas.

– Ni el débil a sacarle algo al fuerte por la fuerza -dijo Camden-. Esta es la base de lo que le oirás decir a Kenzo Yagai esta noche, Leisha.

– No me gustan las arvejas -dijo Alice.

– A tu cuerpo sí -replicó Camden-. Son un buen alimento.

Alice sonrió. A Leisha se le aligeró el corazón: Alice ya no sonreía mucho durante la cena.

– Mi cuerpo no tiene ningún contrato con las arvejas.

– Sí, lo tiene -contestó con impaciencia Camden-. Tu cuerpo se beneficia con ellas, así que come.

La sonrisa de Alice se desvaneció. Leisha bajó la vista hacia su plato, y repentinamente se le ocurrió una salida.

– No, Papá. Mira: el cuerpo de Alice se beneficia, pero las arvejas ¡no!… de modo que no hay contrato. ¡Alice tiene razón!

Camden soltó una carcajada, y dijo a Susan:

– Once años… once.

Hasta Alice sonrió, y Leisha agitó triunfante su cuchara, que envió reflejos plateados de luz sobre la pared opuesta.