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Tal era la frecuencia con la que estos personajes aparecían sobre el papel y tal era el número de personas que los situaban allí, tal era su dominio sobre su material y tal era el propio material -palabras-, que al poco tiempo algo extraño empezó a ocurrir en la ciudad. El proceso de reconocer estas reflexiones incurablemente semánticas, llenas de juicios morales, convirtióse en un proceso de identificación con ellas. Tal como a menudo le ocurre a un hombre frente al espejo, la ciudad empezó a caer en la dependencia respecto a la imagen tridimensional proporcionada por la literatura. No se trataba de que los ajustes que ésta introducía no fueran suficientes -que no lo eran- sino de que, con la inseguridad innata de todo narcisista, la ciudad comenzaba a mirar con una intensidad cada vez mayor a ese espejo que los escritores rusos transportaban -parafraseando a Stendhal- a través de las calles, patios interiores y míseros apartamentos de su población. En ocasiones, lo reflejado trataba incluso de corregir o simplemente romper el reflejo, lo cual era tanto más fácil de realizar cuanto que casi todos los autores residían en la ciudad. A mediados del siglo XIX, estas dos cosas se fusionaron, pues la literatura rusa captaba la realidad hasta el punto de que hoy, cuando uno piensa en San Petersburgo, no le es posible distinguir la ficción de la realidad, lo que no deja de ser bastante raro para un lugar que sólo cuenta doscientos setenta y seis años de antigüedad. El guía enseñará hoy el edificio de la Tercera Sección de la policía, donde Dostoievski fue juzgado, así como la casa donde su personaje Raskolnikov mató con un hacha a aquella vieja usurera.

El papel de la literatura del siglo XIX en la configuración de la imagen de la ciudad fue tanto más crucial porque éste fue el siglo en que los palacios y embajadas de San Petersburgo pasaron a convertirse en el centro burocrático, político, financiero, militar y finalmente industrial de Rusia. La arquitectura empezó a perder su perfecto -hasta el punto de ser absurdo- carácter abstracto y empeoró con cada nuevo edificio. Esto fue dictado tanto por el viraje hacia el funcionalismo (que no es sino un nombre noble para la consecución de beneficios) como por la degradación estética general. Con la excepción de Catalina la Grande, los sucesores de Pedro poca visión tuvieron y, por otra parte, no compartieron la de éste. Cada uno de ellos trató de promulgar su versión de Europa, y lo hizo a conciencia, pero en el siglo XIX Europa no merecía ser imitada. De un reinado a otro, el declive era cada vez más evidente y la única cosa que salvaba la faz a las nuevas aventuras era la necesidad de ajustarlas a las de los grandes predecesores. Hoy, desde luego, incluso el estilo cuartelero de la época de Nicolás I podría penetrar en un acogedor corazón de esteta, puesto que refleja acertadamente el espíritu del tiempo, pero en resumidas cuentas esta ejecución rusa del ideal militar prusiano de sociedad, junto con los engorrosos edificios de apartamentos estrujados entre los conjuntos clásicos, produce más bien un efecto desalentador. Vinieron después los pasteles nupciales y las carrozas funerarias victorianas, y en el último cuarto de siglo esa ciudad que había comenzado como un salto desde la historia hacia el futuro empezó a adquirir, en algunas partes, el aspecto de un burgués corriente de la Europa septentrional.

Y por ahí andaba el juego. Si el crítico literario Belinski exclamaba en la tercera década del siglo pasado: «Petersburgo es más original que todas las ciudades americanas, porque es una ciudad nueva en un país viejo; por consiguiente, es una nueva esperanza, ¡el maravilloso futuro de este país!», un cuarto de siglo más tarde Dostoievski pudo replicar sarcásticamente: «He aquí la arquitectura de un enorme hotel moderno: su eficiencia ya encarnada, su americanismo, cientos de habitaciones; está bien claro que también nosotros tenemos ferrocarriles, que también nosotros nos hemos convertido de repente en un pueblo activo y emprendedor.»

«Americanismo», como epíteto aplicado a la era capitalista en la historia de San Petersburgo, tal vez resulte un tanto desmesurado, pero la similaridad visual con Europa era de hecho muy impresionante. Y no eran tan sólo las fachadas de los bancos y de las sociedades anónimas las que se asemejaban en su elefantina solidez a sus contrapartidas en Berlín y Londres, sino que la decoración interior de un lugar como la tienda de comestibles de los hermanos Eliseev (que sigue intacta y funciona bien, aunque sólo sea porque hoy no hay mucho que desplegar en ella) podía sostener airosamente la comparación con Fauchon en París. Lo cierto es que cada «ismo» opera a una escala masiva que se sustrae a la identidad nacional, y el capitalismo no era una excepción. La ciudad estaba en pleno auge, llegaba mano de obra desde todos los rincones del imperio, la población masculina doblaba la femenina, la prostitución medraba, los orfelinatos estaban repletos, y las aguas del puerto hervían con los buques que exportaban el grano ruso, como hierven hoy con los barcos que traen a Rusia grano procedente del extranjero. Era una ciudad internacional, con grandes colonias francesa, alemana, holandesa y británica, y sin hablar de los diplomáticos y los comerciantes. La profecía de Pushkin, puesta en boca de su Jinete de Bronce -«¡Todas las banderas vendrán hacia nosotros como huéspedes!»- obtenía su encarnación literal. Si en el siglo XVIII la imitación de Occidente no iba más allá del maquillaje y las modas de la aristocracia («¡Esos monos rusos! -exclamó un noble francés tras asistir a un baile en el Palacio de Invierno-. ¡Con qué rapidez se han adaptado! ¡Están superando a nuestra corte!»), el San Petersburgo del siglo XIX, con su burguesía nouveau riche, su alta sociedad, su démi-monde, etc., se volvió lo bastante occidental como para permitirse incluso un cierto grado de menosprecio respecto a Europa.

Sin embargo, este menosprecio, exhibido sobre todo en la literatura, tenía muy poco que ver con la tradicional xenofobia rusa, a menudo manifestada en forma de un argumento como la superioridad de la ortodoxia sobre el catolicismo. Era más bien una reacción de la ciudad ante sí misma, una reacción de ideales profesados ante la realidad mercantil, del esteta ante el burgués. En cuanto a esa cuestión de la ortodoxia contra el cristianismo occidental, nunca llegó muy lejos, puesto que las catedrales y las iglesias estaban diseñadas por los mismos arquitectos que construían los palacios. Por consiguiente, a menos que uno se adentre bajo sus bóvedas, no hay manera de determinar a qué denominación pertenecen estas casas de oración, a no ser que se preste atención a la forma de la cruz en la cúpula, y en esta ciudad no hay, prácticamente, cúpulas en forma de cebolla. No obstante, en ese menosprecio había un algo de índole religiosa.

Toda crítica de la condición humana sugiere el conocimiento, por parte del crítico, de un plano más alto de apreciación, de un orden mejor. Tal era la historia de la estética rusa que los conjuntos arquitectónicos de San Petersburgo, iglesias incluidas, eran -y siguen siendo todavía- percibidos como la encarnación más cercana posible de semejante orden. En cualquier caso, el hombre que ha vivido el tiempo suficiente en esta ciudad tiende a asociar virtud con proporción. Esta es una antigua idea griega, pero, plasmada bajo el cielo septentrional, adquiere la autoridad peculiar de un espíritu bien fortificado y, como mínimo, hace que un artista sea muy consciente de la forma. Esta clase de influencia es especialmente clara en el caso de la poesía rusa o, para nombrarla de acuerdo con su lugar natal, la poesía petersburguesa. Durante dos siglos y medio, esta escuela, desde Lomonosov y Deryavin hasta Pushkin y su pléyade (Baratinski, Vyazemski, Delvig), hasta los acmeístas -Ajmatova y Mandelstam en este siglo-, ha existido bajo el mismo signo bajo el cual fue concebida: el signo del clasicismo. Sin embargo, menos de cincuenta años separan el pean de Pushkin a la ciudad en El jinete de bronce y la declaración de Dostoievski en Apuntes del subsuelo: «Es una desdicha habitar Petersburgo, el lugar más abstracto y premeditado del mundo». La brevedad de este intervalo de tiempo sólo puede explicarse por el hecho de que el ritmo del desarrollo de esta ciudad no fue en realidad un ritmo: fue, desde un buen principio, una aceleración. El lugar, cuya población en 1700 era igual a cero, había llegado al millón y medio de habitantes en 1900. Lo que en cualquier otra parte hubiera exigido un siglo, comprimióse aquí en unas décadas. El tiempo adquirió una cualidad mítica porque el mito era el de la creación. La industria estaba en pleno auge y alrededor de la ciudad se alzaban chimeneas humeantes como un eco en ladrillo de sus columnatas. El Ballet Ruso Imperial, bajo la dirección de Petipa, lanzó a Anna Pavlova, y en dos décadas escasas su concepto del ballet evolucionó como una estructura sinfónica, un concepto destinado a conquistar el mundo. Unos tres mil buques que enarbolaban banderas extranjeras y rusas utilizaban anualmente el puerto de San Petersburgo, y más de una docena de partidos políticos convergerían en 1906 en el recinto del frustrado parlamento ruso llamado la Duma, que en ruso significa «pensamiento» (vistos retrospectivamente, sus logros hacen que su sonido en inglés -«Dooma»- parezca particularmente ominoso) [En inglés, «doom» significa ruina, perdición, condena. (N. del T.)]. El prefijo «San» estaba desapareciendo -gradual pero justamente- del nombre de la ciudad, y al estallar la primera guerra mundial, debido al sentimiento antialemán, el propio nombre fue rusificado y «Petersburgo» se convirtió en «Petrogrado». La idea de la ciudad, antes perfectamente captable, brillaba cada vez menos a través de la telaraña, cada día más espesa, de la economía y de las demagogias cívicas. En otras palabras, la ciudad del Jinete de Bronce galopaba hacia su futuro como metrópolis regular con zancadas gigantescas, pisándoles los talones a sus hombrecillos e impulsándolos hacia adelante. Y un día llegó un tren a la estación de Finlandia y un hombrecillo se apeó del vagón y trepó a lo alto de un vehículo blindado.