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Tal vez como referencia a la modestia de los hechos en aquella noche del 25 de octubre, la ciudad ha sido denominada en la propaganda oficial como «la cuna de la Revolución». Y cuna siguió siendo, una cuna vacía, y bien que le agradó ese status. Hasta cierto punto, la ciudad escapó a la carnicería revolucionaria. «No permita Dios -dijo Pushkin- que veamos el desastre ruso, insensato e inmisericorde», y Petersburgo no lo vio. La guerra civil ardió a su alrededor y en todo el país, y una grieta horrible traspasó la nación, escindiéndola en dos campos mutuamente hostiles, pero aquí, a orillas del Neva, por primera vez en dos siglos reinó la calma y la hierba empezó a brotar entre los adoquines de las plazas vacías y las losas de pizarra de las aceras. El hambre se cobró su factura y también la Cheka (el nombre de soltera de la KGB), pero, esto aparte, la ciudad se sumió en sí misma y en sus reflexiones.

Mientras el país, con su capital de nuevo en Moscú, se replegaba a su condición uterina, claustrofóbica y xenofóbica, Petersburgo, sin ningún lugar al que retirarse, hizo una pausa… como si la hubieran fotografiado en su postura del siglo XIX. Las décadas que siguieron a la guerra civil en poco la cambiaron: había nuevos edificios pero situados en su mayoría en los suburbios industriales. Además, la política general respecto a la vivienda era la de la llamada condensación, es decir, la de juntar a los desposeídos con los bienestantes. Así, cuando una familia tenía para sí todo un apartamento de tres habitaciones, 182 tenía que apiñarse en una de ellas para permitir que otras familias se acomodaran en las demás. Con ello, los interiores de la ciudad adquirieron un aspecto más a lo Dostoievski que nunca, mientras las fachadas se desconchaban y absorbían el polvo, ese bronceado de las épocas.

Quieta, inmovilizada, la ciudad seguía contemplando el paso de las estaciones. En Petersburgo, todo puede cambiar excepto su tiempo meteorológico. Y su luz. Es la luz septentrional, pálida y difusa, una luz en la que tanto la memoria como el ojo actúan con inusual nitidez. Bajo esta luz, y gracias a la rectitud y longitud de las calles, los pensamientos del caminante viajan más allá de su destino, y un hombre con visión normal puede distinguir a más de un kilómetro de distancia el número del autobús que se acerca o la edad del individuo que le viene siguiendo los pasos. En su juventud al menos, el hombre nacido en esta ciudad pasa tanto tiempo caminando como cualquier buen beduino. Y ello no se debe a la escasez o el precio de los vehículos (hay un excelente sistema de transporte público), ni a las colas de un kilómetro ante las tiendas de comestibles. Se debe a que andar bajo este cielo, a lo largo de los terraplenes de granito pardo de ese inmenso río gris, es en sí una prolongación de la vida y una escuela de visión lejana. Hay algo en la textura granular del pavimento de granito junto al curso constante de las aguas que se alejan, que instila en las suelas de cualquiera un deseo casi sensual de caminar. El viento procedente del mar, con su olor a algas, ha curado aquí muchos corazones sobresaturados de mentiras, desesperación e impotencia. Si esto es lo que conspira para esclavizar, el esclavo puede tener excusa.

Esta es la ciudad donde resulta algo más fácil soportar la soledad en comparación con cualquier otro lugar, porque la misma ciudad está solitaria. Proporciona un extraño consuelo la noción de que estas piedras nada tienen que ver con el presente y todavía menos con el futuro. Cuanto más se adentran las fachadas en el siglo XX, más desdeñosas parecen, ignorantes de estos nuevos tiempos y sus preocupaciones. La única cosa que las aviene con el presente es el clima, y se sienten más a sus anchas con el mal tiempo de finales de octubre o de una primavera prematura con sus chaparrones mezclados con nieve y sus aguaceros impetuosos y desorientados. O bien… en lo más muerto del invierno, cuando palacios y mansiones se ciernen sobre el río helado, con sus gruesos flecos y bufandas de nieve, como antiguos dignatarios imperiales envueltos hasta las cejas en sus suntuosos abrigos de pieles. Cuando la bola carmesí del sol poniente de enero pinta sus altas ventanas venecianas con oro líquido, el hombre aterido que cruza el puente a pie ve de pronto lo que Pedro veía en su mente cuando erigió esos muros: un espejo gigantesco para un planeta solitario. Y, mientras exhala vapor, casi se compadece de esas columnas desnudas con sus peinados dóricos, capturadas como si las hubieran plantado en ese frío implacable, en esa nieve que llega hasta las rodillas.

Cuanto más baja el termómetro, más abstracto es el aspecto de la ciudad. Veinticinco grados bajo cero ya es lo bastante fría, pero la temperatura sigue bajando como si, prescindiendo ya de gentes, río y edificios, buscara ideas, conceptos abstractos. Con el humo blanco flotando sobre los tejados, los edificios a lo largo de los terraplenes se parecen cada vez más a un tren parado que tuviera como destino la eternidad. En los parques y jardines públicos, los árboles parecen diagramas escolares de los pulmones humanos, con las negras cavernas de los nidos de cuervos. Y siempre a lo lejos, la dorada aguja de la cúspide del Almirantazgo trata, como una raya invertida, de anestesiar el contenido de las nubes. Y no hay manera de decir qué parece más incongruente ante semejante telón de fondo: si los hombrecillos de hoy o sus poderosos amos que circulan en negras limusinas atiborradas de guardaespaldas. Lo menos que puede decirse es que unos y otros se sienten bastante incómodos.

Ni siquiera a fines de los años treinta, cuando las industrias locales empezaron a alcanzar el nivel de producción anterior a la revolución, la población se había incrementado suficientemente, y estaba fluctuando más o menos cerca de la cifra de los dos millones. De hecho, el porcentaje de familias de antigua residencia (las que habían vivido en Petersburgo durante dos generaciones más) descendía constantemente a causa de la guerra civil, la emigración en los años veinte, y las «purgas» en los treinta. Vino después la segunda guerra mundial con los novecientos días de asedio, que se cobraron casi un millón de vidas, tanto por los bombardeos como por el hambre. El asedio es la página más trágica en la historia de la ciudad, y pienso que fue entonces cuando el nombre de «Leningrado» fue aceptado finalmente por los habitantes que sobrevivieron, casi como un tributo a los muertos; es difícil discutir con inscripciones en las lápidas de las tumbas. Súbitamente, la ciudad pareció mucho más vieja; era como si la Historia hubiese reconocido finalmente su existencia y decidido ponerse al día con este lugar a su morbosa manera: amontonando cadáveres. Hoy, treinta y tres años más tarde, pese a haber sido repintados y estucados, los techos y las fachadas de esta ciudad inconquistada todavía parecen conservar, semejantes a manchas, las huellas de los últimos jadeos y las últimas miradas de sus habitantes. O tal vez se trate, simplemente, de mala pintura y mal estuco.

Hoy, la población de esta ciudad linda en los cinco millones, y a las ocho de la mañana los abarrotados tranvías, autobuses y trolebuses cruzan con estrépito los numerosos puentes, trasladando sus percebes humanos a sus fábricas y oficinas. La política de la vivienda ha pasado de la «condensación» a la construcción de nuevas estructuras en las afueras, cuyo estilo se parece a todo lo demás que se encuentra en el mundo y es conocido popularmente como «barrackko». Es un gran mérito de los padres de la ciudad actual el haber conservado virtualmente intacto el núcleo principal de la misma. No hay aquí rascacielos ni bucles de autopistas. Rusia tiene un motivo arquitectónico para agradecer la existencia del Telón de Acero, ya que éste la ayudó a retener una identidad visual. Hoy en día, cuando uno recibe una tarjeta postal, necesita un buen rato para averiguar si ha sido enviada desde Caracas, en Venezuela, o desde Varsovia, en Polonia.

No es que a los padres de la ciudad no les agradaría inmortalizarse a sí mismos en vidrio y hormigón, pero en cierto modo no se atreven. Cualquiera que sea su valía, también ellos caen bajo el hechizo de la ciudad, y sólo osan, como máximo, erigir aquí o allá un hotel moderno donde todo es obra de constructores extranjeros (finlandeses)…, con la excepción, claro está, de la instalación telefónica y la eléctrica, ya que éstas sólo obedecen al know-how ruso. En general, estos hoteles están destinados a atender tan sólo a turistas extranjeros, a menudo los propios finlandeses, debido a la proximidad de su país con Leningrado.