La población se divierte en casi un centenar de cines y una docena de teatros de comedia, ópera y ballet; hay también dos enormes estadios de fútbol y la ciudad sostiene dos equipos profesionales de fútbol y uno de hockey sobre hielo. En general, los deportes cuentan con un importante apoyo oficial, y aquí se sabe que el más entusiasta de los forofos del hockey sobre hielo vive en el Kremlin. Sin embargo, en Leningrado, como en toda Rusia, el pasatiempo principal es «la botella». En lo que se refiere a consumo de alcohol, esta ciudad es ciertamente la ventana sobre Rusia, y a fe que está abierta de par en par. A las nueve de la mañana, es más frecuente ver un borracho que un taxi. En la sección de vinos de las tiendas de comestibles, siempre cabe encontrar un par de hombres con la misma expresión vacua pero inquisidora en sus caras: están buscando «un tercero» con el que compartir el precio y el contenido de una botella. El precio se comparte ante la cajera y el contenido… en el umbral más cercano. En la semioscuridad de esas entradas reina, en su más alta manifestación, el arte de dividir medio litro de vodka en tres partes iguales sin que sobre ni una gota. Allí se originan amistades extrañas e inesperadas, pero a veces imperecederas, así como los crímenes más sórdidos. Y aunque la propaganda condena el alcoholismo, verbalmente y en letra impresa, el estado continúa vendiendo vodka e incrementando los precios, porque «la botella» es la fuente de los mayores ingresos del estado: su costo es de cinco kopecks y se vende a la población por cinco rublos, lo que equivale a un beneficio del 9.900 por ciento.
Pero el hábito de la bebida no es una rareza entre los que viven junto al mar. Los rasgos más característicos de los leningradenses son: mala dentadura (debido a la falta de vitaminas durante el asedio), claridad en la pronunciación de las sibilantes, aptitud para reírse de sí mismos, y un cierto grado de altivez respecto al resto del país. Mentalmente, esta ciudad es todavía la capital, y es a Moscú lo que Florencia es a Roma o lo que Boston es a Washington. Como algunos de los personajes de Dostoievski, Leningrado siente orgullo y un placer casi sensual al verse «inidentificado», rechazado, y sin embargo sabe perfectamente que, para todo aquél cuya lengua materna sea el ruso, la ciudad es más real que cualquier otro lugar en el mundo donde se oiga este idioma.
Y es que existe el segundo Petersburgo, el que está hecho de versos y de prosa rusa. Esa prosa es leída y releída y los versos se aprenden de memoria, aunque sólo sea porque en las escuelas soviéticas se obliga a los niños a memorizarlos si quieren aprobar sus cursos. Y es esta memorización lo que asegura el status de la ciudad y su lugar en el futuro -mientras exista este lenguaje-, y transforma a los escolares soviéticos en el pueblo ruso.
El año escolar suele concluir a fines de mayo, cuando llegan a esta ciudad las Noches Blancas, para quedarse durante todo el mes de junio. Una noche blanca es una noche en la que el sol abandona el cielo apenas un par de horas, un fenómeno muy familiar en las latitudes septentrionales. Es la época más mágica en la ciudad, cuando se puede escribir o leer sin lámpara a las dos de la madrugada, y cuando los edificios, exentos de sombras y con sus tejados perfilados en oro, parecen piezas de frágil porcelana. Hay tanto silencio en derredor que casi puede oírse el tintineo de una cuchara que se caiga en Finlandia. El matiz rosado y transparente del cielo es tan tenue que el azul pálido de acuarela del río casi no logra reflejarlo. Y los puentes están alzados, como si las islas del delta se hubieran soltado las manos y empezado lentamente a derivar, dando vueltas en la corriente principal, hacia el Báltico. En estas noches, cuesta dormirse, porque hay demasiada luz y porque cualquier sueño será inferior a su realidad. Allí donde un hombre no proyecta sombra, como el agua.
(1979)
EL HIJO DE LA CIVILIZACIÓN
Por alguna extraña razón, la expresión «muerte de un poeta» suena siempre de manera algo más concreta que «vida de un poeta», quizá porque «vida» y «poeta», como palabras, son casi sinónimas en su positiva vaguedad, en tanto que «muerte» -incluso como palabra- es aproximadamente tan definida como la propia producción de un poeta, es decir, un poema, el rasgo principal del cual es su último verso. Sea lo que fuere una obra de arte, propende a su final, que contribuye a su forma y niega la resurrección. Después del último verso de un poema no hay nada, salvo la crítica literaria. Así pues, cuando leemos a un poeta, participamos en su muerte o en la muerte de sus obras. En el caso de Mandelstam, participamos en ambas cosas.
Una obra de arte está destinada siempre a sobrevivir a su creador. Parafraseando al filósofo, se podría decir que escribir poesía es también ejercitarse en morir. Pero dejando aparte la pura necesidad lingüística, lo que le hace escribir a uno no es tanto una preocupación por la condición perecedera de la propia carne como la urgencia imperiosa de preservar ciertas cosas del mundo de uno, de la civilización personal de uno, de la propia continuidad no semántica de uno. El arte no es una existencia mejor, sino alternativa; no es un intento de escapar a la realidad, sino lo contrario, un intento de animarla. Es un espíritu que busca carne, pero que encuentra palabras. En el caso de Mandelstam, resulta ser que las palabras pertenecen a la lengua rusa.
Posiblemente, para un espíritu, la solución no podía ser mejor: el ruso es una lengua sujeta a múltiples inflexiones, lo que quiere decir que puede ocurrir muy bien que el nombre vaya al final de la frase y que la terminación de ese nombre (o adjetivo o verbo) varíe según el género, el número y el caso. Todo esto aporta a una verbalización dada la calidad estereoscópica de la percepción en sí y (a veces) agudiza y desarrolla esta última. Lo que mejor ilustra este aspecto es el manejo que hace Mandelstam de uno de los temas principales de su poesía: el tema del tiempo.
Nada hay más extraño que aplicar un dispositivo analítico a un fenómeno sintético: por ejemplo, escribir en inglés sobre un poeta ruso. Sin embargo, en el caso de Mandelstam, tampoco sería mucho más fácil aplicar el dispositivo mencionado en ruso. La poesía es el resultado supremo de toda la lengua y analizarlo no es otra cosa que hacer difuso el foco. Esto es tanto más verdad en el caso de Mandelstam, figura extremadamente solitaria en el contexto de la poesía rusa, y lo que explica su aislamiento es precisamente la densidad de su foco. La crítica literaria es sensata únicamente cuando el crítico opera en el mismo plano tanto de la referencia lingüística como psicológica. Dada su actual situación, Mandelstam está destinado a una crítica que venga estrictamente «de abajo» en cualquiera de las dos lenguas.
La inferioridad del análisis parte de la misma noción del tema, ya sea el tema el tiempo, el amor o la muerte. La poesía es, antes que nada, un arte de referencias, alusiones, paralelos lingüísticos y figurativos. Existe una inmensa sima entre el Homo sapiens y el Homo scribens, puesto que, para el escritor, el concepto de tema aparece como resultado de combinar las técnicas y dispositivos antes mencionados, en el supuesto de que aparezca. Escribir es literalmente un proceso existenciaclass="underline" se sirve del pensamiento para sus propios fines y consume nociones, temas y cosas parecidas, no lo contrario. La que dicta un poema es la lengua, y la voz de la lengua es lo que conocemos con los apodos de Musa o de Inspiración. Mejor será, pues, que no hablemos del tema del tiempo en la poesía de Mandelstam, sino de la presencia del tiempo en sí, como entidad y como tema, aunque sólo sea porque el tiempo tiene su puesto dentro de un poema y es una cesura.