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Sería fútil y estaría fuera de razón esperar de un traductor que hiciera lo mismo: la voz a partir de la cual y por la cual uno trabaja es, inevitablemente, única, pese a lo cual cabe la posibilidad de aproximarse al timbre, al tono y al ritmo reflejados en el metro del verso. Convendría tener presente que los metros de versificación son en sí magnitudes espirituales que no pueden ser sustituidas por nada. Ni siquiera pueden ser reemplazados entre sí y, en menor medida todavía, por el verso libre. Las diferencias de metro son diferencias de aliento y de latido, las diferencias del esquema de la rima son las de las funciones cerebrales, el tratamiento despreocupado de cualquiera de las dos cosas es, en el mejor de los casos, un sacrilegio y, en el peor, una mutilación o un asesinato. En cualquier caso, es un crimen de la mente que el que lo perpetra -sobre todo si no es atrapado- paga con su progresiva degradación intelectual y, en cuanto a los lectores, compran una mentira.

De todos modos, los rigores involucrados en la producción de un eco decente son muy graves porque traban excesivamente la individualidad. Las llamadas a favor del uso de un «instrumento de poesía en nuestro propio tiempo» son excesivamente estridentes y los traductores se precipitan a encontrar sustitutos. Esto sucede primordialmente porque esos traductores son generalmente poetas y lo que más cuenta para ellos es su propia individualidad. Su concepción de la individualidad no hace sino impedir la posibilidad del sacrificio, que es el rasgo básico de la individualidad madura (y también la exigencia básica de toda traducción, incluso técnica). El resultado efectivo es que un poema de Mandelstam, tanto desde el aspecto visual, como desde el de su textura, parece más bien una insípida poesía de Neruda o un poema escrito en urdu o en swahili. En el caso de que sobreviva, el hecho obedece a la rareza de sus imágenes o a su intensidad, que hacen que el poema adquiera a ojos del lector un cierto carácter etnográfico. El difunto W. H. Auden dijo: «No veo por qué se considera a Mandelstam un gran poeta. Las traducciones que he visto de él no me convencen de que lo sea.»

No nos sorprende. En las versiones existentes, se ofrece un producto absolutamente impersonal, una especie de común denominador del arte verbal moderno. Si se tratase simplemente de malas traducciones, el desaguisado no sería tan grande, porque las malas traducciones, precisamente por su mala calidad, estimulan la imaginación del lector y provocan en él el deseo de ir más allá del texto o de abstraerse de él, y constituyen un acicate para su intuición. Pero en los ejemplos que se tienen a mano esta posibilidad queda prácticamente eliminada: son versiones que llevan el sello de un provincianismo estilístico seguro de sí mismo y, por ello, insufrible, y la única observación optimista que puede hacerse con respecto a las mismas es que un arte de calidad tan baja como el que evidencian constituye un signo indiscutible de una cultura extremadamente distante de la decadencia.

La poesía rusa en conjunto, y Mandelstam en particular, no merece ser tratada como un pariente pobre. La lengua y la literatura compuesta en la misma, de manera especial la poesía, son lo mejor que posee el país. Pese a todo, no es la inquietud por el prestigio de Mandelstam o por el prestigio de Rusia lo que le hace estremecerse a uno viendo lo que se ha hecho con sus versos vertidos al inglés, sino más bien la sensación de expoliación de la cultura en lengua inglesa, de degradación de sus propios criterios, de regateo del reto espiritual. «De acuerdo -podría decir un joven poeta americano o un lector de poesía después de leer esos volúmenes-, lo mismo ocurre en Rusia.» Pero lo que ocurre en Rusia no es lo mismo. Dejando aparte sus metáforas, la poesía rusa ha dado un ejemplo de pureza y firmeza moral que han quedado reflejadas en gran parte en la preservación de formas llamadas clásicas sin que ello afecte en nada a su contenido. En esto estriba precisamente su distinción de sus hermanas occidentales, aún cuando esto no permita presumir de manera alguna que se pueda juzgar a cuál favorece más esta distinción. Sin embargo, es una distinción y, aunque sólo sea por razones puramente etnográficas, esta cualidad debería quedar preservada en la traducción en lugar de ser introducida a la fuerza en algún tipo de molde común.

Un poema es el resultado de una cierta necesidad: es inevitable, al igual que lo es su forma. Según dice la viuda del poeta, Nadeyda Mandelstam, en su Mozart y Salieri (obra obligada para todo aquél que se interese por la psicología de la creatividad), «la necesidad no es una coacción ni es la maldición del determinismo, sino que es un vínculo entre épocas, siempre que la antorcha heredada de los antepasados no sea pisoteada». Las necesidades, por supuesto, no pueden ser reproducidas como un eco, pero la indiferencia de un traductor ante formas que están iluminadas y consagradas por el tiempo no es otra cosa que pisotear aquella antorcha. La única cosa de bueno que tienen las teorías presentadas para justificar esta práctica es que sus autores quedan compensados manifestando sus opiniones en letra impresa.

Como si fuera consciente de la fragilidad y perfidia de las facultades y sentidos del hombre, el poema apunta a la memoria humana. A este fin, utiliza una forma que es esencialmente un procedimiento mnemotécnico, permitiendo que el cerebro de un individuo retenga una palabra -y simplificando la labor de retenerla- cuando se ha renunciado a todo el resto. La memoria suele ser lo que resiste hasta el final, como si tratara de batir una marca de permanencia. Puede ocurrir, pues, que un poema sea lo último en abandonar los babeantes labios de un moribundo. Nadie esperaría de un inglés nativo que, en un momento así, musitara los versos de un poeta ruso, pero si lo que murmurara fuera algo escrito por Auden o Yeats o Frost, se encontraría más próximo a los originales de Mandelstam que los traductores actuales.

Dicho en otras palabras, el mundo de habla inglesa todavía no ha oído esa voz nerviosa, pura, aguda, empapada de amor, de terror, de memoria, de cultura, de fe… una voz que acaso tiemble como la llama de una cerilla azotada por el viento, pero que es decididamente inextinguible. La voz que permanece cuando se ha ido quien la tuvo. Uno siente la tentación de decir que fue un Orfeo moderno: enviado al infierno, jamás volvió, mientras su viuda huyó a través de la sexta parte de la superficie de la tierra, aferrada a su cacerola con las canciones de él en su interior memorizándolas por la noche por si las Furias las encontraban tras una orden de registro. Éstas son nuestras metamorfosis, nuestros mitos.

(1977)

NADEYDA MANDELSTAM (1899-1980).

UNA NECROLÓGICA

De los ochenta y un años de su vida, Nadeyda Mandelstam pasó diecinueve como esposa del poeta ruso más grande de este siglo, Osip Mandelstam, y cuarenta y dos como su viuda. Los demás son infancia y juventud. En los círculos eruditos, y de manera especial en los literarios, ser la viuda de un gran hombre es algo que basta para conferir una identidad. Esto es así especialmente en Rusia, donde en los años treinta y cuarenta el régimen produjo viudas de escritores con tal eficiencia que a mediados de los años sesenta las había en número suficiente para poder organizar un sindicato.

«Nadia es una viuda con suerte», solía decir Anna Ajmatova, refiriéndose al reconocimiento universal que en aquellos tiempos se tributaba a Osip Mandelstam. El objeto de esta observación era, lógicamente, su colega poeta y, tuviera o no razón, ésta era también la opinión del mundo exterior. Cuando este reconocimiento comenzó a hacerse patente, la señora Mandelstam tenía ya sesenta y tantos años, su salud era sumamente precaria y sus medios de subsistencia escasos. Por otra parte, pese a la universalidad del reconocimiento a que hacíamos referencia, no participaba de él la legendaria «sexta parte del planeta», es decir, la propia Rusia. Detrás de aquella viuda había ya dos decenios de viudedad, de francas privaciones, la Gran Guerra (que obliteraba cualquier pérdida personal) y el temor diario de ser encerrada en la cárcel por los agentes de la Seguridad Estatal como esposa de un enemigo del pueblo. Dejando aparte la muerte, cualquier cosa que pudiera seguir sólo podía significar la suspensión temporal de la pena.