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Yo la conocí precisamente entonces, en el invierno de 1962, en la ciudad de Pskov, a la que me había trasladado con un par de amigos para echar una ojeada a las iglesias locales (en mi opinión, las más bellas del imperio). Habiéndose enterado de nuestras intenciones de viajar a aquella ciudad, Anna Ajmatova me sugirió que visitara a Nadeyda Mandelstam, que era profesora de inglés en el instituto pedagógico local, y nos dio varios libros para ella. Aquélla fue la primera vez que oí su nombre, puesto que no sabía siquiera que existiese.

Vivía en un pequeño apartamento comunitario compuesto de dos habitaciones. La primera habitación estaba ocupada por una mujer cuyo nombre, por una ironía del destino, era Nietsvetaeva (literalmente: No-Tsvetaeva), la segunda era la de la señora Mandelstam. La habitación tenía ocho metros cuadrados de superficie, las dimensiones de un cuarto de baño americano de tipo corriente. La mayor parte del espacio estaba ocupada por una cama doble de hierro fundido y, además, había dos sillas de mimbre, un armario ropero con un pequeño espejo y una mesilla de noche destinada a múltiples usos, sobre la que había platos con restos de la cena y, junto a los platos, un libro en rústica abierto de El erizo y la zorra, de Isaiah Berlin. La presencia de aquel libro de tapas rojas en aquella minúscula celda y el hecho de que no lo escondiera debajo de la almohada al oír el timbre de la puerta, significaba precisamente esto: el comienzo de la suspensión temporal de la pena.

Resultó ser que el libro le había sido enviado por Anna Ajmatova, que, por espacio de casi medio siglo, fue la mejor amiga de los Mandelstam: primeramente de los dos, más adelante sólo de Nadeyda. Ajmatova, viuda por dos veces (su primer marido, el poeta Nikolai Gumiliov, fue fusilado en 1921 por la Cheka, nombre de soltera de la KGB; el segundo, el historiador del arte Nikolai Punin, que murió en un campo de concentración perteneciente a la misma institución), ayudó a Nadeyda Mandelstam en todo lo que pudo y, durante los años de guerra, salvó literalmente su vida, raptando a Nadeyda y llevándosela a Tashkent, donde habían sido evacuados algunos escritores, y compartiendo con ella sus raciones diarias. Pese a que sus dos maridos habían sido eliminados por el régimen y a que su hijo estuvo dieciocho años languideciendo en campos de concentración, Ajmatova estaba en una situación algo mejor que Nadeyda Mandelstam, aunque sólo fuera por el hecho de gozar del reconocimiento, otorgado a regañadientes, de escritora, circunstancia que le permitía vivir en Leningrado y en Moscú. Para la esposa de un enemigo del pueblo, las grandes ciudades estaban fuera de los límites permitidos.

Por espacio de varios decenios, esta mujer estuvo huyendo costantemente, nadando a contracorriente y moviéndose por las capitales de provincia del imperio: afincándose en un sitio nuevo sólo para huir de él a la primera señal de peligro. Gradualmente el estatuto de no-persona pasó a convertirse en su segunda naturaleza. Era una mujer bajita, de complexión delgada y, con el paso de los años, su figura todavía fue reduciéndose más, como si tratara de transformarse en un ser ingrávido, en algo que podía guardarse fácilmente en el bolsillo en el momento de la huida. Por la misma razón, no poseía prácticamente nada: ni muebles, ni objetos artísticos, ni biblioteca. Los libros, incluso los extranjeros, rara vez permanecían mucho tiempo en sus manos: después de leídos u hojeados, pasaban en seguida a manos de otra persona…, tal como debería hacerse siempre con los libros. En los años de su máxima opulencia, a finales de los sesenta y principios de los setenta, el elemento más caro de su apartamento de una sola habitación, en las afueras de Moscú, era un reloj de cuco en la pared de la cocina. Un ladrón habría salido de su casa profundamente desilusionado, al igual que quien se hubiera presentado en ella con una orden de registro.

En aquellos años de «opulencia» que siguieron a la publicación en Occidente de sus dos volúmenes de memorias, aquella cocina se convirtió en meta de auténticas peregrinaciones.

Una noche sí y otra también, lo mejor de lo que había sobrevivido a la era posterior a Stalin, o de lo que había surgido en ella, se reunía alrededor de la larga mesa de madera, diez veces más grande que aquella cama de Pskov. No parecía sino que aquella mujer quería compensar todas aquellas décadas de paria. Dudo, sin embargo, que lo lograra, y en cierto modo la recuerdo mejor en aquella pequeña habitación de Pskov o sentada al borde de un diván en la casa de Leningrado de A¡ma-tova, a la que de vez en cuando acudía ilegalmente desde Pskov, o surgiendo de las profundidades del corredor en el apartamento de Shklovski en Moscú, donde residía antes de contar con un alojamiento propio. Quizá la recuerdo allí con más nitidez porque allí estaba más a sus anchas como la expatnada que era, la fugitiva, «la mendiga amiga», como la llamaba Osip Mandelstam en uno de sus poemas, que fue lo que siguió siendo durante todo el resto de su vida.

Deja literalmente sin aliento comprobar que escribió sus dos volúmenes a la edad de sesenta y cinco años. En la familia Mandelstam, el escritor era Osip, no ella. Si escribió alguna cosa con anterioridad fueron las cartas dirigidas a sus amigos o las apelaciones formuladas al Tribunal Supremo. Tampoco era el suyo el caso de una persona que pasa revista, desde la tranquilidad de su retiro, a una vida larga y plagada de hechos memorables, puesto que aquellos sesenta y cinco años no habían sido para ella exactamente lo que se dice normales. No es porque sí que en el sistema penal soviético hay una cláusula que especifica que, en ciertos campos, un año de reclusión cuenta por tres. En virtud de esto, las vidas de muchos rusos de este siglo casi igualan en longitud a las de los patriarcas de la Biblia, con los que comparten además otra cosa: su devoción por la justicia.

Pero no fue únicamente esa devoción por la justicia lo que la empujó a sentarse, a los sesenta y cinco años, y a emplear el tiempo de suspensión temporal de la sentencia para escribir aquellos libros. Lo que les dio existencia fue una recapitulación, a escala individual, del mismo proceso que ya había tenido lugar una vez en la historia de la literatura rusa. Y cuando digo esto recuerdo la aparición de la gran prosa rusa de la segunda mitad del siglo diecinueve. Aquella prosa que parece salida de ninguna parte, como un efecto sin causas detectables, no fue sino fruto de la poesía rusa del siglo diecinueve. Marcó el tono de todo lo que se escribiría después en ruso y lo mejor de la literatura rusa puede considerarse un eco distante y una elaboración meticulosa de la sutileza psicológica y léxica ofrecida por la poesía rusa del primer cuarto de aquel siglo. «La mayoría de los personajes de Dostoievski son héroes de Pushkin más viejos, Oneguins y otros por el estilo», solía decir Anna Ajmatova.

La poesía precede siempre a la prosa y así fue también en la vida de Nadeyda Mandelstam en más de un aspecto. Como escritora, al mismo tiempo que como persona, ella es una creación de dos poetas a los que su vida estuvo inexorablemente atada: Osip Mandelstam y Anna Ajmatova, y ello no tan sólo por el hecho de que el primero era su marido y la segunda su amiga de toda la vida. Después de todo, cuarenta años de viudedad podrían oscurecer los recuerdos más felices (y en el caso de su matrimonio, fueron pocos y distanciados, aunque sólo fuera por el hecho de que el matrimonio coincidió con la ruina económica del país, causada por la revolución, la guerra civil y los primeros planes quinquenales). Por otra parte, hubo años enteros en los que no vio para nada a Ajmatova y una carta habría sido lo último en lo que poder confiar. El papel era, en general, peligroso. Lo que reforzó el vínculo de aquel matrimonio, así como el de aquella amistad, fue la tecnicidad: la necesidad de confiar a la memoria lo que no se podía confiar al papel, es decir, los poemas de ambos autores.