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Iand the public know

What all schoolchildren learn,

Those to whom evil is done

Do evil in return

«Yo y el público sabemos / Lo que todo escolar aprende, / Aquellos a quien se hace daño / Hacen daño a cambio.»

De hecho, esta cuarteta se salía del contexto, al igualar a los vencedores con las víctimas, y creo que el gobierno federal debería hacerla tatuar en el pecho de cada recién nacido, no a causa del mensaje en sí, sino debido a su entonación. El único argumento aceptable contra semejante procedimiento sería el de que hay mejores versos de Auden. ¿Qué haría el lector con éstos?

Faces along the barCling to their average day:The lights must never go out,The music must always play,All the conventions conspireTo make this fort assumeThe furniture of borne;Lest we should see where we are,Lost in a haunted wood,Children afraid of the nightWho have never been happy or good.

«Caras a lo largo del bar / se aferran a su día promedio: / las luces nunca deben apagarse, / la música siempre ha de sonar, / todas las convenciones conspiran / para que esta fortaleza asuma / el mobiliario de un hogar; / no fuera que viéramos donde estamos, / perdidos en un bosque encantado / niños temerosos de la noche / que nunca han sido felices o buenos.»

O si cree que esto es demasiado Nueva York, demasiado norteamericano, veamos qué le parece este pareado de The Shield of Achules, que, al menos para mí, suena un tanto como un epitafio dantesco para varias naciones de la Europa orientaclass="underline"

…they lost their prideAnd died as men before their bodies died.

«… perdieron su orgullo / y murieron como hombres antes de morir sus cuerpos.»

O, si uno está todavía en contra de semejante barbaridad, si quiere ahorrar esta herida a la tierna piel, hay otros siete versos en el mismo poema que deberían grabarse en las puertas de todo estado existente, y de hecho en las puertas de todo nuestro mundo:

A ragged urchin, aimless and alone,Loitered about that vacancy, a birdFlew up to safety from this well-aimed stone:That girl are raped, that two boys knife a third,Were axioms to him, who'd never heardOf any world where promises were kept.Or one could weep because another wept.

«Un andrajoso golfillo, sin objetivo y solo, / vagaba por aquel lugar vacío; un ave / voló a resguardarse de su bien apuntada piedra: / que las muchachas sean violadas, que dos muchachos apuñalen a un tercero, / eran axiomas para él, que jamás había oído / hablar de ningún mundo en el que las promesas se cumplieran, / o en el que uno pudiera sollozar porque sollozara otra persona.»

De este modo, el recién llegado no se engañaría en cuanto a la naturaleza de este mundo; de este modo, el residente en el mundo no tomaría a los demagogos por semidioses.

No es necesario ser gitano ni un Lombroso para creer en la relación entre la apariencia de un individuo y sus actos, pues al fin y al cabo en esto se basa nuestro sentido de la belleza. No obstante, cabe preguntarse cuál sería el aspecto de un poeta que escribiera:

Altogether elsewhere, vast Herds of reindeer move across Miles and miles of golden moss, Silently and very fast.

«Juntos y por doquier, vastos / rebaños de renos avanzan a través / de millas y millas de musgo dorado, / en silencio y con gran rapidez.»

¿Qué aspecto tendría un hombre tan aficionado a traducir verdades metafísicas a lo más vulgar del sentido común, como a detectar las primeras en el segundo? ¿Qué aspecto tendría el que, profundizando concienzudamente en la creación, le hable a uno más del Creador que cualquier atleta en busca de atajos a través de las esferas? ¿No debería una sensibilidad única en su combinación de sinceridad, desprendimiento clínico y lirismo controlado dar como resultado, si no una distribución única de los rasgos faciales, sí al menos una expresión específica, no común? ¿Y podrían tales facciones o esta expresión ser captadas por un pincel? ¿Registradas por una cámara?

Me agradaba muchísimo el proceso de extrapolación a partir de aquella foto del tamaño de un sello de correos. Uno siempre pugna por encontrar una cara, uno siempre desea que se materialice un ideal, y Auden estaba entonces muy próximo a equivaler a un ideal. (Otros dos eran Beckett y Frast, pero yo sabía cuál era su aspecto; por más que atemorizadora, la correspondencia entre sus caras y sus logros era obvia.) Más tarde, claro está, vi otras fotografías de Auden: en una revista entrada de contrabando o en otras antologías. No obstante, nada añadían; aquel hombre eludía los objetivos, o éstos remoloneaban tras él. Empecé a preguntarme si una forma de arte era capaz de describir a otra, si lo visual podía aprehender lo semántico.

Y entonces un día -creo que fue en invierno de 1968 o de 1969-, Nadeyda Mandelstam, al visitarla yo en Moscú, me entregó otra antología más de poesía moderna, un libro espléndido, generosamente ilustrado con grandes fotografías en blanco y negro, debidas, si no recuerdo mal, a Rolhe Mc-Kenna. Encontré en él lo que yo estaba buscando. Un par de meses más tarde, alguien me pidió prestado ese libro y nunca más volví a ver la fotografía. Sin embargo, la recuerdo con toda claridad.

La foto había sido tomada, al parecer, en algún lugar de Nueva York, en un paso elevado: o bien el que hay cerca de Grand Central o el de la Columbia University, que cruza Amsterdam Avenue. Auden estaba allí de pie, con el aspecto de haber sido captado desprevenido, de paso, alzadas las cejas con una expresión de desconcierto. Sin embargo, los ojos, penetrantes, mostraban una calma tremenda. La época era, probablemente, finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta, antes de que la famosa etapa de las arrugas -la «cama deshecha»- se apoderase de sus facciones. Todo, o casi todo, me resultó entonces claro.

El contraste o, mejor dicho, el grado de disparidad entre aquellas cejas alzadas en un asombro formal y lo penetrante de su mirada correspondían directamente, para mí, a los aspectos formales de sus versos (dos cejas enarcadas = dos rimas) y a la cegadora precisión de su contenido. Lo que me contemplaba desde la página era el equivalente facial de un pareado, de una verdad mejor conocida por el corazón. Las facciones eran regulares, incluso vulgares. Nada de específicamente poético había en aquel rostro, nada byroniano, demoníaco, aguileño, aquilino, romántico, herido, etc. Era más bien el rostro de un médico interesado por la historia de su paciente, aunque sabe que éste está enfermo. Un rostro bien preparado para todo, una suma total de un rostro.

Era un resultado. Su mirada profunda era un producto directo de esa proximidad cegadora de la cara al objeto que producía expresiones tales como «gestiones voluntarias», «asesinato necesario», «oscuridad conservadora», «yermo artificial» o «trivialidad de la arena». Causaba la misma impresión que se produce cuando una persona miope se quita las gafas, excepto que la vista penetrante de ese par de ojos nada tenía que ver con la miopía ni con la pequeñez de los objetos, sino con las amenazas hondamente arraigadas en éstos. Era la mirada de un hombre sabedor de que no le sería posible desarraigar esas amenazas y que, sin embargo, estaba dispuesto a describirle a uno los síntomas, así como la propia dolencia. No era esto lo que se llama «crítica social»…, aunque sólo fuera porque la dolencia no era sociaclass="underline" era existencial.