En general, creo que a este hombre se le tomaba, de modo terriblemente erróneo, por un comentarista social, o por un diagnosticador, o cualquier cosa por el estilo. La acusación más frecuente que se ha alzado contra él era la de que no ofrecía un remedio. Sospecho que, en cierto modo, él se buscaba tal cosa al recurrir a la terminología freudiana, después marxista y después eclesiástica. El remedio, sin embargo, radicaba precisamente en su empleo de estas terminologías, pues son, simplemente, diferentes dialectos en los que uno puede hablar acerca de una y misma cosa, que es el amor. Lo que cura es la entonación con la que uno le habla al enfermo. Este poeta discurrió entre los casos graves, a veces terminales, del mundo, no como un cirujano sino como una enfermera, y todo paciente sabe que son las enfermeras y no las incisiones las que finalmente le ponen a uno de nuevo en pie. Es la voz de una enfermera, es decir, la del amor, la que se oye en el discurso final de Alonso a Ferdinand, en The Sea and the Mirror:
But should you fail to keep your kingdom
And, like your father before yon, come
Where thought acenses and feeling mocks,
Believe your pain…
«Pero si acaso no logramos conservar tu reino / Y, al igual que tu padre antes que tú, llegaras / A donde el pensamiento acusa y el sentimiento se mofa, / Cree en tu dolor…»
Ni médico ni ángel, ni-todavía menos- nuestra persona amada o familiar dirá esto en el momento de nuestra derrota finaclass="underline" sólo una enfermera o un poeta, como fruto de la experiencia y del amor.
Y a mí me maravillaba ese amor. Nada sabía yo acerca de la vida de Auden: ni que fuera homosexual ni acerca de su matrimonio de conveniencia (para ella) con Erika Mann, etc. Nada. Una cosa que presentía claramente era que este amor rebasaría su objeto. En mi mente -mejor dicho, en mi imaginación- era amor expandido o acelerado por el lenguaje, por la necesidad de expresarlo; y el lenguaje -esto ya lo sabía yo- tiene su propia dinámica y tiende, especialmente en poesía, a utilizar sus dispositivos auto generado res: métricas y estrofas que llevan al poeta mucho más allá de su destino general. Y la otra verdad acerca del amor en poesía que uno capta al leerla, es que los sentimientos de un escritor se subordinan inevitablemente a la progresión lineal y sin retroceso del arte. Este tipo de cosa asegura, en arte, un grado más alto de lirismo, y en la vida un equivalente en aislamiento. Aunque sólo sea por su versatilidad estilística, este hombre debió de haber experimentado un grado poco común de desesperación, como lo demuestra gran parte de su lírica más deliciosa y más hipnotizante. Y es que en arte es más que frecuente que la delicadeza de toque surja de la oscuridad de su propia ausencia.
Y, sin embargo, amor era pese a todo, perpetuado por el lenguaje, olvidando -puesto que el idioma era el inglés- el género, e intensificado por una honda agonía, porque también la agonía puede, al final, tener que ser articulada. El lenguaje, después de todo, es consciente por definición, y desea conocer el quid de cada nueva situación. Al contemplar la fotografía tomada por Rollie McKenna, me complació que la cara que había en ella no revelara ni neurosis ni cualquier otra clase de tensión; que fuese pálida y ordinaria, sin expresar, pero en cambio absorbiendo, todo lo que estaba sucediendo frente a sus ojos. Qué maravilloso sería, pensé, tener aquellas facciones, y traté de remedar la mueca ante el espejo. Fracasé, desde luego, pero ya sabía que fracasaría, porque semejante cara estaba destinada a ser única en su especie. No había necesidad de imitarla, pues ya existía en el mundo, y de algún modo el mundo me parecía más digerible porque en alguna parte de él se encontraba esa cara.
Extraña cosa son las caras de los poetas. En teoría, el aspecto de los autores no debiera tener importancia para sus lectores; leer no es una actividad narcisista, ni tampoco lo es escribir, y, no obstante, apenas a uno le agradan suficientemente los versos de un poeta, empieza a preguntarse cuál debe ser la apariencia del escritor. Probablemente, esto tenga algo que ver con la sospecha que abrigamos de que admirar una obra de arte es reconocer la verdad, o el grado de la misma que el arte expresa.
Inseguros por naturaleza, queremos ver al artista, al que identificamos con su obra, a fin de que la próxima vez podamos saber cuál es, en realidad, el aspecto de la verdad. Sólo los autores de la antigüedad escapan a este escrutinio, y por esto, en parte, se les considera como clásicos, y sus generalizadas facciones de mármol, que llenan hornacinas en las bibliotecas, guardan una relación directa con el significado arquetípico absoluto de su obra. Pero cuando uno lee
…To visit
The grave of a friend, to make an ugly scene,
To count the loves one has grown out of,
Is not nice, but to chirp like a tearless bird,
As though no one dies in particular
And gossip were never true, unthinkable…
«… Visitar / la tumba de un amigo, hacer una fea escena, / contar los amores que uno ha dejado atrás, / no es agradable, pero gorjear como pájaro sin lágrimas, / como si nadie muriera en particular / y los chismes nunca fueran ciertos, es impensable…»
empieza a sentir que detrás de estos versos no hay un autor de carne y hueso, rubio, moreno, pálido, bronceado, arrugado o de lisas mejillas, sino la propia vida, y eso uno querría encontrarlo, con eso uno querría hallarse en una proximidad humana. Tras este deseo no hay vanidad, sino una cierta física humana que atrae una pequeña partícula hacia un gran imán, aunque uno pueda acabar haciendo eco al propio Auden: «He conocido a tres grandes poetas, cada uno de ellos un verdadero hijo de mala madre». Yo: «¿Quiénes?». Eclass="underline" «Yeats, Frost y Bert Brecht». (Pero con respecto a Brecht se equivocaba: Brecht no era un gran poeta.)
4
El 6 de junio de 1972, unas cuarenta y ocho horas después de abandonar Rusia tras recibir una orden perentoria al efecto, me encontraba con mi amigo Cari Proffer, profesor de literatura rusa en la Universidad de Michigan (había volado hasta Viena para recibirme), ante la casa veraniega de Auden en el pueblecillo de Kirchstetten, explicando a su propietario las razones de nuestra presencia. Este encuentro estuvo en un tris de no tener lugar.
Hay tres Kirchstetten en el norte de Austria, y habíamos pasado ya por los tres y nos disponíamos a dar media vuelta cuando el coche enfiló un tranquilo y estrecho camino rural y vimos una flecha de madera con el rótulo «Audenstrasse». Lo llamaban anteriormente (si la memoria no me engaña) «Hinterholz», porque por detrás de los bosques el camino conducía al cementerio local. Probablemente, el hecho de rebautizarlo tenía tanto que ver con el deseo de los habitantes de librarse de ese memento mori, como con su respeto por el gran poeta que vivía entre ellos. El poeta contemplaba la situación con una mezcla de orgullo y de embarazo. Sin embargo, mostraba un sentimiento más claro respecto al párroco local, cuyo nombre era Schicklgruber, pues Auden no podía resistir el placer de dirigirse a él como «Padre Schicklgruber».
De todo esto me enteraría más tarde. Entretanto, Cari Proffer trataba de explicar los motivos de nuestra presencia allí a un hombre corpulento y sudoroso, con una camisa roja y unos tirantes anchos, la chaqueta al brazo y un montón de libros bajo ella. El hombre acababa de llegar en tren desde Viena y, tras haber ascendido por la colina, respiraba trabajosamente y no se mostraba proclive a la conversación. Estábamos a punto de darnos por vencidos cuando de pronto captó lo que Cari Proffer estaba diciendo, gritó: «¡Imposible!», y nos invitó a entrar en la casa. Era Wystan Auden, y esto ocurría menos de dos años antes de que muriese.