Permítaseme tratar de aclarar cómo llegó a producirse todo esto. En 1969, George L. Kline, profesor de filosofía en Bryn Mawr, me había visitado en Leningrado. El profesor Kline estaba traduciendo mis poemas al inglés para la edición de Penguin y, mientras repasábamos el contenido del futuro libro, me preguntó quién preferiría yo, idealmente, que escribiera la introducción. Sugerí a Auden…, porque Inglaterra y Auden eran entonces sinónimos para mí. Pero en aquel entonces la perspectiva de que mi libro llegara a publicarse en Inglaterra era de lo más irreal. Lo único que impartía una semejanza de realidad a esta aventura era su flagrante ilegalidad bajo la ley soviética.
De todas maneras, la cosa se puso en marcha, Auden recibió el manuscrito para que lo leyera y le gustó lo bastante como para escribir una introducción. Por tanto, cuando llegué a Viena yo llevaba conmigo las señas de Auden en Kirchstetten Rememorando las conversaciones que sostuvimos durante las tres semanas subsiguientes en Austria y más tarde en Londres y en Oxford, oigo su voz más que la mía, aunque debo reconocer que le acosé implacablemente a preguntas sobre el tema de la poesía contemporánea, en especial acerca de los propios poetas. No obstante, esto era bastante comprensible, porque la única frase en inglés en la que tenía la seguridad de no cometer ningún error, era la de: «Mr. Auden, ¿qué opina usted acerca de…?», y a continuación el nombre.
Y tal vez fuera esto lo conveniente, pues ¿qué podía decirle yo que él no supiera ya por un conducto o por otro? Hubiera podido explicarle, por supuesto, que había traducido al ruso varios poemas suyos y los había entregado a una revista de Moscú, pero aquel año resultó ser 1968, los soviéticos invadieron Checoslovaquia, y una noche la BBC emitió su «El Ogro hace lo que los ogros pueden hacer…» y esto fue el final de esa aventura. (Tal vez esta historia me hubiera dejado en buen lugar ante él, pero por otra parte yo no tenía una opinión muy halagüeña acerca de esas traducciones.) ¿Que nunca había leído una buena traducción de su obra en cualquier idioma del que yo tuviera alguna idea? Esto ya lo sabía él, acaso demasiado. ¿Que me entusiasmó enterarme un día de su devoción por la tríada Kierkegaardiana, que también para muchos de nosotros era la clave de la especie humana? Pero me preocupaba pensar que no sería capaz de articularla.
Era mejor escuchar. Por ser yo ruso, él se extendería sobre escritores rusos. «No me agradaría vivir con Dostoievski bajo un mismo techo», declararía. O bien: «El mejor escritor ruso es Chejov». «¿Por qué?» «Es el único de su gente que tenía sentido común.» O me preguntaría acerca de la cuestión que más parecía intrigarle referente a mi patria: «Me dijeron que los rusos siempre roban los limpiaparabrisas de los coches aparcados. ¿Por qué?». Pero mi respuesta-porque no había piezas de recambio- no le satisfizo; era evidente que él pensaba en una razón más inescrutable y, por haberle leído, casi empecé a ver una por mi cuenta. Después se ofreció para traducir algunos de mis poemas, cosa que me impresionó considerablemente. ¿Quién era yo para ser traducido por Auden? Sabía que, gracias a sus traducciones, algunos de mis compatriotas habían obtenido más provecho del que sus versos merecían, y sin embargo, por alguna razón, no podía permitirme el pensamiento de él trabajando para mí. Por lo tanto, dije: «Mr. Auden, ¿qué opina usted acerca de… Robert Lowell?». «No me gustan los hombres -fue la respuesta- que dejan tras de sí una senda humeante de mujeres llorosas.»
Durante aquellas semanas en Austria, él se ocupó de mis asuntos con la diligencia de la mejor gallina clueca. Para empezar, de manera inexplicable comenzaron a llegarme telegramas y correspondencia con la indicación «c/o W. H. Auden». Después escribió a la Academia de Poetas Americanos para solicitar que me prestara algún apoyo financiero. Así fue como obtuve mi primer dinero americano -1.000 dólares, para ser exactos-, y me duró hasta mi primer día de paga en la Universidad de Michigan. Me recomendó a su agente, me dio instrucciones acerca de a quién debía conocer y a quién evitar, me presentó amigos, me protegió de los periodistas, y explicó con tristeza que había abandonado su apartamento en St. Mark's Place… como si yo planeara instalarme en Nueva York. «Hubiera sido conveniente para usted. Aunque sólo fuera porque hay una iglesia armenia cerca de él, y la misa es mejor cuando no se entienden las palabras. ¿Usted no habla armenio, verdad?» No lo hablaba.
Después llegó de Londres -c/o W. H. Auden- una invitación para que yo participara en el Congreso «Poetry International», en el Queen Elizabeth Hall, y reservamos el mismo vuelo en la British European Airways. En este momento, surgió la oportunidad para que yo le devolviera en especie parte de mi deuda con él. Ocurrió que durante mi estancia en Viena me había tratado como amigo la familia Rasumovski (descendientes del conde Rasumovski al que están dedicados los Cuartetos de Beethoven). Olga Rasumovski, miembro de esta familia, trabajaba entonces en las líneas aéreas austríacas y, al enterarse de que W. H. Auden y yo efectuábamos el mismo vuelo hacia Londres, telefoneó a la BEA y sugirió que obsequiaran a estos dos pasajeros con el tratamiento propio de la realeza. Y así, efectivamente, fuimos tratados. Auden quedó muy complacido y yo me sentí orgulloso.
En varias ocasiones, durante este tiempo, me pidió que le llamara por su nombre de pila. Naturalmente, yo me resistí a ello, y no sólo por mi opinión sobre él como poeta, sino también a causa de la diferencia de nuestras edades, pues los rusos son terriblemente minuciosos con estas cosas. Finalmente, en Londres me dijo: «No nos entenderemos. O tú me llamas Wystan, o yo tendré que dirigirme a ti como señor Brodsky». Esta perspectiva me pareció tan grotesca que cedí. «Sí, Wystan -dije-. Lo que tú digas, Wystan.» Después, fuimos a la lectura. Se apoyó en el atril y, durante una buena media hora, llenó la sala con los versos que se sabía de memoria. Si alguna vez he deseado que el tiempo se detuviera fue entonces, en aquella sala grande y oscura de la orilla sur del Támesis. Por desgracia, no lo hizo. Aunque un año más tarde, tres meses antes de que él muriese en un hotel austriaco, volvimos a leer juntos otra vez. En la misma sala.
5
Para entonces, Auden tenía casi sesenta y seis años. «Tuve que trasladarme a Oxford. Mi salud es buena, pero he de tener a alguien que me cuide.» Por lo que pude ver, al visitarle allí en enero de 1973, sólo le cuidaban las cuatro paredes del cottage del siglo XVI que le había cedido el colegio, y la sirvienta. En el comedor, los alumnos de la facultad le apartaban a empellones del bufete. Supuse que se trataba tan sólo de modales escolares ingleses, cosa propia de chicos. Sin embargo, al mirarlos no pude dejar de recordar una más de aquellas cegadoras aproximaciones de Wystan: la «trivialidad de la arena».
Esta estupidez era, simplemente, una variación sobre el tema de la sociedad que no tiene obligación alguna respecto a un poeta, en especial un poeta viejo. Es decir, la sociedad escucharía a un político de edad comparable, o incluso más viejo, pero no a un poeta. Hay toda una variedad de motivos para ello, que van desde los antropológicos hasta los sicofánticos, pero la conclusión es evidente e inevitable: la sociedad no tiene derecho a quejarse si un político la perjudica, pues, como Auden dijo en su Rimbaud:
But in that child the rhetoncian's lie
Burst like a pipe: the cold bad made a poet.