El antes citado motivo es sólo marginalmente más imaginativo que la razón seria -y, en realidad, primordial- acerca de la cual algo diré más adelante, o que un puñado de razones secundarias o terciarias, totalmente frívolas, de las que me ocuparé acto seguido, ya que con tales trivialidades hay que emplear aquello del ahora o nunca: (a) fue en esta ciudad donde mi poeta favorito, Constantin Cavafis, pasó tres años trascendentales al cambiar el siglo; (b) por alguna razón, siempre he pensado que allí, en viviendas, tiendas y cafés, encontraría intacta una atmósfera que en la actualidad parece haberse desvanecido por completo en cualquier otro lugar; (c) esperaba oír en Estambul, en los arrabales de la historia, aquel «crujido de un colchón turco al otro lado del mar» que yo creí discernir una noche, hace unos veinte años, en Crimea; (d) quería que alguien se me dirigiera con el título de «effendi»; (e)… Pero temo que el alfabeto no sea lo bastante largo para acomodar todas estas nociones ridículas (aunque tal vez sea mejor que a uno lo mueva precisamente una tontería como ésta, ya que con ello la decepción final resulta mucho más soportable). Por tanto, pasemos a la prometida razón «principal», aunque a muchos pueda parecerles merecedora, en el mejor de los casos, de la (f) en mi catálogo de simplezas.
Esta razón «principal» representa la cima de la fantasía. Guarda relación con el hecho de que hace varios años, mientras hablaba con un amigo mío, un bizantinista americano, se me ocurrió que la cruz que Constantino vio en sueños la víspera de su victoria sobre Maxencio -la cruz que ostentaba la leyenda «Con este signo vencerás»- no era en realidad una cruz cristiana, sino urbana, el elemento básico de cualquier asentamiento romano. Según Eusebio y otros, Constantino, inspirado por esta visión, partió inmediatamente hacia Oriente. Primero en Troya y después, tras abandonar bruscamente Troya, en Bizancio, fundó la nueva capital del Imperio Romano, es decir, la Segunda Roma. Las consecuencias de este gesto suyo fueron tan impresionantes que, tuviera yo razón o no, sentía el anhelo de ver ese lugar. Al fin y al cabo, yo había pasado treinta y dos años en lo que se conoce como la Tercera Roma, y alrededor de un año y medio en la Primera. Por consiguiente, necesitaba la Segunda, aunque sólo fuera para mi colección.
Pero vamos a tratar todo esto de una manera ordenada, hasta allí donde sea factible.
3
Llegué a Estambul, y salí de ella, por vía aérea, habiéndola aislado así en mi mente como unos virus bajo un microscopio. Si consideramos la naturaleza infecciosa de cualquier cultivo, la comparación no parece irresponsable. Al escribir esta nota en el Hotel Egeo, en el pequeño lugar llamado Sunion -en la esquina sudeste de Ática y a sesenta y cinco kilómetros de Atenas, donde había aterrizado cuatro horas antes-, me sentí como el portador de una infección específica, a pesar de las constantes inoculaciones de la «rosa clásica» del difunto Vladislav Jodasevich, a las que me he sometido durante la mayor parte de mi vida. Realmente, me siento febril a causa de lo que he visto, lo que explica una cierta incoherencia en todo lo que viene a continuación. Creo que mi famoso homónimo experimentó algo por el estilo al pugnar por interpretar los sueños del faraón… aunque una cosa es cambiar interpretaciones de signos sagrados cuando la pista está caliente (o más bien tibia) y otra, muy distinta, es hacerlo un milenio y medio más tarde.
4
Hablando de sueños, esta mañana, a primera hora y en el Pera Palace de Estambul, también yo he visto algo…, y algo totalmente monstruoso. La escena tenía lugar en el Departamento de Filología de la Universidad de Leningrado, y yo bajaba por la escalera con alguien al que tomé por el profesor D. E. Maximov, salvo que se parecía más bien a Lee Marvin. No logro recordar de qué estábamos hablando, pero esto no importa. Me llamó la atención una escena de furiosa actividad en un rincón oscuro del pasillo, donde el techo descendía hasta ser extremadamente bajo. Vi allí tres gatos que luchaban contra una rata enorme, casi un gigante al lado de ellos. Mirando por encima del hombro, advertí que uno de los gatos había sido destripado por la rata y se retorcía en el suelo con las convulsiones de la agonía. Opté por no presenciar el desenlace de la batalla -recuerdo únicamente que el gato se quedó inmóvil- y, cambiando observaciones con Marvin-Maximov, seguí bajando por la escalera. Desperté antes de llegar al vestíbulo.
En primer lugar diré que adoro a los gatos. Después, hay que añadir que no puedo soportar los techos bajos; que aquel lugar sólo se parecía vagamente al Departamento de Filología, que por otra parte sólo tiene dos pisos; que su color pardo grisáceo sucio era el de las fachadas e interiores de Estambul, especialmente las oficinas que yo había visitado los días anteriores; que allí las calles son retorcidas, sucias, espantosamente pavimentadas, y que en ellas se acumulan las basuras, constantemente registradas por famélicos gatos locales; que la ciudad, y todo lo que hay en ella, huele intensamente a Astracán y Samarcanda, y que la noche anterior yo había tomado la decisión de marcharme… Pero de esto hablaré más adelante. De hecho, había ya lo suficiente como para contaminar el subconsciente.
5
Constantino fue, ante todo, un emperador romano -al frente de la parte occidental del Imperio- y, para él, «Con este signo vencerás» había de significar, por encima de todo, una extensión de su gobierno, de su control sobre todo el imperio. No es ninguna novedad la adivinación del futuro más inmediato a través de las entrañas de unos pollos, ni el hecho de alistar a una deidad como capitán. Y tampoco es tan vasto el trecho entre la ambición absoluta y la más profunda piedad. Pero incluso en el caso de haber sido él un auténtico y celoso creyente (cuestión sobre la que se han proyectado ciertas dudas, especialmente en vista de su conducta con respecto a sus hijos y su familia política), la palabra «conquista» no sólo debía de tener para él un sentido militar, de cruzar las espadas, sino también un sentido administrativo, es decir, el de asentamientos y ciudades. Y el plano de todo asentamiento romano es, precisamente, una cruz: una carretera central que va de norte a sur (como el Corso en Roma) hace intersección con otra similar que va de este a oeste. De Leptis Magna a Castricum, un ciudadano imperial siempre sabía dónde se encontraba en relación con la capital.
Incluso si la cruz de la que Constantino habló a Eusebio era la del Redentor, una parte constituyente de ella en su sueño fue, inconsciente o subconscientemente, el principio de la planificación de asentamientos. Además, en el siglo IV el símbolo del Redentor no era en absoluto la cruz, sino el pez, un acróstico griego del nombre de Cristo. Y en cuanto a la propia Cruz de la Crucifixión, se parecía a la T mayúscula rusa (y latina), más que a lo que Bernini trazó en aquella escalera en San Pedro, o lo que hoy imaginamos que fue. Fuera lo que fuese lo que Constantino pudo o no haber tenido en su mente, la ejecución de las instrucciones que recibió en un sueño cobró la forma, en primer lugar, de una expansión territorial hacia el este, y la aparición de una Segunda Roma fue una consecuencia perfectamente lógica de esta expansión hacia Oriente. Poseedor, según todas las fuentes, de una personalidad dinámica, consideraba perfectamente natural una política expansiva, tanto más si era, efectivamente, un verdadero creyente.
¿Lo era o no lo era? Cualquiera que pueda ser la respuesta, fue el código genético el que se permitió reírse el último, puesto que su sobrino resultó ser nada menos que Juliano el Apóstata.
6
Todo movimiento a lo largo de una superficie plana que no venga dictado por la necesidad física es una forma espacial de auto afirmación, ya se trate de construcción de imperios o de turismo. En este sentido, mi motivación para ir a Estambul difería sólo ligeramente de la de Constantino. Sobre todo si, efectivamente, éste se convirtió en un cristiano…, o sea, si dejó de ser romano. Cuento, sin embargo, con otras razones para reprocharme la superficialidad, y además los resultados de mis desplazamientos son de consecuencias mucho menores. Ni siquiera dejo detrás de mí fotografías tomadas «delante» de muros, y menos una serie de muros propiamente dichos. En este sentido, incluso soy inferior al promedio de los japoneses. (Nada me horroriza tanto como pensar en el álbum familiar del japonés medio: sonrientes y rechonchos, él/ella/ambos ante un fondo constituido por todo lo que de vertical contiene el mundo: estatuas, fuentes, catedrales, torres, mezquitas, templos antiguos, etc. Y muchísimo menos, supongo, Budas y pagodas.) El Cogito ergo sum cede el paso al Kodak ergo sum, tal como en su día el cogito triunfó sobre el «yo creo» en el sentido de crear. En otras palabras, la naturaleza efímera de mi presencia y mis motivos es no menos absoluta que la tangibilidad física de las actividades de Constantino y sus pensamientos, reales o supuestos.