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Con todo, era frecuente que Dzerzinski -«Félix de hierro» o el «Caballero de la Revolución», como lo llamaba la propaganda- decorase también las paredes del despacho del director, debido a que el hombre se había deslizado en el sistema educativo desde las alturas de la KGB, al igual que aquellas paredes estucadas de las clases, con su raya horizontal azul a la altura de los ojos que corría indefectiblemente a través del país entero, como la raya de un común denominador infinito: en ayuntamientos, hospitales, fábricas, cárceles y corredores de los apartamentos comunitarios. El único sitio donde no la encontré fue en las barracas de madera de los campesinos.

Esa decoración era tan exasperante como omnipresente y en múltiples ocasiones de mi vida me quedé absorto con la mirada clavada en aquella franja azul de cinco centímetros de anchura, confundida a veces con un horizonte marino y otras como la representación de la misma nada. Era demasiado abstracta para representar nada: desde el suelo hasta el nivel de los ojos, una pared cubierta de pintura color gris rata o verdoso y esa franja azul como remate; por encima de ella, estuco de un blanco virginal. Nadie se había preguntado en la vida qué hacía allí aquella raya, y nadie habría podido contestar, pero allí estaba: una línea fronteriza, una divisoria entre el gris y el blanco, abajo y arriba. No se trataba de colores sino de sugerencias de colores, que sólo podían estar interrumpidos por manchas alternativas de color marrón: las puertas. Cerradas o entornadas. A través de las puertas entornadas podía verse otra habitación con la misma distribución de gris y blanco separados por la raya azul. Aparte de un retrato de Lenin y de un mapamundi.

Fue hermoso abandonar aquel cosmos kafkiano, aunque ya entonces -o así lo parece- yo sabía, de alguna manera, que cambiaba seis por media docena. Sabía que cualquiera que fuese el edificio donde entrase, tendría el mismo aspecto, puesto que es dentro de edificios donde estamos condenados a hacer todo lo que queramos hacer. Sin embargo, me daba cuenta de que debía irme. La situación financiera de nuestra familia era deplorable: subsistíamos gracias, principalmente, al salario de mi madre, puesto que mi padre, después de haber sido dado de baja en la armada en virtud de alguna norma seráfica según la cual los judíos no podían desempeñar cargos militares relevantes, pasó muy malos momentos buscando trabajo. Por supuesto, mis padres podían arreglárselas sin mi contribución, y habrían preferido que terminase la escuela. Yo lo sabía, pero seguía diciéndome que tenía el deber de ayudar a mi familia. Era casi una mentira, pero de esa manera la cosa tenía mejor aspecto, aparte de que por aquel entonces ya había aprendido a saborear las mentiras precisamente por ese «casi» que afina el perfil de la verdad: después de todo, la verdad termina allí donde empieza la mentira. Eso es lo que aprende un chico en la escuela y a la postre resulta más útil que el álgebra.

2

Fuese lo que fuese -una mentira, la verdad o, más probablemente, su combinación- lo que me empujó a tomar esa decisión, le estoy inmensamente agradecido por lo que al parecer fue mi primer acto libre. Fue un acto instintivo, una salida, y en él tuvo muy poco que ver la razón. Lo sé porque, desde entonces, y con frecuencia creciente, he hecho otras salidas. Y no necesariamente por aburrimiento o por haber advertido el hueco de la trampa, ya que he salido de situaciones perfectas con no menor frecuencia que de situaciones temibles. Por modesto que sea el lugar que uno ocupe, si tiene el más mínimo sello de decencia, puedes estar seguro de que un día aparecerá alguien que lo reclamará para él o, lo que es peor, te insinuará que debes compartirlo con él. En casos como éste, uno lucha por el puesto o lo abandona. Yo estoy por lo último, y no porque no pueda luchar, sino más bien por una absoluta aversión contra mí, pues arreglárselas para quedarse con algo que atrae a los demás denota una cierta vulgaridad en la elección. Poco importa que uno haya llegado antes, porque esto todavía empeora las cosas, puesto que los que sigan tendrán siempre un apetito más fuerte que el tuyo, en parte satisfecho.

Posteriormente, a menudo lamenté la decisión, sobre todo cuando vi que mis antiguos compañeros se situaban tan bien dentro del sistema. Sin embargo, yo sabía algo que ellos desconocían. En realidad, también yo me había situado bien, aunque en dirección opuesta, a lo largo de la cual había recorrido un tramo más largo. Una cosa de la que estoy especialmente complacido es de que logré atrapar a la «clase trabajadora» en su estadio auténticamente proletario, antes de que iniciara su conversión a la clase media a finales de los años cincuenta. Era un verdadero «proletariat» aquel que yo conocí en la fábrica donde, a los quince años, comencé a trabajar como fresador. Marx lo habría reconocido al instante. Ellos -o, mejor dicho, «nosotros»- vivían en apartamentos comunitarios, cuatro o más personas en una misma habitación, a menudo pertenecientes a tres generaciones distintas, durmiendo por turnos, bebiendo como tiburones, armando camorra entre ellos o con los vecinos en la cocina comunitaria, o en la cola matinal delante del retrete igualmente comunitario, pegando a sus mujeres con agónica determinación, llorando sin recato cuando Stalin cayó muerto, o en el cine, y jurando con tanta frecuencia que hasta una palabra normal como «aeroplano» le sonaba a un viandante casual como algo elaboradamente obsceno…, transformándose en un océano gris e indiferente de cabezas o en un bosque de manos alzadas en las asambleas públicas en favor de este o aquel Egipto.

La fábrica era toda de ladrillo, enorme, salida directamente de la revolución industrial. Había sido construida a finales del siglo diecinueve y la población de «Peter» se refería a ella con el nombre de «el Arsenal», pues la fábrica producía cañones. En la época en que trabajé en ella también producía maquinaria agrícola y compresores de aire. Sin embargo, de acuerdo con los siete velos del secreto que cubre en Rusia casi todas las cosas que tienen que ver con la industria pesada, la fábrica tenía su nombre cifrado: Apartado de Correos 671. Pienso, de todos modos, que el secreto había sido impuesto no tanto para burlar algún servicio secreto extranjero como para mantener un cierto tipo de disciplina paramilitar, único procedimiento para garantizar una estabilidad en la producción. En cualquiera de los dos casos, el fracaso era evidente.

La maquinaria era obsoleta: el noventa por ciento de la misma había sido retirada de Alemania en concepto de reparaciones después de la segunda guerra mundial. Recuerdo aquel zoo de hierro fundido, poblado de criaturas exóticas que llevaban los nombres de Cincinnati, Karlton, Fritz Werner y Siemens amp; Schuckert. La planificación era odiosa; de vez en cuando, un pedido urgente, que imponía la producción de algo determinado, trastocaba los vacilantes intentos de uno para restablecer un ritmo de trabajo cualquiera, un procedimiento. Hacia el final del trimestre (es decir, cada tres meses), cuando el plan se había quedado en agua de borrajas, la administración dejaba oír el grito de guerra que movilizaba todas las manos en un solo trabajo y el plan quedaba sometido a un ataque masivo. Cuando algo se estropeaba, como no había piezas de repuesto, se llamaba a una cuadrilla de chapuceros, generalmente medio borrachos, para que ejercitaran sus dotes mágicas. El metal llegaría lleno de cráteres, y prácticamente todos tendrían resaca el lunes, ello sin hablar de las mañanas después del día de la paga.

La producción declinaba verticalmente el día después de una derrota del equipo de fútbol de la ciudad o de la nación. Nadie trabajaba y todos se dedicaban a discutir las incidencias del partido o las relativas a los jugadores, puesto que además de los complejos de una nación superior a las demás, Rusia posee el gran complejo de inferioridad de un país pequeño, resultado en parte de la centralización de la vida nacional. De aquí la bobería de signo positivo y «vital» de los periódicos oficiales y de la radio incluso cuando tienen que dar la noticia de un terremoto: nunca se informa acerca de las víctimas, sino que únicamente se entonan alabanzas a las demás ciudades y repúblicas, que han dispensado sus fraternales cuidados proporcionando tiendas y sacos de dormir a la zona afectada. O bien, en el caso de una epidemia de cólera, es muy posible que uno sólo se entere de ella a través de los últimos éxitos de nuestra maravillosa medicina, confirmados con la invención de una nueva vacuna.