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Los poetas elegiacos romanos de fines del siglo I a. C. -en especial Propercio y Ovidio- se mofan abiertamente de su gran contemporáneo Virgilio y su Eneida. Esto puede explicarse en función de la rivalidad personal, los celos profesionales o la oposición de su idea de la poesía como arte personal, privado, a una concepción de la misma como algo cívico, como una forma de propaganda estatal. (Esto último puede sonar a verídico, pero en realidad dista mucho de la verdad, puesto que Virgilio no sólo fue el autor de la Eneida, sino también de las Bucólicas y de las Geórgicas.) Puede haber también consideraciones de una naturaleza puramente estilística. Es muy posible que, desde el punto de vista de los elegiacos, la épica -cualquier épica, incluida la de Virgilio- fuese un fenómeno de carácter retrógrado. Los elegiacos, todos ellos, eran discípulos de la escuela alejandrina de poesía, que había engendrado la tradición del verso lírico corto, tal como hoy nos es familiar en la poesía actual. La preferencia alejandrina por la brevedad, la nitidez, la comprensión, la concreción, la erudición, el didacticismo y una preocupación por lo personal fue, al parecer, la reacción del arte griego de las letras contra las formas excedentes de la literatura griega en el período arcaico: contra la épica, el drama; contra la mitologización, por no decir la propia fabricación de mitos. Una reacción, si uno piensa al respecto -aunque es mejor no hacerlo-, contra Aristóteles. La tradición alejandrina absorbió todas estas cosas y las situó en los confines de la elegía o la égloga: en el diálogo casi jeroglífico en la segunda, y en una función ilustrativa del mito (exempla) en la primera. En otras palabras, encontramos una cierta tendencia hacia la miniaturización y la condensación (como medio de supervivencia para la poesía en un mundo cada vez menos inclinado a prestarle atención, a no ser como un medio más directo, más inmediato, para influenciar corazones y mentes de lectores y oyentes) cuando he aquí que aparece Virgilio con sus hexámetros y su gigantesco «orden social».

Añadiría aquí que los elegiacos, casi sin excepción, estaban utilizando el dístico elegiaco, un par de versos que combinaba el hexámetro dactílico y el pentámetro dactílico, y también que ellos, de nuevo casi sin excepción, llegaron a la poesía procedentes de las escuelas de retórica, donde habían sido adiestrados para una profesión jurídica (como abogados: argumentadores en el sentido moderno). Nada corresponde al sistema retórico de pensamiento mejor que el dístico elegiaco, que facilitó un medio para expresar, como mínimo, dos puntos de vista, ello sin mencionar toda una paleta de coloridos de entonación gracias a las métricas contrastantes.

Todo esto, sin embargo, queda entre paréntesis. Más allá de los paréntesis hay los reproches dirigidos por los elegiacos a Virgilio, en un terreno ético más bien que métrico. Especialmente interesante al respecto es Ovidio, en nada inferior al autor de la Eneida en habilidades descriptivas, e infinitamente más sutil en el aspecto psicológico. En «Dido a Eneas», una de sus Heroídas-una colección de correspondencia imaginaria de heroínas propias de la poesía amorosa con sus amados, ya difuntos o bien infieles- la reina cartaginesa, al reprocharle a Eneas haberla abandonado, lo hace más o menos de la siguiente manera: «Pude haber comprendido que me dejaras porque habías resuelto regresar a tu casa, junto a los tuyos. Pero te marchas a tierras desconocidas, una nueva meta, una ciudad nueva, todavía no fundada, con el objeto, al parecer, de destrozar otro corazón.» Y así sucesivamente. Incluso insinúa que Eneas la deja embarazada y que una de las razones de que ella se suicide es el temor a la infamia. Pero esto no incumbe a la cuestión aquí tratada. Lo que aquí importa es que, a los ojos de Virgilio, Eneas es un héroe, dirigido por los dioses. A los ojos de Ovidio, es un granuja sin principios, que atribuye su modalidad de conducta -su movimiento a lo largo de una superficie plana- a la Divina Providencia. (En cuanto a la Providencia, Dido ofrece también sus explicaciones ideológicas, pero esto tiene escasa consecuencia, como también nuestra suposición, excesivamente ávida, de una postura anticívica en Ovidio.)

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La tradición alejandrina era una tradición griega: de orden (el cosmos), de proporción, de armonía, de la tautología de causa y efecto (el ciclo de Edipo), una tradición de simetría y de círculo cerrado, de retorno al origen. Y es el concepto de Virgilio respecto al movimiento lineal, su modelo lineal de existencia, lo que los elegiacos encuentran tan exasperante en él. Los griegos no debieran ser idealizados en exceso, pero no se les puede negar su principio cósmico, al informar por igual sobre los cuerpos celestiales y los utensilios de cocina.

Al parecer, Virgilio fue el primero -al menos en literatura- en aplicar el principio lineaclass="underline" su héroe nunca regresa, siempre parte. Posiblemente, esto era lo corriente, y con toda probabilidad venía dictado por la expansión del Imperio, que había alcanzado una escala en la que el desplazamiento humano había llegado a ser de hecho irreversible. Precisamente por esto, la Eneida está inacabada: no debía -en realidad, no podía- ser completada. Y el principio lineal nada tiene que ver con el carácter «femenino» del helenismo o con la «masculinidad» de la cultura romana… ni con las inclinaciones sexuales del propio Virgilio. Lo importante es que el principio lineal, al detectar en sí mismo una cierta irresponsabilidad con respecto al pasado -irresponsabilidad vinculada a la idea lineal de la existencia- tiende a equilibrar esto con una proyección detallada del futuro. El resultado es una «profecía retroactiva», como las conversaciones de Anquises en la Eneida, o bien un utopismo social o la idea de la vida eterna, es decir, el cristianismo. No existe una gran diferencia entre éstas. En realidad, es su similaridad, y no la «mesiánica» Cuarta Égloga, lo que nos permite prácticamente considerar a Virgilio como el primer poeta cristiano. De haber escrito yo la Divina Comedia, hubiera situado a este romano en el Paraíso, por sus servicios sobresalientes al principio lineal, en su conclusión lógica.

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El delirio y el horror de Oriente. La polvorienta catástrofe de Asia. Verde tan sólo en la bandera del Profeta. Nada crece allí, excepto mostachos. Una parte del mundo, de ojos negros, y sin afeitar antes de sentarse a la mesa. Brasas de hogueras apagadas con orina. ¡Aquel olor! Una mezcla de tabaco hediondo, jabón y sudor, y partes inferiores ceñidas a la cintura como por otro turbante. ¿Racismo? ¿No será, sin embargo, tan sólo una forma de misantropía? Y ese polvillo ubicuo que se introduce en boca y nariz incluso en la ciudad, que priva a los ojos de la visión…, y uno llega a sentirse agradecido incluso por esto. Un hormigón ubicuo, con la textura de las cagarrutas y el color de una tumba revuelta. ¡Ah, y aquella escoria miope -Le Corbusier, Mondrian, Gropius- que mutilaron al mundo con más eficiencia que cualquier Luftwaffe! ¿Esnobismo? Sólo se trata, no obstante, de una forma de desesperación. La población local, en un estado de estupor total y matando su tiempo en míseros snacks, dirigiendo las cabezas, como en un namaz invertido, hacia la pantalla de la televisión, donde alguien, permanentemente, propina una paliza a otro. O bien juegan a los naipes, cuyos valets y nueves son la única abstracción accesible, el único medio de concentración. ¿Misantropía? ¿Desesperación? Y sin embargo, ¿qué más cabría esperar de alguien que ha sobrevivido a la apoteosis del principio lineal? ¿De un hombre que no tiene ningún lugar al que volver? ¿De un gran coprólogo y sacrófago, y posible autor de la Sadomachia ?