No debería olvidarse, por lo tanto, que el sistema de creencia llamado cristianismo procedió del este y, por la misma razón, no debiera olvidarse que una de las ideas que se apoderaron de Constantino después de la victoria sobre Maxencio y la visión de la cruz, fue el deseo de acercarse más, al menos físicamente, a la fuente de esa victoria y de esa visión: a Oriente. No tengo una noción clara acerca de lo que estaba ocurriendo en Judea en esa época, pero es obvio, como mínimo, que si Constantino se hubiera encaminado hacia allí, por vía terrestre, se habría encontrado con numerosos obstáculos. En cualquier caso, fundar una capital allende los mares habría sido una contradicción respecto al simple sentido común. Asimismo, no debería descartarse un desagrado respecto a los judíos, muy posible por parte de Constantino.
¿Verdad que hay algo divertido, e incluso un tanto alarmante, en la idea de que Oriente es, en realidad, el centro metafísico de la humanidad? El cristianismo había sido tan sólo una en el considerable número de sectas en el seno del Imperio…, aunque, desde luego, la más activa. En el reinado de Constantino, el Imperio Romano, debido en especial a su inmenso tamaño, había sido una auténtica feria o bazar de creencias. Sin embargo, con la excepción de los coptos y del culto de Isis, la fuente de todos los sistemas de creencia en oferta era, de hecho, Oriente.
Occidente no ofrecía nada. Esencialmente, Occidente era un cliente. Tratemos pues a Occidente con ternura, precisamente por su carencia en esta clase de inventiva, que ha pagado tan cara, incluyendo en lo pagado los reproches de racionalidad excesiva que todavía seguimos oyendo. ¿No es así como un vendedor infla el precio de sus artículos? Y adonde irá cuando sus cofres estén rebosantes?
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Si los elegiacos romanos reflejaban en cierto modo las opiniones de su público, cabría suponer que en el reinado de Constantino -o sea cuatro siglos después de los elegiacos- argumentos como «La madre patria está en peligro» o «Pax Romana» habían perdido su hechizo y su vigor. Y si las aserciones de Eusebio son correctas, resulta que Constantino fue ni más ni menos que el primer cruzado. No debe perderse de vista el hecho de que la Roma de Constantino ya no era la Roma de Augusto, ni siquiera la de los Antoninos. Hablando en términos generales, ya no era la Roma antigua: era la Roma cristiana. Lo que Constantino llevó a Bizancio ya no denotaba una cultura clásica: era ya la cultura de una nueva época, forjada en el concepto del monoteísmo, que ahora relegaba el politeísmo -es decir, su propio pasado, con todo su espíritu de la ley, y tantas cosas- a la categoría de una idolatría. Esto, ciertamente, era ya un progreso.
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Aquí me agradaría admitir que mis ideas en lo tocante a la antigüedad incluso a mí me parecen un tanto alocadas. Comprendo el politeísmo de un modo simple y, por tanto, indudablemente incorrecto. Para mí, es un sistema de existencia espiritual en el que cada forma de actividad humana, desde la pesca hasta la contemplación de las constelaciones, es santificada por unas deidades específicas. El individuo poseedor de una voluntad y una imaginación apropiadas es capaz, por tanto, de discernir en su actividad su vertiente metafísica, infinita. Alternativamente, un dios u otro puede, según se le antoje, aparecerse a un hombre en cualquier momento y poseerlo durante un período. Lo único que se le requería al hombre, en el caso de desear que esto ocurriera, era «purificarse», a fin de que la visita pudiera tener lugar. Este proceso de purificación (catarsis) varía muchísimo y tiene un carácter individual (sacrificio, peregrinación, algún tipo de voto) o público (teatro, competiciones deportivas). El hogar no difiere del anfiteatro, ni el estadio del altar, ni la estatua de la cacerola.
Una visión mundial de esta clase sólo puede existir, supongo, en condiciones prefijadas: cuando el dios conoce las señas de uno. No es sorprendente que la cultura a la que llamamos griega surja en islas. No es sorprendente, tampoco, que sus frutos hipnotizaran durante un milenio a todo el Mediterráneo, incluida Roma. Y no es sorprendente que, al crecer su Imperio, Roma -que no era una isla- huyera de esa cultura.
La fuga comenzó, de hecho, con los Césares y con la idea del poder absoluto, puesto que en esa esfera intensamente política el politeísmo era sinónimo de democracia. El poder absoluto -autocracia- era sinónimo, por desgracia, del monoteísmo. Si cabe imaginar un hombre sin prejuicios, entonces el politeísmo debe parecerle mucho más atractivo que el monoteísmo, aunque sólo sea por el instinto de autoconservación.
Pero semejante persona no existe, y el propio Diógenes, con su linterna, no sabría encontrarlo a la luz del día. Teniendo en cuenta la cultura a la que denominamos antigua o clásica, más que el instinto de autoconservación, sólo puedo decir que cuanto más vivo más me atrae esta adoración de ídolos, y más peligroso me parece el monoteísmo en su forma pura. De poco sirve, supongo, debatir esta cuestión, llamar a las cosas por su nombre, pero el estado democrático es, de hecho, el triunfo histórico de la idolatría sobre el cristianismo.
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Naturalmente, Constantino no podía saber esto. Supongo que intuyó que Roma ya no era lo que fue. El cristiano en él se combinó con el gobernante de un modo natural y mucho me temo que profético. En aquel mismo «Con este signo vencerás» suyo, el oído discierne la ambición de poder. Y este «vencerás» fue «conquistarás», mucho más de lo que él imaginara, puesto que en Bizancio la cristiandad se sostuvo durante diez siglos. Pero su victoria, y lamento decirlo, fue pírrica. La índole de esta victoria fue lo que movió a la Iglesia occidental a separarse de la oriental. Es decir, la Roma geográfica de la proyectada, de Bizancio. La Iglesia esposa de Cristo de la Iglesia esposa del estado. Y es muy posible que en su impulso hacia el este, Constantino se viera guiado, de hecho, por el clima político de Oriente…, por su despotismo sin ninguna experiencia en democracia, congénito con sus propias dificultades. De una manera o de otra, la Roma geográfica todavía conservó algunos recuerdos de la misión del senado. Bizancio no tenía tales recuerdos.
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Hoy tengo cuarenta y cinco años. Estoy sentado, desnudo hasta la cintura, en el Lykabettos Hotel de Atenas, bañado en sudor y absorbiendo grandes cantidades de Coca-Cola. En esta ciudad, no conozco ni una sola alma. Al anochecer, cuando salí en busca de un lugar donde cenar, me encontré en lo más denso de una muchedumbre excitada que gritaba algo ininteligible. Por lo que he podido saber, las elecciones son inminentes. Avanzaba como podía a lo largo de una interminable calle principal bloqueada por gente y vehículos, con las bocinas de los coches atronando en mis oídos, sin comprender una sola palabra, y de pronto se me ocurrió que esto es, esencialmente, la vida posterior…, que la vida había concluido pero el movimiento todavía continuaba; que en esto consiste la eternidad.
Hace cuarenta y cinco años, mi madre me dio la vida. Ella murió hace dos años. El año pasado murió mi padre. Yo, su hijo único, camino al anochecer por las calles de Atenas, unas calles que ellos nunca vieron y nunca verán. Fruto de su amor, su pobreza, su esclavitud en la que vivieron y murieron… su hijo camina en libertad. Puesto que no tropieza con ellos entre la multitud, comprende que está equivocado, que esto no es la eternidad.
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¿Qué veía y qué no veía Constantino al contemplar el mapa de Bizancio? Veía, para decirlo con benignidad, una tabula rasa. Una provincia imperial colonizada por griegos, judíos, persas y otros por el estilo…, una población con la que él estaba acostumbrado a tratar, típicos súbditos de la parte oriental de su imperio. El idioma era el griego, mas para un romano educado era como el francés para un noble ruso del siglo XIX. Constantino vio una ciudad asomada al mar de Mármara, una ciudad que sería fácil defender con tal de circundarla con una muralla. Vio las colinas de esta ciudad, en parte reminiscentes de las de Roma, y si se planteó erigir, pongamos por caso, un palacio o una iglesia, sabía que la vista desde las ventanas sería verdaderamente pasmosa: sobre toda Asia. Y toda Asia contemplaría las cruces que coronarían esa iglesia. También se le puede imaginar jugueteando con la idea de controlar el acceso de aquellos romanos a los que había dejado tras de sí. Se verían obligados a atravesar Ática para llegar allí, o a navegar alrededor del Peloponeso. «A ése lo dejaré entrar, a ese otro no.» Así pensaba, sin duda, sobre su versión del Paraíso terrenal. ¡Ah, esos sueños selectivos del hombre! Y veía también a Bizancio aclamándole como su protector contra los sasánidas y contra nuestros -suyos y míos, señoras y cama-radas- antepasados de ese lado del Danubio. Y veía a Bizancio besando la cruz.