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Lo que no veía es que se las había con Oriente. Emprender guerras contra Oriente -o incluso liberar a Oriente- y vivir en realidad en él son cosas muy diferentes. Pese a todo su carácter griego, Bizancio pertenecía a un mundo con ideas totalmente distintas acerca del valor de la existencia humana en comparación con las que imperaban en Occidente: en Roma, por pagana que ésta pudiera ser. Para Bizancio, Persia, por ejemplo, era mucho más real que Helias, aunque sólo fuese en el sentido militar. Y las diferencias de grado en esta realidad no podían dejar de reflejarse en la perspectiva de esos futuros súbditos de su señor cristiano. Aunque en Atenas un Sócrates pudiera ser juzgado ante un tribunal público y pudiera pronunciar discursos completos -¡tres nada menos!- en su defensa, en Isfahan, por ejemplo, o en Bagdad, este Sócrates hubiera sido simplemente empalado en el acto, o azotado, y así hubiera concluido el asunto. No hubieran existido diálogos platónicos, ni neoplatonismo, ni nada, y verdaderamente no los hubo. Sólo hubiera existido el monólogo del Corán, como en realidad lo hubo. Bizancio era un puente hacia Asia, pero a través de él fluía el tráfico en la dirección opuesta. Desde luego, Bizancio aceptó el cristianismo, pero allí esta fe estaba sentenciada a orientalizarse. También en esto, y no en grado menor, hay la raíz de la subsiguiente hostilidad de la Iglesia de Roma con respecto a la Oriental. Cierto que el cristianismo duró nominal-mente un millar de años en Bizancio, pero qué clase de cristianismo era y qué especie de cristianos eran aquéllos es ya otra cuestión.

Vaya, me temo que voy a decir que todos los escolásticos bizantinos, toda la erudición y el ardor eclesiástico de Bizancio, su cesáreo-papismo, su asertividad teológica y administrativa, todos aquellos triunfos de Focio y sus veinte anatemas… todo ello se debió al complejo de inferioridad del lugar, al patriarcado más joven en pugna con su incoherencia étnica. Lo cual, en el distante extremo en el que yo me encuentro, ha multiplicado su victoria igualizadora y de negros cabellos sobre la increíblemente estridente búsqueda espiritual que tuvo lugar aquí, y la ha reducido a una cuestión de melancólica y, sin embargo, desganada arqueología mental. Y -oh, de nuevo- temo que voy a añadir que por esta razón, y no tan sólo a causa de una memoria mezquina y vengativa, Roma, que por otra parte doctoró la historia de nuestra civilización, borró el milenio bizantino de los registros. Y por esto me encuentro yo aquí, en primer lugar. Y el polvo me tapona las fosas nasales.

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¡Aquí, todo está pasado de moda! No es que sea arcaico, viejo, antiguo, ni siquiera anticuado, sino que está pasado de moda. Es aquí donde vienen a morir los coches viejos, pero lo que hacen es convertirse en dolmuslar, taxis públicos; un recorrido en uno de ellos es barato, traqueteante, y nostálgico hasta el punto de hacerle pensar a uno que avanza en una dirección errónea, inintencionada… en parte, porque los taxistas rara vez hablan inglés. Es de suponer que la base naval estadounidense que hay aquí vendió todos estos Dodges y Plymouths de los cincuenta a algún comerciante local, y ahora pululan por los fangosos caminos de Asia Menor, entre chasquidos, falsas explosiones y toses asmáticas, y una evidente incredulidad ante las imposiciones de esa vida del más allá. ¡Tan lejos del lugar natal, tan lejos del prometido cementerio de chatarra!

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Y lo que Constantino tampoco vio -o, para ser más exactos, no previo- fue que la impresión que le había producido la ubicación geográfica de Bizancio era natural. Que si los potentados orientales echaban también un vistazo al mapa, lógicamente habían de sacar de él la misma impresión. Tal como ocurrió -y más de una vez- con unas funestas consecuencias para la cristiandad. Hasta el siglo VII, la fricción entre Oriente y Occidente en Bizancio fue normal y de tipo militar, un «voy a despellejarte vivo», y se revolvió por la fuerza de las armas, generalmente de modo favorable para Occidente. Y si esto no incrementó la popularidad de la cruz en el este, no dejó de inspirar respeto por ella. Sin embargo, llegado el siglo VII, lo que había ascendido por encima de todo el este y comenzaba a dominarlo era la media luna del Islam. A partir de entonces, los encuentros militares entre Oriente y Occidente, cualquiera que fuera su resultado, dieron como resultado una gradual pero continuada erosión de la cruz y un creciente relativismo de la perspectiva bizantina como consecuencia de un contacto demasiado próximo y excesivamente frecuente entre los dos signos sagrados. (¿Quién sabe si la derrota eventual de la iconoclastia no podría explicarse por un sentido de inadecuación de la cruz como símbolo y por la necesidad de una competición visual con el arte antifigurativo del Islam? ¿Y si fue esta trama arábiga de pesadilla lo que espoleó a Juan Damasceno?

Constantino no previo que el antiindividualismo del Islam consideraría el suelo de Bizancio tan acogedor que, en el siglo IX, el cristianismo se mostraría más que dispuesto a huir hacia el norte. Él, desde luego, habría dicho que no se trataba de una huida, sino más bien de la expansión de la cristiandad que él había soñado, al menos en teoría. Y muchos moverían la cabeza en asentimiento: sí, una expansión. Sin embargo, el cristianismo que, procedente de Bizancio, fue recibido por Rus en el siglo IX ya no tenía nada en común con Roma, puesto que, camino de Rus, el cristianismo dejó detrás de él, no sólo togas y estatuas, sino también el Código Civil de Justiniano. Sin duda, con el objeto de facilitar el viaje.

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Tras decidir marcharme de Estambul, me dediqué a buscar una compañía de navegación que atendiera la ruta de Estambul a Atenas o, mejor, de Estambul a Venecia. Visité varias oficinas, pero, como siempre ocurre en Oriente, cuanto más se acerca uno a su objetivo, más oscuros se tornan los medios para alcanzarlo. Al final, comprendí que no podía emprender viaje desde Estambul ni desde Esmirna hasta pasadas otras dos semanas, ya fuese en buque de pasaje, en un mercante o en un petrolero. En una de las agencias, una corpulenta turca, cuyo abominable cigarrillo despedía tanto humo como un transatlántico, me aconsejó probar en una compañía que ostentaba el nombre australiano -al menos, así lo imaginé yo al principio- de Boomerang. La Boomerang resultó ser una destartalada oficina que olía a tabaco rancio, con dos mesas, un teléfono, un mapamundi (naturalmente) en la pared, y seis hombres corpulentos, pensativos y de negros cabellos, a los que el ocio había abotargado. Lo único que conseguí extraer de ellos fue que Boomerang se ocupaba de los cruceros soviéticos en el mar Negro y el Mediterráneo, pero que aquella semana no había ninguna salida. Me pregunté de dónde podía proceder aquel joven teniente de la Lubianka que había imaginado un nombre semejante. ¿De Tula? ¿De Cheliabinsk?

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Aún a riesgo de repetirme, no dejaré de afirmar de nuevo que si el suelo de Bizancio le resultó tan favorable al Islam debióse, con toda probabilidad, a su textura étnica: una mezcla de razas y nacionalidades que no conservaban ningún recuerdo local, ni tampoco general, de cualquier clase de tradición coherente de individualismo. Enemigo de las generalizaciones, añadiré que Oriente significa, en primer lugar, una tradición de obediencia, de jerarquía, de rentabilidad, de comercio y de adaptación, es decir, una tradición drásticamente ajena a los principios de un absoluto moral, cuya misión -me refiero a la intensidad del sentimiento- queda cumplimentada aquí por la idea del parentesco, de la familia. Preveo objeciones, e incluso estoy dispuesto a aceptarlas, en todo o en parte, pero por más extrema que sea la idealización que podamos adjudicarle a Oriente, jamás podremos adjudicarle la menor semejanza de democracia.