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Y aquí hablo de Bizancio antes de la dominación turca: del Bizancio de Constantino, Justiniano y Teodora… del Bizancio cristiano, en una palabra. No obstante, Miguel Psellos, el historiador bizantino del siglo XI, al describir en su Cbronographia el reinado de Basilio II, nos habla del primer ministro de Basilio, llamado también Basilio, que era el hermanastro ilegítimo del emperador y que, debido a ello, fue castrado en su infancia para eliminar toda posible pretensión al trono. «Una precaución natural -comenta el historiador-, puesto que, como eunuco, no intentaría usurpar el trono al heredero legítimo.» Y Psellos añade: «Estaba totalmente reconciliado con su sino, y sinceramente dedicado a la casa gobernante. Al fin y al cabo, era su familia». Señalemos que esto fue escrito en la época del reinado de Basilio II (976-1025 d. C.) y que Psellos menciona el incidente muy de pasada, como una cuestión rutinaria -como de hecho lo fue- en la corte bizantina. Y si esto ocurrió después de Cristo, ¿qué pasaría, entonces, antes de Cristo?

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¿Y cómo medimos una época? ¿Y es susceptible de medición una época? Deberíamos anotar también que lo que Psellos describe tiene lugar antes de la llegada de los turcos. No hay presencia de Bajazets, Mohameds y Solimanes, en absoluto. De momento, todavía estamos interpretando textos sagrados, guerreando contra la herejía, reuniéndonos en concilios universales, erigiendo catedrales y componiendo opúsculos. Ello con una mano. Con la otra, castramos a un bastardo, para que cuando crezca no sea un candidato adicional al trono. Ésta es, en realidad, la actitud oriental respecto a las cosas -respecto al cuerpo humano en particular-, y es irrelevante cuál sea la era o el milenio. Por lo tanto, no es sorprendente que la Iglesia romana le volviera la espalda a Bizancio.

Pero también debe decirse aquí algo sobre esa Iglesia. Era natural que evitara a Bizancio, tanto por las razones antes citadas como porque Bizancio -esa nueva Roma- había abandonado por completo a la Roma propiamente dicha. Con la excepción de los efímeros esfuerzos de Justiniano para restablecer la coherencia imperial, Roma quedó abandonada por completo a sus propios medios y a su destino, lo que quería decir a los visigodos, a los vándalos y a todos aquellos que se sintieran inclinados a saldar deudas antiguas y nuevas con la ex capital. Cabe comprender a Constantino, ya que nació y pasó toda su infancia en el Imperio oriental, en la corte de Diocle-ciano. En este sentido, por romano que fuera, no era un occidental, excepto en su designación administrativa o a través de su madre. (Nacida en Gran Bretaña, según se cree, fue la primera en interesarse por el cristianismo, hasta el punto de que posteriormente viajó a Jerusalén y descubrió allí la Vera Cruz. En otras palabras, en aquella familia era mamá la creyente. Y aunque existen amplias razones para considerar a Constantino como auténtico niño mimado por mamá, evitemos la tentación… dejémosla para los psiquiatras, ya que nosotros no estamos doctorados en la materia.) Cabe comprender a Constantino, repitamos.

En lo tocante a la actitud de los subsiguientes emperadores bizantinos con respecto a la Roma genuina, es más compleja y mucho menos explicable. Desde luego, ellos tenían sobrados problemas allí en el este, tanto con sus súbditos como con sus vecinos inmediatos. No obstante, parecería como si el título de emperador romano debiera haber implicado ciertas obligaciones geográficas. Lo importante era, desde luego, que los emperadores romanos posteriores a Justiniano procedían en su mayor parte de provincias cada vez más orientales, de los tradicionales sectores de reclutamiento del Imperio: Siria, Armenia, etcétera. Roma era para ellos, en el mejor de los casos, una idea. Varios de ellos, como la mayoría de sus súbditos, no sabían ni una palabra de latín y jamás habían puesto el pie en la ciudad que incluso entonces tenía mucho de «eterna». Y sin embargo, se consideraban a sí mismos romanos, así se denominaban y firmaban como tales. (Algo por el estilo puede observarse todavía hoy en los numerosos y variados dominios del Imperio Británico, o recordemos -para no tener que revolver en la memoria en busca de ejemplos- a los evenki, que son ciudadanos soviéticos.)

En otras palabras, Roma quedó abandonada a sus medios, al igual que la Iglesia romana. Sería demasiado largo describir las relaciones entre las iglesias de Occidente y de Oriente, pero cabe señalar, sin embargo, que en general el abandono de Roma repercutió hasta cierto punto en ventaja para la Iglesia romana, pero no en una ventaja total.

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No esperaba que esta nota sobre mi viaje a Estambul se alargara tanto, y empiezo a sentirme irritado a la vez conmigo y con el texto. Por otra parte, sé que no tendré otra oportunidad para comentar estas cuestiones o, si la tengo, la soslayaré conscientemente. A partir de ahora, me prometo a mí mismo y a todo el que haya llegado hasta aquí una mayor comprensión… aunque lo que en este momento me agradaría hacer sería dejar de lado toda esta cuestión.

Si uno debe recurrir a la prosa -procedimiento profundamente odiado por el autor de estas líneas, precisamente porque carece de toda forma de disciplina aparte de la generada en el proceso-, si uno debe recurrir a la prosa, repito, sería mejor concentrarse en detalles, descripciones de lugares y personajes, es decir, en aquellas cosas con las que presumiblemente el lector no tendrá la oportunidad de encontrarse. Y es que el grueso de lo dicho hasta el momento, así como todo lo que sigue, más tarde o más temprano se le ha de ocurrir a cualquiera, puesto que todos, de una manera o de otra, dependemos de la historia.

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La ventaja del aislamiento de la Iglesia de Roma radica, por encima de todo, en los beneficios naturales derivables de cualquier forma de autonomía. No había casi nada ni nadie, con la excepción de la propia Iglesia de Roma, que impidiera su evolución en un sistema definido y fijo. Y esto fue, precisamente, lo que tuvo lugar. La combinación de la ley romana, reconocida con mayor seriedad en Roma que en Bizancio, y la lógica específica del desarrollo interno de la Iglesia romana evolucionó hacia el sistema épico-político que constituye el núcleo de la llamada concepción occidental del estado y del ser individual. Como casi todos los divorcios, el que se produjo entre Bizancio y Roma no fue ni mucho menos total, pues gran parte de la propiedad se mantuvo compartida. Pero en general cabe insistir en que este concepto occidental trazó a su alrededor una especie de círculo que Oriente, en un sentido puramente conceptual, jamás atravesó, y dentro de cuyos amplios límites se elaboró lo que denominamos o entendemos como cristianismo occidental y la visión mundial que éste implica.

El inconveniente de cualquier sistema, incluso del más perfecto, es que es un sistema, o sea que por definición debe excluir ciertas cosas, contemplarlas como ajenas a él, y tanto como sea posible relegarlas a la categoría de lo inexistente. El inconveniente del sistema que fue elaborado en Roma -el inconveniente del cristianismo occidental- fue la inconsciente reducción de sus reducciones del mal. Cualquier noción acerca de cualquier cosa se basa en la experiencia. Para el cristianismo occidental, la experiencia del mal era la experiencia reflejada en la ley romana, con el aditamento de un conocimiento de primera mano de la persecución de los cristianos por los emperadores anteriores a Constantino. Es mucho, desde luego, pero dista mucho de agotar la realidad del mal. Al divorciarse de Bizancio, el cristianismo occidental relegó a Oriente a la inexistencia, y con ello redujo su propia noción del potencial negativo humano hasta un grado considerable, y tal vez peligroso.