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Hoy, si un joven trepa a la torre de una universidad con un fusil automático y empieza a tirotear a los transeúntes, un juez -ello suponiendo, claro está, que el joven haya sido desarmado y comparezca ante un tribunal- lo clasificará como víctima de un trastorno mental y lo recluirá en una institución para enfermos mentales. Y sin embargo, en esencia, la conducta de ese joven no puede distinguirse de la castración del hermanastro real tal como la relata Psellos. Ni tampoco puede diferenciarse de la matanza efectuada por el imán iraní con decenas de miles de sus súbditos, a fin de confirmar su versión de la voluntad del Profeta. O de la máxima de Dzugashvili, enunciada durante el Gran Terror, de que «con nosotros, nadie es insustituible». El denominador común de todos estos hechos es la noción antiindividualista de que la vida humana equivale esencialmente a nada, es decir, la ausencia de la idea de que la vida humana es sagrada, aunque sólo sea porque cada vida es única.

Lejos de mí afirmar que la ausencia de este concepto es un fenómeno puramente oriental; no lo es, y esto es lo que ciertamente resulta inquietante. Pero el cristianismo occidental, además de desarrollar todas sus ideas subsiguientes acerca del mundo, la ley, el orden, las normas de la conducta humana, y así sucesivamente, cometió el error imperdonable de negligir, en aras de su propio crecimiento y eventual triunfo, la experiencia aportada por Bizancio. Después de todo, eso era un atajo. De ahí todos esos sucesos hoy ya cotidianos que tanto nos sorprenden; de ahí esa incapacidad, por parte de estados e individuos, en cuanto a reaccionar adecuadamente ante ellos, lo cual se revela en su costumbre de apodar los fenómenos antes citados como enfermedad mental o fanatismo religioso, y con otros tantos nombres.

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En Topkapi, el antiguo palacio de los sultanes, que ha sido convertido en museo, se exhiben hoy en una cámara especial los objetos asociados con la vida del Profeta, los más sagrados para todo corazón musulmán. Unos cofres con exquisitas incrustaciones conservan el diente del Profeta y mechones de la cabeza del Profeta. A los visitantes se les pide silencio, que hablen al menos en voz baja. En derredor cuelgan espadas de todas clases, dagas, la piel mohosa de algún animal con las letras discernibles de la misiva del Profeta a algún personaje real, junto con otros textos sagrados. Al contemplar todo esto, a uno le entran ganas de dar gracias al hado por su ignorancia del lenguaje. Para mí, pensé, el ruso serviría. En el centro de la sala, dentro de un cubo de cristal con borde de oro, hay un objeto de color pardo oscuro que fui incapaz de identificar sin la ayuda de la placa. Esta, de bronce y grabada, decía en turco y en inglés: «Huella de la pisada del Profeta». El número del calzado era el 62, como mínimo, pensé mientras contemplaba el contenido del cubo. Y entonces me estremecí: ¡el yeti!

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Bizancio fue rebautizado como Constantinopla en vida de Constantino, si no estoy equivocado. Por lo que se refiere a la simplicidad de vocales y consonantes, es presumible que el nuevo nombre gozara de mayor popularidad que Bizancio entre los turcos seljúcidas. Pero Estambul también suena razonablemente a turco…, al menos para un oído ruso. Lo cierto es, sin embargo, que Estambul es un nombre griego, derivado, como indica cualquier guía turística, del griego stin poli, que significa simplemente ciudad. ¿Stin? ¿Poli? ¿Un oído ruso? ¿Quién, aquí, oye a quién? Aquí, donde bardak (burdel en ruso) significa vidrio, donde durak (necio) quiere decir parada. Bir bardak qay: un vaso de té; otobüs duragi: una parada de autobús. Bien por el «otobüs»; al menos, sólo es medio griego.

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Para todo el que padezca un trastorno respiratorio, nada que hacer aquí… a no ser que alquile un taxi para todo el día. Para el que llega a Estambul procedente de Occidente, la ciudad es notablemente barata. Con el precio convertido en dólares, marcos o francos, hay aquí varias cosas que no cuestan prácticamente nada. Aquellos limpiabotas, por ejemplo, o el té. Es una sensación extraña la de contemplar una actividad humana que no tiene expresión monetaria, pues no puede ser devaluada. Parece una especie de cielo, un mundo de Ur, y es probablemente esta sensación de otro mundo lo que constituye esa célebre «fascinación» de Oriente para el Scrooge procedente del norte.

Ah, ese grito de batalla de la rubia ya grisácea: «¡Qué negocio!» ¿No le parece también gutural este anuncio de ganga, incluso a un oído europeo? Ah, y este «¿Verdad que es bonito, querida?» en un mínimo de tres idiomas europeos, y susurro de unos billetes de banco sin valor bajo el escrutinio de unos ojos oscuros y aprensivos, en otros momentos condenados a la interferencia del televisor y a la voluminosa familia. ¡Ah, esa edad media distribuida en todo el mundo junto a sus repisas de chimenea suburbanas! Y sin embargo, pese a toda su vulgaridad y tosquedad, esta búsqueda es notablemente más inocente, y con mejores consecuencias para los locales, que la de ciertas parisinas charlatanas y presuntuosas, o la del lumpen espiritual fatigado por el yoga, el budismo o Mao, y que ahora excava en las profundidades del Islam «secreto» del Sufí, del Sunni, del Chia, etc. Aquí, desde luego, ningún dinero cambia de manos. Entre el burgués real y el mental, uno se siente más a sus anchas con el primero.

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Lo que ocurrió después todo el mundo lo sabe, ya que aparecieron los turcos nadie sabe de dónde. Al parecer, no existe una explicación clara acerca de su procedencia real; evidentemente, estaban muy lejos. Tampoco queda excesivamente claro lo que les llevó hasta las orillas del Bósforo. Los caballos, supongo. Los turcos -los tuyrks para ser más precisos- eran nómadas, así nos lo enseñaron en la escuela. El Bósforo, claro, se convirtió en un obstáculo y allí, de repente, los turcos decidieron no seguir errando, tal como habían venido, y optaron, en cambio, por quedarse. Todo esto parece muy poco convincente, pero vamos a dejarlo tal como nos lo contaron. Lo que ellos querían de Bizancio-Constantinopla-Estambul resulta, al menos, indiscutible: querían estar en Constantinopla, es decir, más o menos lo que deseaba el propio Constantino. Antes del siglo XI, los turcos no habían compartido ningún símbolo. Apareció entonces y, como sabemos, fue la media luna.

En Constantinopla, empero, había cristianos y las iglesias de la ciudad las coronaba la cruz. El idilio de los tuyrks -que gradualmente se convertirían en los turcos- con Bizancio duró aproximadamente tres siglos. La persistencia dio sus frutos, y en el siglo XV la cruz cedió sus cúpulas a la media luna. El resto está bien documentado y no es necesario alargarse al respecto, pero lo que sí vale la pena señalar es la chocante similaridad entre «lo que fue» y «lo que pasó a ser», puesto que el significado de la historia radica en la esencia de las estructuras, y no en las características de la decoración.

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¡El significado de la historia! Cómo, de qué modo, puede la pluma arrostrar esta agregación de razas, lenguajes y credos: el paso vegetativo -mejor dicho, zoológico- del derrumbamiento de la Torre de Babel, al finalizar el cual, un buen día, entre las ruinas acumuladas, un individuo se sorprende a sí mismo contemplando, aterrorizado y alienado, su propia mano o su órgano procreador, no a lo Wittgenstein, sino poseído más bien por una sensación de que estas cosas ya no le pertenecen en absoluto, que no son sino componentes de un juguete de los que uno mismo se construye: detalles, fragmentos en un caleidoscopio a través del cual no es la causa la que escudriña el efecto, sino un ciego azar que entrevé la luz del día. Sin que lo oscurezca el polvo agitado por el viento.