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La diferencia entre los poderes espiritual y secular en la Bizancio cristiana no era terriblemente acusada. Nominalmente, el emperador estaba obligado a tener en cuenta las opiniones del patriarca, y de hecho ello ocurría a menudo. Por otra parte, era frecuente que el emperador nombrase al patriarca y en ocasiones era, o tenía motivos para creerse serlo, un cristiano superior con respecto al patriarca. Y, desde luego, no es necesario mencionar el concepto del Señor ungido, que de por sí podía relevar al emperador de la necesidad de reconocer la metafísica de cualquier otro. Esto también ocurría, y, junto con ciertas maravillas mecánicas de las que Teófilo estaba sumamente prendado, desempeñó un papel decisivo en la adopción del cristianismo oriental por Rus en el siglo IX. (Incidentalmente, estas maravillas -el trono que ascendía en el aire, el ruiseñor metálico, los leones rugientes del mismo material, y otras- fueron obtenidas por el gobernante bizantino, con pequeñas modificaciones, a partir de sus vecinos persas.)

Algo muy similar ocurrió también con la Sublime Puerta, o sea el Imperio Otomano, alias Bizancio musulmán. Una vez más, tenemos una autocracia, fuertemente militarizada y algo más despótica. El jefe absoluto del estado era el Padisha, o sultán. Junto a él existía, sin embargo, el Gran Mufti, cargo que combinaba -y de hecho igualaba- la autoridad espiritual y la administrativa. Todo el estado era regido por un sistema jerárquico muy complejo, en el que predominaba el elemento religioso, o, para expresarlo de modo más conveniente, firmemente ideológico.

En términos puramente estructurales, la diferencia entre la Segunda Roma y el Imperio Otomano sólo es accesible en unidades de tiempo. ¿Qué es, pues? ¿El espíritu del lugar? ¿Su genio maligno? ¿El espíritu de los malos hechizos, porcha en ruso? A propósito, ¿de dónde hemos sacado esta palabra de porcha? ¿No podría derivar de porte? No importa. Ya basta con que tanto el cristianismo como bardak con durak llegaran a nosotros desde este lugar donde la gente se convertía al cristianismo en el siglo V con la misma facilidad con la que se pasaron al Islam en el XV (aunque después de la caída de Constantinopla los turcos no persiguieron en absoluto a los cristianos). La explicación para ambas conversiones fue la misma: pragmatismo. No obstante, esto nada tiene que ver con el lugar; tiene que ver con la especie.

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Oh, todos esos incontables Osmanes, Mohameds, Murads, Bajazets, Ibrahims, Selims y Solimanes dedicados a la matanza de sus predecesores, rivales, hermanos, padres y la propia prole -en el caso de Murad II, o III (¿qué puede importar?), dieciocho hermanos uno tras otro- con la regularidad del hombre que se afeita frente a un espejo. Oh, todas esas guerras ininterrumpidas, interminables: contra el infiel, contra sus propios musulmanes chiitas, para ampliar el Imperio, para vengar una afrenta, por ninguna razón en absoluto, y en defensa propia. Y… oh, aquellos jenízaros, la élite del ejército, dedicada primero al sultán y después convertida gradualmente en casta separada, pendiente tan sólo de sus propios intereses. ¡Cuan familiar resulta todo, incluidas las matanzas! ¡Todos esos turbantes y barbas, aquel uniforme para cabezas poseídas por una sola idea -la matanza despiadada- y a causa de ella, y no en absoluto debido a la proscripción islámica de reproducir cualquier cosa viviente, totalmente indistinguibles unas de otras! Y tal vez «matanza» precisamente porque todas son tan parecidas que no hay modo de detectar una baja. «Yo mato despiadadamente, luego existo.»

Y, hablando en general, en realidad ¿qué puede estar más próximo al corazón de un nómada de ayer que el principio lineal, que el movimiento a través de una superficie, en cualquier dirección? ¿No dijo uno de ellos, otro Selim, durante la conquista de Egipto, que él, como señor de Constantinopla, era el heredero del Imperio Romano y por tanto tenía derecho a todos los territorios que hubieran formado parte de él? ¿Suenan estas palabras como una justificación o suenan como una profecía, o como ambas cosas a la vez? ¿Y no sonó la misma nota, cuatrocientos años más tarde, en la voz de Ustryalov y de los eslavófilos de los últimos días de la Tercera Roma, cuya bandera escarlata, semejante a una capa de jenízaro, combinaba claramente una estrella y la media luna del Islam? ¿Y no es una cruz modificada aquel martillo?

Esas guerras milenarias, sin respiro, esos períodos interminables de interpretación escolástica del arte de la traición… ¿no podrían ser responsables del desarrollo, en esta parte del mundo, de una fusión entre ejército y estado, del concepto de la política como la continuación de la guerra por otros medios, y de las fantasmagóricas, aunque balísticamente factibles, fantasías de Konstantin Tsiolkovski, el abuelo del misil?

Un hombre con imaginación, sobre todo si es impaciente, podría sentir la aguda tentación de contestar a estas preguntas con una afirmación. Pero tal vez no convenga precipitarse, tal vez convenga hacer una pausa y darles la oportunidad de convertirse en preguntas «malditas», aunque eso pueda llevar varios siglos. Ah, estos siglos, la unidad favorita de la historia, que eximen al individuo de la necesidad de evaluar personalmente el pasado y que le otorgan la honorable categoría de víctima de la historia.

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A diferencia de la Era Glacial, las civilizaciones, cualquiera que sea su índole, se mueven de sur a norte, como para llenar el vacío creado por el glaciar en retirada. La selva tropical expulsa gradualmente a las coníferas y al bosque mixto… si no a través del follaje, por medio de la arquitectura. A veces se tiene la sensación de que el barroco, el rococó e incluso el estilo Schinkel son, simplemente, una nostalgia inconsciente de la especie por su pasado ecuatorial. Las pagodas a semejanza de he-lechos también encajan en esta idea.

En cuanto a las latitudes, sólo los nómadas se mueven a lo largo de ellas, y generalmente de este a oeste. La migración nomádica sólo tiene sentido en una zona climática distintiva. Los esquimales se deslizan dentro del Círculo Ártico, los tártaros y mongoles en los confines de la zona de la tierra negra. Las cúpulas de yurts y de iglúes, los conos de tiendas y tipis. He visto las mezquitas de Asia Central, de Samarkanda, Bujara y Jiva, auténticas perlas de la arquitectura musulmana. Como no dijo Lenin, no conozco nada mejor que el Shah-i-Zinda, sobre cuyo suelo pasé varias noches, al no tener ningún otro lugar en el que reposar mi cabeza. Tenía entonces diecinueve años, pero conservo delicados recuerdos de estas mezquitas, aunque no en absoluto por esta razón. Son obras maestras de escala y color, y atestiguan el lirismo del Islam. Su brillo, sus esmeraldas y cobaltos quedan impresos en la retina, y no menos a causa del contraste con los matices amarillos y pardos del paisaje circundante. Este contraste, este recuerdo de una alternativa colorista (por lo menos) respecto al mundo real, puede haber sido también el pretexto principal para su nacimiento. En efecto, uno advierte en ellas una idiosincrasia, una autoabsorción, un afán de logro, de perfeccionarse a sí mismas. Como lámparas en la oscuridad. Mejor: como corales en el desierto.

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En tanto que las mezquitas de Estambul son el Islam triunfante. No existe mayor contradicción que una iglesia triunfante… ni tampoco mayor carencia de gusto. San Pedro, en Roma, también padece lo mismo. ¡Pero las mezquitas de Estambul! Esos sapos enormes de piedra congelada, agazapados en el suelo, incapaces de moverse. Sólo los minaretes, parecidos, más que a cualquier otra cosa (proféticamente, por desgracia) a baterías tierra-aire… sólo ellos indican la dirección que antaño el alma estaba a punto de tomar. Sus cúpulas bajas, reminiscentes de tapaderas de cacerola o teteras de hierro, son incapaces de concebir lo que han de hacer con el cielo: preservan lo que contienen, en vez de alentar a fijar los ojos en lo alto. ¡Ah, este complejo de tienda, de desparramarse en el suelo, de namaz¡