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Recortada su silueta ante el sol naciente, en las cimas de los montes, crean una impresión poderosa y la mano busca la cámara, como la del espía al descubrir una instalación militar. Hay, desde luego, algo de amenazador en ellas…, algo misterioso, sobrenatural, galáctico, totalmente hermético, como una concha. Y todo ello de un color gris sucio, como la mayoría de los edificios de Estambul, y todo ello situado contra el turquesa del Bósforo.

Y si la pluma no se apresta a reprender a sus innumerables y verdaderamente creyentes constructores por ser estéticamente necios, es porque el tono para estas construcciones acuclilladas en el suelo, semejantes a sapos y cangrejos, quedó fijado por Santa Sofía, un edificio cristiano hasta el más alto grado. Se afirma que Constantino puso los cimientos, pero fue erigido durante el reinado de Justiniano. Desde el exterior, no es posible distinguirlo de las mezquitas, o a éstas de él, ya que el destino le ha gastado una broma cruel (¿fue cruel?) a Santa Sofía. Bajo el sultán «Cualquiera que fuese su nombre redundante», nuestra Santa Sofía fue convertida en mezquita.

Como transformación, ésta no exigió grandes esfuerzos, pues todo lo que los musulmanes tuvieron que hacer fue alzar cuatro minaretes a cada lado de la catedral. Así lo hicieron, y resultó imposible diferenciar Santa Sofía de una mezquita. Es decir, el patrón arquitectónico de Bizancio fue llevado a su final lógico, ya que fue exactamente la grandeza achaparrada de este santuario cristiano lo que los constructores de Bajazet, Solimán y la Mezquita Azul, ello sin mencionar a sus descendientes menores, trataron de emular. Y no obstante, no debieran ser objeto de reproches por esto, en parte porque cuando ellos llegaron a Constantinopla era Santa Sofía lo que mayor tamaño mostraba en todo el paisaje, pero principalmente porque Santa Sofía en sí no era una creación romana. Era un producto oriental o, para ser más precisos, sasánida. Y, similarmente, tampoco tiene objeto culpar a aquel sultán comoquiera que se llamara -¿no sería Murad?- por convertir una iglesia cristiana en mezquita. Esta transformación reflejó algo que, sin otorgar gran reflexión a la cuestión, sabría tomar por una profunda indiferencia oriental ante problemas de una índole metafísica. En realidad, sin embargo, lo que hubo detrás de ello y que hoy persiste, de manera muy parecida a Santa Sofía, con sus minaretes y su decoración cristiano-musulmana en su interior, es una sensación, instilada a la vez por la historia y por el contexto árabe, de que en esta vida todo se entrelaza… de que en cierto sentido todo no es más que un dibujo en una alfombra. Pisoteada por nuestros pies.

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Es una idea monstruosa, pero no del todo carente de verdad. Por lo tanto, tratemos de exponerla. En su origen hay el principio oriental de la ornamentación, cuyo elemento básico es un verso del Corán, una cita del Profeta: cosida, grabada, tallada en piedra o madera, y gráficamente coincidente con este mismo proceso de costura, grabado y talla si uno tiene en cuenta la forma árabe de escribir. En otras palabras, nos las habemos con el aspecto decorativo de la caligrafía, el uso decorativo de frases, palabras y letras… con una actitud puramente visual al respecto. Descartando aquí la inaceptabilidad de esta actitud hacia las palabras (y también las letras), indiquemos tan sólo la inevitabilidad de una percepción literalmente espacial -por ser conducida por medios distintivamente espaciales- de cualquier locución sagrada. Señalemos la dependencia de este ornamento respecto a la longitud de la línea y el carácter didáctico de la locución, a menudo lo bastante ornamental por sí mismo. Recordemos que la unidad del ornamento oriental es la frase, la palabra, la letra.

La unidad -el elemento principal- de ornamentación que se impuso en Occidente fue la muesca, la talla, que registraba el paso de los días. Este ornamento, en otras palabras, es temporal, de donde su ritmo, su tendencia a la simetría, su carácter esencialmente abstracto, que subordinan la expresión gráfica a un sentido rítmico. Su extremo no-autodidactismo. Su persistencia -por medio del ritmo, o la repetición- en abstraerse a partir de su unidad, a partir de la cual ha sido ya expresado antes. En resumen, su dinamismo.

Yo señalaría también que la unidad de ornamentación -el día o la idea del día- absorbe en sí misma toda experiencia, incluida la de la locución sagrada. De ello se sigue la sugerencia de que la elegante y pequeña cenefa en una urna griega es superior al dibujo de una alfombra. Lo cual, a su vez, nos lleva a considerar quién es más nómada, el que vagabundea por el espacio o el que emigra a tiempo. Por abrumadora que pueda resultar (incluso literalmente) la noción de que todo está entretejido, que todo es meramente un dibujo en una alfombra, a la que pisoteamos, deja paso francamente a la idea de que todo se queda atrás… incluida la alfombra y el pie con que la pisamos.

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Sí, ¡ya preveo objeciones! Veo a un historiador del arte o a un etnólogo preparándose para librar batalla, con cifras o genealogías en las manos, sobre todo lo antes manifestado. Puedo ver a un individuo con gafas portador de un jarrón indio o chino con un meandro o un epistilo muy semejante a la pequeña y elegante cenefa griega, exclamando: «Y bien, ¿y esto qué? ¿Acaso la India (o China) no forman parte de Oriente?». Todavía peor, ese jarro o plato puede resultar ser de Egipto o de cualquier otro lugar de África, de Patagonia o de América Central, y entonces se producirá un chaparrón de pruebas y de hechos incontrovertibles en demostración de que la cultura preislámica era figurativa y que, por consiguiente, en este aspecto Occidente va simplemente rezagado con respecto a Oriente, que el ornamento es por definición no funcional, y que el espacio es mayor que el tiempo. O que yo, sin duda por razones políticas, sustituyo la historia por la antropología. Algo por el estilo, o peor.

¿Qué puedo responder a ello? ¿Y necesito decir algo? No estoy seguro, pero de todos modos señalaré que si no hubiera previsto estas objeciones no habría tomado la pluma… que para mí el espacio es, en efecto, a la vez menor y menos caro que el tiempo. No porque sea menor, sino porque es una cosa, en tanto que el tiempo es una idea sobre una cosa. Y al elegir entre una cosa y una idea, siempre hay que preferir la última, según mi opinión.

Y también preveo que no habrá jarrón, ni genealogías, ni plato, ni individuo con gafas. Que no surgirán objeciones, que el silencio reinará con carácter supremo. Menos como signo de asentimiento que como uno de indiferencia. Por lo tanto, afeemos un poco nuestra conclusión y añadamos que una conciencia del tiempo es una profunda experiencia individualista. Que en el transcurso de su vida toda persona se encuentra más tarde o más temprano en la situación de Robinson Crusoe, tallando muescas y tras haber contado por ejemplo siete de ellas, o diez, cruzándolas con una línea. Tal es el origen del ornamento, prescindiendo de civilizaciones precedentes o de aquella a la que pertenezca esta persona dada. Y estas muescas constituyen una actividad profundamente solitaria, que aisla al individuo y le impulsa hacia una comprensión, si no de su unicidad, sí al menos de la autonomía de su existencia en el mundo. Esto es la base de nuestra civilización, y esto es de lo que Constantino se alejó camino de Oriente. De la alfombra.

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Un día normal de verano en Estambul, caluroso, polvoriento y sudorífico. Además, es domingo. Un rebaño humano merodea bajo las bóvedas de Santa Sofía. Allí, en lo alto, inaccesibles para la vista, hay mosaicos que representan reyes o bien santos. Más abajo, accesibles para la vista pero no para la mente, hay escudos circulares de aspecto metálico con arabescos que son citas del Profeta en oro sobre esmalte verde oscuro. Camafeos monumentales con caracteres serpenteantes que evocan sombras de Jackson Pollock o Kandinsky. Y ahora advierto una viscosidad: la catedral está sudando. No sólo el suelo, sino también el mármol de las paredes. La piedra está sudando. Me informo, y me dicen que es a causa del brusco aumento de la temperatura. Decido que es a causa de mi presencia y me marcho.