Para mí, el esfuerzo de Constantino no es sino un episodio en el impulso general de Oriente hacia el oeste, impulso no motivado por la atracción de una parte del mundo respecto a otra, ni por el deseo del pasado de absorber el futuro… aunque a veces y en algunos lugares, y Estambul es uno de ellos, parezca ser así. Esta atracción, me temo, es magnética, evolutiva; tiene que ver, presumiblemente, con la dirección en la que este planeta gira sobre su eje. Adquiere las formas de una fascinación por un credo, de invasiones nómadas, guerras, migración y la circulación del dinero. El puente de Galata no fue el primero construido sobre el Bósforo, como aseguraría su guía turística; el primero fue construido por Darío. Un nómada siempre cabalga hacia la puesta de sol.
O bien nada. El estrecho tiene un kilómetro y medio de anchura, y lo que pudo hacer una «vaca rubia» al huir de las iras de la esposa de Júpiter, seguramente pudo haberlo resuelto también el moreno hijo de las estepas. O Leandro, enfermo de amor, o lord Byron, harto de amor, chapoteando a través de los Dardanelos. ¡El Bósforo! Una más que usada faja de agua, la única prenda de ropa que es propiedad de Urania, por más que Clio se esfuerce en ponérsela. Permanece arrugada y, especialmente en los días grises, nadie diría que ha sido manchada por la historia. Su corriente superficial se lava ante Constantinopla al norte…, y tal vez por esto a aquel mar lo llaman Negro. Después se remueve hasta el fondo y, en forma de una profunda corriente, escapa de nuevo hasta el Mármara-el Mar de Mármol-, presumiblemente para blanquearse. El resultado neto es ese color verde botella polvoriento: el color del propio tiempo. El hijo del Báltico no puede dejar de reconocerlo, no puede librarse de la vieja sensación de que esta sustancia ondulante, nunca inmóvil, chapaleante, es en sí misma el tiempo o lo que el tiempo parecería ser si fuera condensado o fotografiado. Esto es, piensa, lo que separa Europa y Asia. Y el patriota que hay en él desea que el tramo fuese más ancho.
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La hora de hacer las maletas. Como dije, no había vapores desde Estambul o Esmirna. Tomé un avión y, después de apenas dos horas de vuelo sobre el Egeo, a través de un aire que en otro tiempo estuvo no menos habitado que el archipiélago debajo de él, aterricé en Atenas.
A sesenta y cinco kilómetros de Atenas, en Sunion, en lo alto de un acantilado cortado a pico sobre el mar, se alza un templo dedicado a Poseidón, construido casi simultáneamente -una diferencia de unos cincuenta años- con el Partenón de Atenas. Lleva aquí dos mil quinientos años.
Es diez veces más pequeño que el Partenón. Cuántas veces más bello sería difícil decirlo; no está claro lo que debiera ser considerado como la unidad de perfección. No tiene tejado.
No hay un alma a la vista. Sunion es un pueblo de pescadores, ahora con un par de hoteles modernos, y se encuentra mucho más abajo. Allí, en la cresta del oscuro acantilado, parece desde lejos como si el templo hubiera sido descendido suavemente desde el cielo en vez de alzado sobre la tierra. El mármol tiene más en común con las nubes que con el suelo.
Hay quince columnas blancas unidas por una base de mármol blanco y regularmente espaciadas. Entre ellas y la tierra, entre ellas y el mar, entre ellas y el cielo azul de la Hélade, no hay nada ni nadie.
Como prácticamente en todos los demás lugares de Europa, también aquí Byron grabó su nombre en la base de una de las columnas. Siguiendo sus pisadas, el autocar trae turistas y más tarde se los lleva de nuevo. La erosión que está afectando claramente la superficie de las columnas nada tiene que ver con el paso del tiempo. Es un haz de miradas, objetivos y flashes.
Después desciende el crepúsculo y empieza a oscurecer. Quince columnas, quince cuerpos blancos y verticales regularmente espaciados en la cima del acantilado, reciben a la noche bajo los cielos abiertos.
Si contaban días, debió de haber un millón de tales días. Desde la distancia, en la calina del anochecer, sus cuerpos blancos y verticales se asemejan a un ornamento, gracias a los intervalos iguales entre ellos.
¿Una idea de orden? ¿El principio de simetría? ¿Sentido del ritmo? ¿Idolatría?
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Probablemente, hubiera sido más prudente recoger cartas de recomendación, anotar dos o tres números de teléfono por lo menos, antes de ir a Estambul. No lo hice. Probablemente, hubiera tenido sentido trabar amistad con alguien, ponerse en contacto, contemplar la vida del lugar desde el interior, en vez de descartar a la población local como una multitud alienígena, en vez de mirar a la gente como polvo psicológico introducido en los ojos.
¿Quién sabe? Acaso mi actitud respecto a la gente contenga también, por derecho propio, un toque de Oriente. En resumidas cuentas, ¿de dónde soy yo? Sin embargo, llegado a una cierta edad, el hombre se siente cansado de su propia especie, harto de cargar con su consciente y subconsciente. ¿Una historia más de crueldad, o diez más? ¿Otros diez, o cien, ejemplos de bajeza, estupidez o valor humanos? La misantropía, después de todo, debería tener también sus límites.
Basta, por consiguiente, con echar un vistazo al diccionario y descubrir que katorga (trabajo forzado) es también una palabra turca. Y basta con descubrir en un mapa turco, en algún punto de Anatolia, o dejonia, una población denominada Nigde (ningún lugar, en ruso).
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Yo no soy historiador ni periodista, ni etnógrafo. En el mejor de los casos, soy un viajero, una víctima de la geografía. No de la historia, quede bien entendido, pero sí de la geografía. Esto es lo que todavía me vincula al país donde mi destino quiso que yo naciera, a nuestra famosa Tercera Roma. Por lo tanto, no me interesa particularmente la política de la actual Turquía, ni lo que le ocurrió a Atatürk, cuyo retrato adorna las grasientas paredes de todos los cafés, así como la lira turca, inconvertible y que representa una forma irreal de pago para un trabajo real.
Vine a Estambul para contemplar el pasado, no el futuro… puesto que éste no existe aquí: cualquiera que hubiese se ha marchado también al norte. Aquí hay solamente lo inenvidiable, un presente inferior para la población, industriosa pero saqueada por la intensidad de la historia local. Nada ocurrirá aquí nunca más, excepto tal vez disturbios callejeros o un terremoto. O tal vez descubrirán petróleo, pues hay un hedor terrible a anhídrido sulfuroso en el Cuerno de Oro, al atravesar la aceitosa superficie del cual se consigue un panorama espléndido de la ciudad. Sin embargo, es improbable. El hedor procede del petróleo que rezuma de los oxidados, goteantes y casi agujereados buques cisterna que pasan a través del Estrecho. Cualquiera podría ganarse la vida sólo con refinarlo.
Un proyecto como éste, sin embargo, tal vez le chocaría al habitante local como excesivamente atrevido. La población local es más bien conservadora por naturaleza, aunque se trate de hombres de negocios o de comerciantes; en cuanto a la clase trabajadora, está encerrada, de mala gana pero con firmeza, en una mentalidad conservadora y tradicional por sus míseros salarios. En su propio elemento, el nativo sólo se encuentra dentro de la infinitamente entrecruzada -en dibujos similares a los de la alfombra o de las paredes de la mezquita- telaraña de las galerías abovedadas del bazar local, que es el corazón, la mente y el alma de Estambul. Es una ciudad dentro de la ciudad, y también él está construido para la eternidad. No puede ser transportado al oeste ni al norte, ni siquiera al sur. Los almacenes gum, Bon Marché, Macy's y Harrods reunidos y elevados al cubo no son más que un juego de niños comparados con estas catacumbas. Extrañamente, gracias a las guirnaldas de amarillas bombillas de cien vatios y el interminable caudal de bronce, collares de cuentas, brazaletes, plata y oro bajo cristal, ello sin mencionar las propias alfombras y los iconos, samovares, crucifijos y tantas otras cosas, este bazar de Estambul produce la impresión nada menos que de una iglesia ortodoxa, aunque con tantas volutas y ramificaciones como una cita del Profeta. Una versión de Santa Sofía en plano.