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Las civilizaciones se mueven a lo largo de meridianos, y los nómadas (incluidos nuestros guerreros modernos, puesto que la guerra es un eco del instinto nómada) a lo largo de latitudes. Esto parece ser otra versión más de la cruz que vio Constantino. Ambos movimientos poseen una lógica natural (vegetal o animal), según la cual uno se encuentra fácilmente en la situación de ser incapaz de reprocharle nada a cualquiera. En el estado conocido como melancolía… o, para ser más exactos, fatalismo. Esto puede achacarse a la edad, o a la influencia de Oriente o, con un esfuerzo de la imaginación, a la humildad cristiana.
Las ventajas de esta condición son obvias, puesto que son interesadas, ya que, como todas las formas de humildad, siempre se logra a expensas de la muda impotencia de las víctimas de la historia, pasada, presente y futura; es un eco de la impotencia de millones. Y si uno no se encuentra en una época en la que pueda desenvainar una espada o trepar a una plataforma para rugir, ante un mar de cabezas, hasta qué punto detesta el pasado, el presente y el porvenir; si no existe esta plataforma o el mar se ha secado, siempre le quedan a uno la cara y los labios, que pueden acomodarse a su leve sonrisa despreciativa, provocada por la vista que se abre a la vez ante su ojo interior y su ojo al descubierto.
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Con ella, con esa sonrisa en los labios, uno puede embarcar en el transbordador y partir para tomar una taza de té en Asia. Veinte minutos más tarde, puede desembarcar en Cengelkóy, encontrar un café en la misma orilla del Bósforo, sentarse y pedir té, e, inhalando el olor de las algas putrefactas, observar, sin cambiar la expresión facial antes citada, los portaaviones de la Tercera Roma que navegan lentamente a través de las puertas de la Segunda, camino de la Primera.
(1985)
EN UNA HABITACIÓN Y MEDIA
A L.K.
1
La habitación y media (suponiendo que esa unidad espacial tenga sentido en otra lengua que no sea el ruso) donde vivíamos los tres tenía suelo de madera y mi madre protestaba enérgicamente contra los hombres de la familia, en particular yo, que siempre andaban de acá para allá en calcetines. Insistía en que había que llevar zapatos o zapatillas constantemente. Al tiempo que me amonestaba con respecto a este punto, evocaba una vieja superstición rusa que, según ella, aseguraba que era de mal agüero andar de aquella manera, porque podía acarrear una muerte en la familia.
Es posible, por supuesto, que mi madre tuviese por incivilizada esa costumbre, que la considerase simplemente una falta de educación. Los pies de los hombres huelen y aquella época era anterior a la de los desodorantes. Yo pensaba que, efectivamente, si el parquet estaba pulimentado, era fácil resbalar y caerse, especialmente si los calcetines eran de lana. Y si el que caía era viejo y frágil, las consecuencias podían ser desastrosas. La afinidad del parquet con la madera, la tierra, etc., se extendía en mi mente a todo el terreno que pudiera encontrarse bajo los pies de nuestros parientes próximos y lejanos que vivían en nuestra misma ciudad. La distancia importaba poco, el terreno era el mismo. Tampoco el hecho de vivir al otro lado del río, donde con el tiempo yo alquilaría un apartamento o habitación para mí solo, constituía excusa, ya que en aquella ciudad había abundancia de ríos y canales y, aunque los había lo bastante profundos para que por ellos circularan barcos camino del mar, la muerte, pensaba yo, siempre los encontraría someros o, con su manera subterránea de proceder, podría atravesarlos reptando por debajo de ellos.
Mi madre y mi padre han muerto y yo me encuentro a orillas del Atlántico; hay, pues, mucha agua entre dos tías supervivientes, mis primos y yo: un verdadero abismo, capaz incluso de liar a la misma muerte. Así es que ahora puedo andar a placer en calcetines, ya que no tengo parientes en este continente. La única muerte que puedo provocar en la familia es presumiblemente la mía, aunque esto supondría mezclar transmisor con receptor. Las desigualdades de esta unión son pequeñas, y esto es lo que distingue la electrónica de la superstición. Con todo, si no piso esos anchos tablones de arce canadiense con mis calcetines no es ni por esa certidumbre ni por instinto de conservación, sino porque sé que mi madre no lo aprobaría. Supongo que quiero dejar las cosas tal como estaban entonces en mi familia, ahora que soy lo único que queda de ella.
2
En aquella habitación y media vivíamos los tres: mi padre, mi madre y yo. La época era después de la guerra y eran muy pocas las personas que podían permitirse tener más de un hijo. Algunas ni siquiera podían permitirse tener el padre vivo o presente: el terror y la guerra se habían cobrado su tributo en las grandes ciudades, y en la mía de manera especial. Así pues, nosotros teníamos motivos particulares para considerarnos afortunados, sobre todo teniendo en cuenta que éramos judíos. Los tres habíamos sobrevivido a la guerra (y digo «los tres» porque yo también había nacido antes de ésta, en 1940); mis padres también habían sobrevivido a los años treinta.
Supongo que se consideraban afortunados, pese a que no lo manifestaron nunca. Por lo general, no tenían excesiva conciencia de su situación, salvo cuando se hicieron más viejos y los achaques empezaron a acosarlos. Pero ni siquiera entonces hablaban de sus cosas ni de la muerte de aquel modo que aterra al que escucha o que lo mueve a compasión. Se limitaban a refunfuñar o a quejarse de una manera impersonal de sus dolencias o a discutir prolijamente algún medicamento. Mi madre, cuando más se aproximó a algo de ese género al que me refiero, fue en cierta ocasión, hablando de un juego de porcelana extremadamente delicado, al decir:
– Será tuyo cuando te cases o cuando…
Pero se interrumpió. Recuerdo también cierta vez que estaba hablando por teléfono con una amiga suya que vivía lejos y acerca de la cual me había dicho que estaba enferma: mi madre salió de la cabina telefónica pública y yo, que la esperaba en la calle, vi en sus ojos tan familiares, detrás de las gafas de montura de concha, una mirada nada familiar. Me incliné hacia ella (yo ya era entonces mucho más alto que ella) y le pregunté qué le había dicho la mujer, a lo que mi madre respondió, con la mirada fija en un punto lejano:
– Sabe que se está muriendo y se ha puesto a llorar por teléfono.
Se tomaban las cosas como acontecimientos normales: el sistema, su impotencia, su pobreza, el hijo descarriado. Lo único que querían era salir lo mejor parados posible: llevar comida a la mesa -y cualquiera que fuese, dar buena cuenta de ella, para conseguir vivir de sus ingresos- y, pese a que siempre vivimos con el dinero justo para subsistir entre los días de pago, incluso poner aparte unos cuantos rublos para que el chico pudiera ir al cine, para las excursiones a los museos, para libros, para golosinas. Los platos, utensilios, vestidos y ropa que teníamos estaban siempre limpios, brillantes, planchados, remendados, almidonados. El mantel no tenía manchas, estaba flamante, la pantalla de la lámpara limpia de polvo, el parquet reluciente y sin una mota.
Lo sorprendente es que ellos no se aburrieran nunca. Estaban cansados, pero no aburridos. Se pasaban la mayor parte del tiempo en casa, siempre de pie: cocinando, lavando, moviéndose entre la cocina comunitaria de nuestro apartamento y nuestra habitación y media, ocupados con una u otra cosa de la casa. Lógicamente, se sentaban para comer, pero si veo a mi madre sentada es sobre todo cuando, inclinada sobre la máquina de coser Singer, manual y con pedal, se dedicaba a remendarnos la ropa, a volver los cuellos del revés, a reparar o adaptar chaquetas viejas. En cuanto a mi padre, las únicas veces que se sentaba era para leer el periódico o para trabajar en su despacho. A veces, por la noche, veían una película o escuchaban un concierto ante el televisor del año 1952. Entonces también estaban sentados… De esa manera, sentado en una silla, en la vacía habitación y media donde vivía, un vecino encontró a mi padre muerto hace un año.