Si vuelvo la vista atrás, pienso que el contenido de aquellas cómodas podía compararse a nuestro subconsciente común, a nuestro subconsciente colectivo, si bien en aquel tiempo no se me habría ocurrido pensarlo. Todas aquellas cosas eran, en todo caso, parte de la conciencia de mis padres, prendas de sus recuerdos, de lugares y épocas que precedían a mi existencia, de su pasado respectivo y de su pasado común, de su juventud y de su infancia, de una era distinta, casi de un siglo distinto. Y con la ventaja que aporta la mirada retrospectiva, diría incluso: prendas de su libertad, puesto que habían nacido y crecido libres, antes de aquello que la escoria necia llamaba Revolución, pero que para ellos, como para tantas generaciones, significó esclavitud.
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Escribo esto en inglés porque quiero concederles un margen de libertad, un margen cuya amplitud depende del número de los que están dispuestos a leerlo. Quiero que Maria Volpert y Alexander Brodski cobren realidad bajo «un código de conciencia extranjero» y quiero que los verbos de movimiento del inglés describan sus movimientos. Esto no servirá para resucitarlos, pero, por lo menos, otras gramáticas pueden demostrar ser mejores rutas de escape de las chimeneas del crematorio estatal que el ruso. Escribir sobre ellos en ruso sería sólo ampliar su cautividad, su reducción a la insignificancia, cuyo resultado no podría ser otro que la aniquilación mecánica. Sé que no habría que comparar el estado con el idioma, pero fue en ruso que dos viejos, que se arrastraron durante doce años por las numerosas cancillerías y ministerios del estado con la esperanza de conseguir un visado para ir al extranjero a ver a su único hijo antes de que les llegara la muerte, oyeron la respuesta que les reveló que el estado consideraba aquella visita «fuera de lugar». En todo caso, hay que admitir que la repetición de una manifestación tal demuestra una cierta familiaridad con la lengua rusa por parte del estado. Por otra parte, si yo hubiera escrito en ruso todas estas cosas, las palabras no hubieran visto nunca la luz del día bajo cielo ruso. ¿Quién iba a leerlas? ¿Un puñado de emigrados cuyos padres han muerto o morirán un día en circunstancias similares? Ya conocen la canción, ya saben qué es no dejar que un hombre vea a sus padres en su lecho de muerte, ya conocen el silencio que sigue a una petición de un visado de emergencia para asistir al entierro de un familiar. Y además, es demasiado tarde: un hombre o una mujer ya han colgado el teléfono y han atravesado la puerta de sus casas para sumirse en la tarde del país extranjero, sintiendo dentro de ellos algo que ninguna lengua sabría expresar, ni ningún lamento reproducir… ¿Qué podría decirles?
¿Cómo podría consolarles? No hay ningún país que domine como Rusia el arte de la destrucción de sus súbditos y un hombre con una pluma en la mano no puede remediar la situación. No, ésta es una labor que debe hacer el Todopoderoso y para ella dispone de todo el tiempo. Que el inglés, pues, sea la lengua que cobije a mis muertos. En ruso leeré, escribiré poemas o cartas, pero para Maria Volpert y Alexander Brodski el inglés ofrece algo más parecido a la vida después de la muerte, tal vez la única que existe, salvo la mía propia. Y en lo que se refiere a esta última, escribir en esta lengua es como lavar platos: es terapéutico.
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Mi padre era periodista, fotógrafo para ser más exacto, aunque también escribía artículos. Como la mayoría de las veces escribía para pequeños diarios, que de todos modos nadie leía, sus artículos empezaban generalmente con las palabras: «Nubes densas y cargadas de tormenta se ciernen sobre el Báltico…», como si pensase que el tiempo que hacía en nuestras tierras podía contribuir a que aquel inicio fuera más sensacional o pertinente. Tenía dos títulos superiores: uno de geografía, otorgado por la Universidad de Leningrado, y otro de periodismo, concedido por la Escuela de Periodismo Rojo. Se había matriculado en esta última cuando comprendió que sus posibilidades de viajar, especialmente al extranjero, eran muy improbables: era judío, era hijo del propietario de una imprenta y no pertenecía al Partido.
El periodismo -hasta cierto punto- y la guerra -esencialmente- restablecieron el equilibrio. Tuvo ocasión de visitar la sexta parte de la superficie terrestre (definición cuantitativa estándar del territorio de la URSS) y de navegar por muchas aguas. Aun cuando fue destinado a la Marina, la guerra para él empezó en 1940, en Finlandia, y terminó en 1948, en China, país al que fue enviado junto con un contingente de asesores militares encargados de colaborar con Mao en los esfuerzos que estaba realizando y de donde procedían los pescadores borrachos de porcelana y los juegos, igualmente de porcelana, que mi padre quería que pasaran a mi propiedad cuando me casara. Entre esas dos fechas estuvo escoltando a los PQ aliados en el mar de Barens, defendiendo y perdiendo Sebastopol en el mar Negro y -al ser hundida su torpedera-, uniéndose a los Marines. Durante el asedio de Leningrado fue destinado a ese frente, donde hizo las mejores fotografías que he visto en mi vida de la ciudad sitiada y donde tomó parte en el desmantelamiento del asedio. (Creo que esta fase de la guerra fue la más importante para él por el hecho de encontrarse cerca de su familia, de su casa. Pese a ello y a la proximidad, perdió su casa y a la única hermana que tenía, de las que dieron cuenta las bombas y el hambre.) Más tarde fue enviado de nuevo al mar Negro, desembarcó en la tristemente famosa Malaya Zemlya y la ocupó; después, a medida que el frente avanzaba hacia el oeste, acompañó al primer destacamento de lanchas torpederas a Rumania, desembarcó en el país y, durante un breve espacio de tiempo, llegó incluso a ser gobernador militar de Constanza.
– Nosotros liberamos Rumania -fanfarroneaba a veces, para pasar a contar después sus recuerdos sobre sus encuentros con el rey Miguel.
Aquél fue el único rey que vio en su vida; a Mao, a Chiang Kaishek, por no hablar de Stalin, los tenía por unos advenedizos.
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Cualesquiera que fuesen las andanzas que vivió en China, nuestra pequeña despensa, nuestros armarios y nuestras paredes se aprovecharon considerablemente de la situación. Todos los objetos artísticos que exhibían eran de origen chino: las pinturas de corcho y acuarela, las espadas de samurai, las pequeñas pantallas de seda. Los pescadores borrachos eran la última pieza que quedaba de la abundante población de figurillas de porcelana que había traído: muñecas, pingüinos con sombrero y otras que habían ido desfilando gradualmente, víctimas a veces de un gesto impremeditado o de la necesidad de hacer un regalo de cumpleaños a un familiar cualquiera. Las espadas pasaron a las colecciones del estado, consideradas armas potenciales que un ciudadano consciente no podía tener en su casa, precaución que, dicho sea de paso, denotaba una razonable cautela dadas las posteriores intromisiones de la policía en nuestra habitación y media provocadas por mi presencia. En cuanto a los juegos de porcelana, de una maravillosa exquisitez incluso para mis inexpertos ojos, mi madre no quería oír hablar siquiera de poner un solo plato en nuestra mesa.