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– No son cosas para patanes -nos diría, haciendo alarde de paciencia-, y eso es lo que sois vosotros, unos patanes y unos torpes.

Por otra parte, los platos de que nos servíamos normalmente eran suficientemente hermosos y, además, sólidos.

Me acuerdo de una fría y oscura tarde de noviembre de 1948, sentados mi madre y yo en la pequeña habitación de dieciséis metros cuadrados donde pasamos la guerra y la posguerra. Aquel día mi padre regresaba de China. Recuerdo el sonido repentino del timbre, mi madre y yo precipitándonos al rellano débilmente iluminado y, de pronto, negro con los uniformes de los marinos: mi padre, su amigo y compañero, el capitán F.M., y un puñado de marineros que se introducen por el pasillo, cargados con tres enormes cajas, dentro de las cuales están los tesoros chinos, rodeadas por los cuatro costados por gigantescos personajes chinos que parecen pulpos. Y un poco más tarde, el capitán F.M. y yo, sentados a la mesa, mientras mi padre desembala las cajas, mi madre con su vestido amarillo y rosa de crespón, sus zapatos de tacón alto, las manos entrelazadas y exclamando: «Ahí oh wunderbar!», así, en alemán, la lengua de su infancia letona y del trabajo que entonces realizaba -intérprete en un campamento de prisioneros de guerra alemanes-, y el capitán F.M., un hombre alto y nervudo, con su blusa de color azul oscuro sin botones, sirviéndose una copa de una botella y guiñándome el ojo, como si yo fuera una persona mayor. En el alféizar de la ventana están sus cinturones con áncoras en las hebillas y las Parabellums metidas en las fundas, y mi madre lanza un hondo suspiro a la vista de un kimono. La guerra ha terminado, ha llegado la paz…, soy demasiado pequeño para devolver el guiño al capitán.

13

Ahora tengo exactamente la misma edad que tenía mi padre aquella tarde de noviembre: cuarenta y cinco años. Estoy viendo de nuevo la escena con una claridad extraña, como si la contemplara con una lente de alta definición, pese a que todos sus participantes, salvo yo, han muerto. Veo tan perfectamente al capitán F.M. que ahora puedo devolverle el guiño… ¿Debía ser todo así? ¿Hay en esos guiños, hechos a través del espacio de casi cuarenta años, algún sentido, alguna intención que ahora se me escapa? ¿Es así la vida? Y en caso contrario, ¿por qué esta claridad, de qué sirve? La única respuesta que se me ocurre es ésta: para que ese momento exista, para que no sea olvidado cuando los actores hayan desaparecido, incluso yo mismo, y entonces quizá puedas entender cuan preciosa fue la llegada de la paz. En casa de una familia. Y en virtud de la misma razón, para que sepas qué son los momentos, ya se trate de la llegada del padre o de desembalar una caja. De aquí esa claridad hipnótica. O tal vez sea porque tú eres hijo de un fotógrafo y tu memoria no hace sino revelar una película que filmaron tus dos ojos hace casi cuarenta años. Y por esto entonces no pudiste devolver aquel guiño.

14

Mi padre llevó el uniforme de la Marina aproximadamente dos años más. Y fue en ese tiempo cuando mi infancia empezó de verdad. Mi padre era el funcionario encargado del departamento de fotografía del Museo de la Marina, situado en el edificio más hermoso de toda la ciudad. Lo que equivale a decir, de todo el imperio. El edificio había sido en otro tiempo la Bolsa: un edificio mucho más griego que ningún Partenón y, por otra parte, mucho mejor situado, en el extremo de la isla de Basilio, que se proyecta hacia el interior del río Neva en su tramo más ancho.

Algunas tardes, a la salida de la escuela, atravesaba la ciudad hasta el río, pasaba el puente del Palacio y me iba corriendo hasta el museo para recoger a mi padre y volver a casa con él. Cuando lo pasaba mejor era las veces en que estaba de servicio por la tarde y el museo ya estaba cerrado. Mi padre aparecía por el largo pasillo de mármol y avanzaba hacia mí en todo su esplendor, con el brazal azul-blanco-y-azul de los oficiales de servicio en el brazo izquierdo, la Parabellum enfundada, colgada del cinturón y balanceándose a su derecha, la gorra de la Marina con su visera lacada y su «ensalada» de oro cubriéndole aquella cabeza con su desconcertante calvicie.

– ¡Saludos, comandante! -le gritaba yo, puesto que ésta era su graduación.

El sonreía, orgulloso, y como todavía le quedaban una o dos horas de servicio, me dejaba errar solo por el museo.

Estoy plenamente convencido de que, aparte de la literatura de los dos últimos siglos y, quizá, la arquitectura de la antigua capital, la única cosa de la que Rusia puede enorgullecerse es de la historia de su Marina. Y ello no por sus espectaculares victorias, puesto que cuenta con pocas, sino por la nobleza del espíritu que informó su empresa. Llámesele idiosincrasia o incluso psicofantasía, pero este invento del único emperador ruso dotado de imaginación, Pedro el Grande, se me antoja un cruce entre la literatura a la que antes me he referido y la arquitectura. Creada según el modelo de la Marina británica, pero menos funcional que decorativa, más inclinada por el espíritu al gesto heroico y al propio sacrificio que a la supervivencia a toda costa, esa Marina fue ciertamente una creación fantástica: una visión de un orden perfecto, abstracto casi, nacida en las aguas de los océanos del mundo, que no habría podido alcanzarse en ningún otro lugar del suelo ruso.

Un niño es ante todo un esteta: reacciona ante las apariencias, las superficies, las formas y figuraciones. Difícilmente encontraría nada en mi vida que me haya gustado tanto como aquellos almirantes recién afeitados, puestos de frente y de perfil, enmarcados en oro y asomados a un bosque de mástiles, que se erguían sobre maquetas de barcos aspirantes al tamaño natural. Con sus uniformes de los siglos dieciocho y diecinueve, sus chorreras o sus cuellos altos, sus charreteras con flecos como escobones, sus patillas y sus anchas bandas azules atravesadas sobre el pecho, tenían todo el aire de ser los instrumentos de un ideal perfecto y abstracto, en nada menos precisos que los astrolabios montados en bronce, las brújulas, los catalejos y los sextantes que relucían a su alrededor. ¡Sabían calcular la situación de una persona bajo los astros con un margen de error más pequeño que sus amos! Y uno no podía por menos que desear que gobernasen también las aguas humanas: ponerse a merced de los rigores de su trigonometría antes que de la burda planimetría de los ideólogos, ser una ficción de la visión, tal vez de un espejismo, en lugar de ser parte de la realidad. Estoy convencido de que hoy en día sería mucho mejor para el país que no tuviera como enseña nacional esa obscena ave imperial bicéfala ni esa hoz y ese martillo vagamente masónicos, sino la bandera de la marina rusa: nuestra gloriosa e incomparablemente hermosa bandera de san Andrés, la cruz azul en diagonal sobre fondo blanco virginal.

15

De vuelta a casa, mi padre y yo entrábamos en alguna tienda para comprar comida o material fotográfico (película, productos químicos, papel) o nos deteníamos ante los escaparates. Mientras hacíamos camino en dirección al centro de la ciudad, me hablaba acerca de la historia de ésta o aquella fachada, de lo que había aquí o allí antes de la guerra o del año 1917. Me informaba de quién era el arquitecto, el propietario, el ocupante, de qué había sido de ellos y, en su opinión, por qué habían tenido aquel destino. Aquel comandante de la marina de un metro ochenta de altura sabía un montón de cosas sobre la vida de la ciudad y ocurrió que yo fui viendo gradualmente su uniforme como un disfraz; para decirlo con más exactitud, la idea de la distinción entre forma y contenido había empezado a echar raíces en mi cerebro de colegial. Su uniforme tenía mucho que ver con ese efecto, no menos que el contenido de aquellas fachadas que me iba señalando con el dedo. Por supuesto que, en mi mente de niño, esa disparidad se reflejaría en una invitación a la mentira (no es que la necesitara precisamente), aunque a un nivel profundo me parece que me enseñó el principio de cubrir las apariencias prescindiendo de lo que pudiera ocurrir en el interior.