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En Rusia, es raro que los militares cambien el uniforme por el traje civil, ni siquiera en casa. Se trata en parte de una cuestión de armario ropero, que en ningún caso es muy abundante; sin embargo, tiene que ver en gran parte con el concepto de autoridad implícito en el uniforme y, por esa misma vía, con la posición social. Mucho más aún cuando uno es oficial. Hasta los mismos desmovilizados o los militares retirados suelen llevar durante un cierto tiempo, ya sea en casa, ya en público, ésta o aquella prenda perteneciente a su atavío militar: una camisa con hombreras, unas botas altas, una gorra, un capote, como para indicar a los demás (o para recordárselo a sí mismos) el grado de adscripción: aquél que ha servido una vez, servirá siempre. Viene a ser como el clero protestante de estas tierras y, en el caso de los marinos, la similitud todavía es más acusada debido al alzacuello blanco.

En uno de los cajones del armario guardábamos cuellos a montones, de plástico y de algodón; años más tarde, cuando yo cursaba séptimo grado y fue impuesto uniforme a los colegiales, mi madre los cortó y cosió al cuello fijo de mi blusa color gris rata. Aquel uniforme era también paramilitar: blusa, cinturón con hebilla, pantalones a juego, gorra con visera lacada. Cuanto más pronto empieza uno a identificarse como soldado, mejor para el sistema. A mí no me importaba, pese a que me molestaba el color, que me recordaba la infantería o, peor aún, la policía. De ningún modo podía casar con el capote de mi padre, negro como un pozo, con sus dos hileras de botones amarillos que hacían pensar en una avenida por la noche. Y, cuando se lo desabrochaba, la blusa azul marino debajo, con otra hilera de botones iguales que los otros: una calle de noche, ésta débilmente iluminada. «Una calle dentro de una avenida»… esto es lo que pensaba de mi padre, observándolo de soslayo mientras recorríamos el camino desde el museo a casa.

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Aquí, en el patio de South Hadley, tengo dos cornejas. Son bastante grandes, casi del tamaño de un cuervo, y son lo primero que veo cuando llego en coche a casa o cuando salgo de ella. Aparecieron por aquí una después de la otra: la primera llegó hace dos años, cuando murió mi padre. O por lo menos fue entonces cuando advertí su presencia. Siempre aparecen o aletean por los alrededores una al lado de la otra y la verdad es que son muy silenciosas para ser cornejas. Yo trato de no mirarlas; o por lo menos trato de no observarlas. Pese a todo, he observado que suelen permanecer en el pequeño pinar que, sobre un terreno ondulante que cubre unos trescientos metros, se extiende desde el patio trasero de mi casa hasta una pradera que bordea un barranco con un par de enormes piedras en el borde. Yo no voy nunca por aquellos alrededores, porque sé que encontraría a las cornejas, dormidas sobre aquellas dos piedras tomando el sol. Tampoco he querido buscar su nido. Son dos pájaros negros, pero he observado que tienen la parte interna de las alas del color de la ceniza. La única vez que no las veo es cuando llueve.

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Creo que fue en 1950 cuando mi padre fue desmovilizado de acuerdo con alguna norma del Politburó que decretaba que todo aquel que tuviera orígenes judíos no podía ostentar graduaciones militares elevadas. Si no me equivoco, la ley fue aplicada por Andrei Zdanov, en aquel entonces al mando del control ideológico de las fuerzas armadas. Mi padre tenía entonces cuarenta y siete años y, por así decirlo, tuvo que iniciar una nueva vida. Decidió volver al periodismo y dedicarse de nuevo a hacer reportajes fotográficos. Sin embargo, para ejercer esa profesión debía ser contratado por una revista o un periódico. Pero esto era difícil, porque eran los años cincuenta y corrían malos tiempos para los judíos. La campaña contra los «cosmopolitas sin raíces» arreciaba con todo su empuje. Después, en 1953, se produjo el «caso de los doctores», que si no terminó en el baño de sangre habitual fue únicamente porque su instigador, el propio camarada Stalin, cuando el caso se encontraba en su punto más bajo, estiró repentinamente la pata. Poco tiempo antes, sin embargo, el aire se había llenado de rumores acerca de las represalias que estaba planeando el Politburó contra los judíos y corría la voz de que todas aquellas criaturas del «párrafo cinco» serían confinadas al este de Siberia, a la zona conocida como Birobidyan, junto a la frontera con China. Incluso circulaba una carta, firmada por los individuos más notables del «párrafo cinco» -campeones de ajedrez, compositores y escritores- en la que se imploraba del Comité Central del Partido y del camarada Stalin en persona que permitiera que los judíos pudiéramos redimir con trabajos forzados en remotos lugares del país el daño inmenso que habíamos infligido al pueblo ruso. La carta debía aparecer en Pravda a manera de pretexto para la deportación.

Pero lo que apareció en Pravda fue la noticia de la muerte de Stalin, si bien por aquel entonces ya estábamos preparándonos para el viaje e incluso habíamos vendido nuestro piano vertical, que de todos modos ningún miembro de la familia sabía tocar (pese al pariente lejano que mi madre invitó para que me enseñara a tocarlo, yo no tenía el más mínimo talento y mucho menos la paciencia necesaria). En cualquier caso, dado el ambiente, las posibilidades que tenía un judío y, por añadidura, una persona ajena al Partido, de ser contratado por una revista o un periódico eran de lo más exiguo, por lo que mi padre se quedó en la calle.

Durante unos años estuvo ofreciéndose como colaborador independiente por todo el país, bajo contrato de la Exposición Sindical Agrícola de Moscú. Esto hacía que de vez en cuando tuviésemos en nuestra mesa maravillas tales como tomates de cuatro libras o híbridos manzana-pera. Sin embargo, la retribución era ridícula y si conseguíamos salir adelante era gracias al sueldo que cobraba mi madre como empleada del consejo de desarrollo del municipio. Aquéllos fueron años de gran escasez y coinciden con la época en que mis padres empezaron a enfermar. Pese a todo, mi padre seguía haciendo honor a su carácter gregario y a menudo me llevaba a ver a sus antiguos camaradas de la Marina, dedicados entonces a dirigir un club de navegación, a cuidar de los viejos astilleros, a entrenar a los jóvenes. Tenía gran número de amigos y todos, invariablemente, se alegraban de verlo (en toda mi vida nunca he conocido a nadie, hombre ni mujer, que tuviera una queja contra él). Uno de estos amigos, editor en jefe del periódico destinado a la sección regional de la Marina mercante, un judío que tenía un nombre de resonancias rusas, lo contrató finalmente y, hasta que mi padre se jubiló, estuvo trabajando para aquella publicación en el puerto de Leningrado.

Así pues, la mayor parte de su vida se la pasó de pie («los reporteros, como los lobos, viven de sus patas», solía decir), entre barcos, marineros, capitanes, grúas, cargueros. Como telón de fondo siempre tenía detrás de sí la rizada lámina de zinc del agua, los mástiles, el negro casco metálico de la popa de un barco con las primeras o las últimas letras blancas que declaraban su puerto de origen. Salvo en invierno, llevaba siempre la negra gorra de marino con su visera lacada. Le gustaba estar cerca del agua, adoraba el mar. En un país como aquél, es lo que está más cerca de la libertad: basta a veces con mirarlo, cosa que él hacía, y con fotografiarlo, cosa que hizo durante gran parte de su vida.