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Aunque en grados variables, todos los niños anhelan llegar a mayores y ansian salir de sus casas, abandonar la opresión del nido. ¡Salir! ¡Vivir la verdadera vida! Ir hacia el ancho mundo, hacia la vida siguiendo las propias directrices.
Con el tiempo se acaba haciendo realidad su deseo y, durante un cierto período, se siente absorbido por nuevos panoramas, lanzado a construir su propio nido, a crear su propia realidad.
Pero llega un día en que, dominada, la nueva realidad, implantadas sus propias directrices, se da cuenta de pronto de que su nido ha desaparecido, de que aquellos que le dieron la vida han muerto.
Es un día en que se siente como un efecto que se hubiera quedado repentinamente sin causa. La enormidad de la pérdida la hace incomprensible. Su mente, desnuda de improviso como resultado de la pérdida, se encoge, lo que hace que aumente todavía más la magnitud de aquella pérdida.
Advierte entonces que su búsqueda juvenil de «la verdadera vida», su abandono del nido, ha dejado indefenso aquel nido. Sin embargo, aunque no está bien, achaca la culpa a la naturaleza.
De lo que no puede culpar a la naturaleza es del descubrimiento de que su obra, la realidad de su hazaña, es menos válida que la realidad del nido que abandonara un día, puesto que si en su vida ha habido algo real es precisamente aquel nido, tan opresivo y sofocante, del que tanto anhelaba huir. Porque estaba construido por otros, por aquéllos que le dieron la vida, no por él, que demasiado bien conoce el verdadero valor de sus propios trabajos que, para decirlo de algún modo, no hacen otra cosa que usar la vida que se le ha dado.
El sabe con qué voluntad, con qué intención y premeditación ha hecho todo cuanto ha hecho y cómo, al final, todo resulta provisional. Y, aun cuando perdure, el mejor uso que puede darle es el de demostración de su capacidad, para poder fanfarronear.
Pese a todo, por mucha que fuera su capacidad, nunca podrá reconstruir aquel nido tan sólido que tuvo en otro tiempo, en el que se oyó su primer grito de vida, como tampoco podrá reconstruir a aquellos que lo pusieron en él. Es un efecto, pero no puede reconstruir la causa.
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El elemento más voluminoso de nuestro mobiliario o, por lo menos, el que ocupaba más espacio, era la cama de mis padres, a la que creo que debo la vida. Era una pieza enorme, de tamaño excepcional, cuyos relieves también armonizaban hasta cierto punto con todo lo demás, pese a estar realizados de acuerdo con un estilo más moderno. Estaba presente en ella el mismo motivo vegetal, por supuesto, pero la ejecución oscilaba entre el Art Nouveau y la versión comercial del Constructivismo. Aquella cama era objeto de un especial orgullo por parte de mi madre, ya que la había comprado en 1935, antes de que se casara con mi padre, al descubrirla, junto con un tocador a juego, provisto de tres espejos, en la tienda de un carpintero de segunda fila. La mayor parte de nuestra vida había gravitado alrededor de aquella cama y los momentos más decisivos de nuestra familia se habían ventilado sentados los tres, no alrededor de la mesa, sino en aquella inmensa superficie, yo a los pies y mis padres en la cabecera.
Para la media rusa, aquella cama era un verdadero lujo. Yo había pensado a menudo que había sido precisamente aquella cama lo que había inducido a mi padre a casarse, pues le gustaba demorarse en ella más que nada en el mundo. Incluso cuando él y mi madre se sumían en la más amarga acrimonia, la mayoría de las veces por culpa del presupuesto familiar («¡Tienes la maldita costumbre de vaciar toda la bolsa en el colmado!», echaba en cara a mi madre la indignada voz de mi padre, que llegaba hasta mi «media habitación» desde su «habitación entera» viajando por encima de las estanterías de libros. «¡Estoy harta, lo que se dice harta después de aguantar treinta años tu tacañería!», le replicaba mi madre), incluso entonces mi padre se mostraba reacio a salir de la cama, especialmente por las mañanas. Había quien nos había ofrecido unos buenos dineros por aquella cama, que en realidad ocupaba demasiado espacio dado lo exiguo de nuestra vivienda, pero pese a lo apurados que pudieran estar, mis padres no habían contemplado nunca aquella posibilidad. La cama era realmente excesiva, pero a mí me parece que a ellos les gustaba precisamente por esto.
Recuerdo verlos dormidos en ella, cada uno en su lado, dándose la espalda y con una sima colmada por mantas arrugadas entre los dos. Los recuerdo leyendo en la cama, hablando, tomándose sus píldoras, luchando con ésta o aquella enfermedad. La cama los enmarcaba para mí en su espacio más seguro y a la vez más indefenso. Esa era su madriguera particular, su última isla, su espacio inviolable -por nadie, salvo por mí- en el universo. Dondequiera que se encuentre en estos momentos, ha quedado reducida a un vacío dentro del orden mundiaclass="underline" un vacío de dos metros por metro y medio. Era de arce marrón claro, estaba barnizada y nunca crujía.
20
Mi media habitación estaba conectada con la suya por medio de dos grandes arcos que casi llegaban al techo y que yo trataba constantemente de llenar con diversas combinaciones de estanterías y maletas, al objeto de separar mi cuarto del de mis padres y de conseguir una cierta intimidad. Y si digo «cierta» es porque la altura y anchura de aquellos arcos, aparte de la configuración morisca de su borde superior, eliminaban cualquier posibilidad de gozar de la misma, a menos, por supuesto, de haber rellenado el espacio con ladrillos o de cubrirlo con planchas de madera. Pero esto habría sido contrario a la ley, puesto que entonces habríamos tenido dos habitaciones en lugar de la habitación y media que la orden emitida por el instituto de la vivienda nos había concedido. Dejando aparte las frecuentes visitas del inspector de nuestra casa, nuestros vecinos, pese a estar en buenos términos con nosotros, habrían informado en poco tiempo del hecho a las autoridades pertinentes.
Había que idear un paliativo y a ello me estuve aplicando a partir de los quince años. Discurrí toda suerte de disparatadas soluciones y en cierta ocasión llegué a imaginar la construcción de un acuario de tres metros y medio de altura en el centro del cual habría una puerta que conectaría mi media habitación con su habitación. Ni que decir tiene que tamaña proeza arquitectónica estaba por encima de mis posibilidades. La solución, pues, estribaba en la acumulación de estanterías por el lado que me correspondía y en capas y más capas de cortinas por el de mis padres. Como es lógico pensar, a ellos no les gustaba la solución ni la naturaleza del problema en sí.
Los amigos y amigas, sin embargo, crecían en número más lentamente que los libros, aparte de que estos últimos se quedaban en su sitio. Teníamos dos armarios, provistos de espejos, que cubrían las puertas en toda su altura, y, aparte de este detalle, absolutamente anodinos. Sin embargo, eran bastante altos y solucionaban la mitad del problema. A su alrededor y sobre ellos construí los estantes, dejando una estrecha abertura a través de la cual mis padres podían colarse en mi habitación y viceversa. A mi padre no le gustaba nada el arreglo, sobre todo desde que en el extremo más alejado de mi media habitación se había arreglado una cámara oscura en la que realizaba todos sus trabajos de revelado y copiado, es decir, los trabajos de los que procedían gran parte de los medios para nuestra subsistencia.
En aquel extremo de mi media habitación había una puerta que yo utilizaba para entrar y salir cuando mi padre no trabajaba en su cámara oscura.
– Así no tengo que molestaros -les decía a mis padres, pese a que en realidad lo hacía para evitar su escrutinio y la necesidad de presentarles a mis invitados o éstos a ellos. Para disimular la naturaleza de aquellas visitas, solía hacer funcionar un gramófono eléctrico, causante de que mis padres acabaran con el tiempo por odiar a Bach.
Tiempo después, cuando aumentaron espectacularmente tanto los libros como la necesidad de gozar de intimidad, subdividí mi media habitación ideando una nueva colocación de los armarios y haciendo que separaran mi cama y mi escritorio de la cámara oscura. Introduje entre ellos un tercer armario que teníamos en el corredor sin que desempeñara en él ninguna función particular. Arranqué de él la pieza trasera y dejé intacta la puerta, lo que tuvo por resultado que la persona que quería entrar en mi Lebensraum tuviera que hacerlo a través de dos puertas y una cortina. La primera puerta era la que daba al corredor, después de lo cual uno se situaba en la cámara oscura de mi padre y, levantando una cortina, se encontraba ante la puerta del armario, que debía abrir. En la parte superior de los armarios amontoné todas las maletas que teníamos y, pese a que eran muchas, no alcanzaban el techo. El efecto total era el de una barricada, detrás de la cual, sin embargo, el chico se encontraba seguro y la Mariana de turno podía mostrarle algo más que el pecho.